Luet sabía lo que diría a continuación. La delegación de consejeras ya había abandonado sus asientos, para pedir a la ciudad que aceptara a Moozh como cónsul, para encargarse de los asuntos exteriores y militares. Era evidente que la inmensa mayoría de la gente, abrumada por el éxtasis y la majestuosidad del momento, aclamaría esta elección. Sólo después comprendería lo que había hecho, pero aun entonces pensaría que era un cambio beneficioso.
El discurso de Moozh tocaba a su fin, y sería un fin glorioso; la gente aplaudiría a pesar del acento norteño, que en otras ocasiones habría sido objeto de burla.
Moozh titubeó. No era el momento más adecuado para una interrupción, pero el titubeo se convirtió en pausa, y Luet notó que el general miraba a alguien o algo que ella no veía. Luet avanzó un paso, y Nafai se le acercó. Los dos se aproximaron a Moozh por la izquierda, y vieron a la persona que él miraba.
Una mujer. Una mujer vestida con la sencilla indumentaria de una granjera de Potokgavan, una vestimenta poco apropiada para el lugar y la ocasión. Estaba al pie de la escalinata central del anfiteatro; no había intentado avanzar, de modo que ni los arqueros gorayni ni los guardias basilicanos la habían detenido.
Como el general callaba, los soldados estaban indecisos. ¿Debían apresar a esa mujer y llevársela a empellones?
—Tú —dijo Moozh. Era evidente que la conocía.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó ella. No era una voz potente, pero Luet la oía con suma claridad. ¿Cómo era posible?
Porque yo repito sus palabras en la mente de todos los presentes, explicó el Alma Suprema.
—Me estoy casando —respondió Moozh.
—No ha habido ninguna boda —dijo ella. Su voz era un murmullo, pero todos la oían.
Moozh señaló a la multitud reunida.
—Todos lo han visto.
—No sé qué habrán visto ellos —replicó la mujer—, pero yo veo a un hombre que sostiene la mano de su hija. La multitud murmuró.
—Dios, qué has hecho —jadeó Moozh. El Alma Suprema también llevó su voz a todos los oídos.
La mujer avanzó y los soldados no intentaron detenerla, pues comprendieron que se trataba de algo mucho más importante que un mero atentado.
—El Alma Suprema me llevó a ti. En dos ocasiones me llevó a ti, y las dos veces concebí y di a luz. Pero yo no era tu esposa, sino el cuerpo que el Alma Suprema usó para tener sus hijas. Entregué las hijas del Alma Suprema a la dama Rasa, a quien el Alma Suprema había escogido para criarlas y educarlas, hasta el día en que decidiera considerarlas suyas.
La mujer se volvió hacia Rasa, la señaló.
—Rasa, ¿me reconoces? Cuando fui a verte estaba desnuda y mugrienta. ¿Me reconoces ahora? Rasa se levantó temblando.
—Tú eres la mujer que me las trajo. Primero a Hushidh, y luego Luet. Me pediste que las criara como si fueran hijas mías, y así lo hice.
—No eran tus hijas, ni tampoco mías. Son las hijas del Alma Suprema, y este hombre, el hombre que los gorayni llaman Vozmuzhalnoy Vozmozhno, es el hombre que el Alma Suprema escogió para ser su Moozh.
Moozh. Moozh. La multitud coreó ese susurro.
—La boda que habéis visto no fue entre este hombre y esta niña. Ella sólo ha actuado como apoderada de la Madre. El se ha convertido en esposo del Alma Suprema. Y como ésta es la ciudad de la Madre, él se ha convertido en esposo de Basílica. ¡Lo digo porque el Alma Suprema me ha puesto estas palabras en la boca! ¡Vosotros debéis decirlo! ¡Toda Basílica debe decirlo! ¡Esposo! ¡Esposo!
Repitieron el estribillo. ¡Esposo! ¡Esposo! ¡Esposo! Y poco a poco se convirtió en otra palabra que significaba lo mismo. ¡Moozh! ¡Moozh! ¡Moozh!
Mientras todos coreaban, la mujer se acercó al frente de la plataforma. Hushidh soltó la mano de Moozh y se adelantó para arrodillarse ante la mujer; Luet la siguió, demasiado aturdida para llorar, demasiado feliz de que el Alma Suprema hubiera salvado a Hushidh de ese matrimonio, demasiado acongojada por no haber conocido nunca a esa mujer que era su madre, demasiado maravillada al descubrir que su padre era ese extranjero del norte, ese temible general.
—Madre —sollozó Hushidh, derramando sus lágrimas en la mano de la mujer.
—Yo te di a luz, sí —dijo la mujer—. Pero yo no soy tu madre. Tu madre es la mujer que te crió. Y tu madre es el Alma Suprema, que causó tu nacimiento. Yo soy sólo la mujer de un granjero de las marismas de Potokgavan. Allá viven unos niños que me llaman madre, y debo regresar con ellos.
—No —susurró Luet—. ¿Sólo podremos verte una vez?
—Os recordaré a las dos para siempre. Y vosotras me recordaréis a mí. El Alma Suprema conservará estos recuerdos en nuestro corazón. —Tendió las manos; con una tocó la mejilla de Hushidh, y con la otra acarició el cabello de Luet—. Tan encantadoras. Tan nobles. Ella os quiere muchísimo. Vuestra madre os quiere muchísimo ahora.
Dio media vuelta y se fue. Se alejó de la plataforma, enfiló por la rampa que conducía a los vestuarios del anfiteatro y se perdió de vista. Nadie la vio abandonar la ciudad, aunque pronto se difundieron rumores sobre extraños milagros y raras visiones, sobre cosas que supuestamente hizo pero no pudo haber hecho mientras salía ese día de Basílica.
Moozh miró a esa mujer que se marchaba con todos sus sueños, planes y esperanzas. Se estaba llevando su vida. Recordaba claramente el tiempo que había pasado con ella. Nunca se había casado porque ninguna mujer podía hacerle sentir lo que había sentido por ella. En esa época estaba seguro de que la amaba a despecho de la voluntad de Dios, pues había sentido la fuerza de la prohibición. Cuando estaba con ella, despertaba una y otra vez sin recordarla, y sin embargo había superado las barreras mentales, la había conservado, la había amado.
Era como decía Nafai: incluso su rebelión estaba orquestada por el Alma Suprema.
Soy el bufón de Dios, la herramienta de Dios, como todos los demás, y cuando creía haber concretado mis sueños, haber alcanzado mi destino, Dios ha expuesto mi debilidad y me ha partido en pedazos ante los habitantes de la ciudad. Esta ciudad de ciudades… Basílica, Basílica.
Hushidh y Luet se incorporaron frente al escenario; Nafai se reunió con ellas y los tres miraron a Moozh. Se le acercaron para hacerse oír en medio de la confusión reinante.
—Padre —dijo Hushidh.
—Nuestro padre —dijo Luet.
—No sabía que tenía hijas —declaró Moozh—. Debí haberlo sabido. Debí haber visto mi propio rostro cuando os miraba.
Y tenía razón, pues ahora que se sabía la verdad, el parecido era evidente. Esas niñas no tenían rasgos basilicanos porque su padre era sotchitsiya, y sólo Dios sabía de dónde era su madre. Pero eran hermosas, de un modo extraño y exótico. Eran hermosas y sabias, y también fuertes. El general podía estar orgulloso de ellas. En las ruinas de su carrera, podía estar orgulloso de ellas. Mientras huyera del imperátor, quien sin duda sabría lo que se había propuesto con esa boda frustrada, estaría orgulloso de ellas. Pues eran lo único perdurable que había creado.
—Debemos ir al desierto —dijo Nafai.
—Ahora no lo impediré.
—Necesitamos tu ayuda —señaló Nafai—. Debemos marcharnos de inmediato.
Moozh echó una ojeada a la comitiva que había reunido en su lado de la plataforma. Bitanke. Era Bitanke quien debía ayudarle ahora. Hizo una seña, y Bitanke subió a la plataforma.
—Bitanke, tienes que preparar un viaje al desierto. —Y a Nafai le preguntó—: ¿ Cuántos seréis ?
—Trece —respondió Nafai—, a menos que decidas acompañarnos.
—Acompáñanos, Padre —pidió Hushidh.
—No puede acompañarnos —objetó Luet—. Su lugar está aquí.