—Ella tiene razón —asintió Moozh—. Nunca podría realizar un viaje por Dios.
—De cualquier modo nos acompañará —señaló Luet—, ya que en nosotras está su simiente. —Tocó el brazo de Nafai—. Será el abuelo de nuestros hijos, y de los hijos de Hushidh.
Moozh se volvió hacia Bitanke.
—Trece personas. Camellos y tiendas, para un viaje por el desierto.
—Los tendré preparados —dijo Bitanke. Pero Moozh notó que Bitanke reaccionaba con excesiva tranquilidad, como si el encargo no le sorprendiera.
—Ya lo sabías —acusó Moozh. Miró a los demás—. Lo habéis planeado desde un principio.
—No —aseguró Nafai—. Sólo sabíamos que el Alma Suprema intentaría impedir la boda.
—¿Crees que habríamos callado si hubiéramos sabido que éramos tus hijas? —preguntó Luet.
—Señor —intervino Bitanke—, debes recordar que tú y Rasa me ordenasteis que preparara camellos, tiendas y provisiones.
—¿Cuándo te ordené semejante cosa?
—Anoche, en mi sueño —respondió Bitanke.
Era el colmo. Dios lo había destruido, y llegaba al extremo de hacerse pasar por él en el sueño profetice de otro hombre. La derrota era un pesado lastre que le encorvaba los hombros.
—¿Por qué crees que has sido destruido? —preguntó Nafai—. ¿No oyes cómo te vitorean? Moozh escuchó. Moozh, decían. Moozh. Moozh. Moozh.
—¿No ves que al dejarnos partir eres más fuerte que antes? Esta ciudad es tuya. El Alma Suprema te la ha entregado. ¿No oíste lo que dijo la madre de las niñas? Eres el esposo del Alma Suprema, y de Basílica.
Moozh la había oído, sí, pero por primera vez en su vida —no, por primera vez desde que había amado a esa mujer, tantos años atrás— no había pensado en el provecho que podría sacar de esas palabras. Sólo había pensado: Dios manipuló mi único amor; Dios destruyó mi futuro; Dios ha poseído y arruinado mi pasado y mi futuro.
Ahora comprendía que Nafai tenía razón. ¿Acaso durante los últimos días no había presentido que quizá Dios había cambiado de parecer y estaba obrando a su favor? Había presentido bien. Dios deseaba llevar a sus hijas al desierto en una misión misteriosa, pero aparte de eso los planes de Moozh permanecían intactos. Basílica era suya.
Moozh alzó las manos, y la multitud —que ahora gritaba menos, tal vez por mera fatiga— guardó silencio.
—¡Qué grande es el Alma Suprema! —gritó Moozh. La multitud ovacionó.
—¡Mi ciudad, mi prometida! —profirió Moozh.
La multitud aplaudió de nuevo.
El general se volvió hacia sus hijas y murmuró:
—¿Sabéis cómo puedo sacaros de la ciudad sin que parezca que destierro a mis propias hijas, o que estáis huyendo de mí?
Hushidh miró a Luet.
—La vidente puede hacerlo.
—Ah, gracias —protestó Luet—. ¿De repente tengo que ocuparme yo?
—En efecto —dijo Nafai—. Tú puedes hacerlo.
Luet irguió los hombros, dio media vuelta y caminó hacia el frente de la plataforma. La multitud calló de nuevo, esperando. Luet aún estaba conectada al sistema de amplificación de la Orquesta, pero eso no importaba. La multitud la oiría porque estaba en plena sintonía con el Alma Suprema.
—Mi hermana y yo estamos tan asombradas como vosotros. Desconocíamos nuestro origen, pues aunque el Alma Suprema nos ha hablado toda la vida, nunca nos dijo que éramos sus hijas de esta manera. Ahora su voz nos llama para ir al desierto. Debemos acudir a ella, y servirla. En nuestro lugar queda su esposo, nuestro padre. ¡Sé una esposa fiel, Basílica!
No hubo vítores, sólo murmullos. Luet miró por encima del hombro, temiendo haberlo hecho mal. Pero era sólo porque no estaba acostumbrada a manipular multitudes. Moozh sabía que lo estaba haciendo bien, y asintió, para indicarle que continuara.
—El consejo de la ciudad iba a pedir a nuestro padre que fuera cónsul de Basílica. Si esto era aconsejable antes, mucho más lo es ahora. Pues cuando se conozcan los actos del Alma Suprema, todas las naciones del mundo envidiarán a Basílica; será conveniente que este hombre sea nuestro portavoz ante el mundo y nuestro protector frente a los lobos que nos atacarán.
Ahora hubo vítores, aunque breves.
—Basílica, en nombre del Alma Suprema, ¿quieres que Vozmuzhalnoy Vozmozhno sea tu cónsul?
Había llegado el momento. Luet les había dado una clara ocasión para que respondieran, y el resultado fue un estentóreo y multitudinario grito de aprobación. Era mucho mejor que la propuesta de una consejera. La vidente había pedido que lo aceptaran, y en nombre de Dios. ¿Quién se le opondría ahora?
—Padre —dijo Luet, cuando se apagaron los gritos—, Padre, ¿aceptarás una bendición de tus hijas?
¿Qué era esto? ¿Qué hacía ella ahora? Moozh tuvo un instante de confusión. Entonces comprendió que esto no estaba dirigido a la multitud. Luet no lo hacía para manipular ni controlar los acontecimientos. Hablaba con el corazón; en un día había ganado un padre e iba a perderlo, así que deseaba darle un obsequio de despedida. Moozh cogió a Hushidh de la mano y se arrodilló entre las dos hermanas. Ellas le apoyaron las manos en la cabeza.
—Vozmuzhalnoy Vozmozhno —dijo Luet—, nuestro padre, nuestro querido padre. El Alma Suprema te ha traído aquí para que conduzcas esta ciudad a su destino. Las mujeres de Basílica tienen sus esposos año a año, pero la ciudad de las mujeres ha permanecido soltera hasta ahora. Ahora el Alma Suprema te ha escogido, Bas ílica ha encontrado por fin un hombre digno, y tú serás su único esposo mientras estas murallas sigan en pie. Pero a través de los grandes acontecimientos que presenciarás, a pesar de toda la gente que te amará y seguirá en los años venideros, nos recordarás. Te bendecimos para que nos recuerdes, y en la hora de tu muerte verás nuestros rostros en tu memoria, y sentirás el amor de tus hijas en el corazón. Así sea.
Atravesaron la Puerta del Embudo, y Moozh estaba junto a Bitanke y Rashgallivak para despedirlos. Moozh había resuelto nombrar a Bitanke comandante de la guardia, y Rash sería el gobernador de la ciudad cuando Moozh se marchara con su ejército. Desfilaron ante él, ante la multitud que saludaba, lloraba y aplaudía: una caravana de tres docenas de camellos cargados con tiendas y provisiones, pasajeros y cajas de almacenaje.
Los burras se apagaron en la distancia. El tórrido aire del desierto los envolvió mientras descendían a la planicie rocosa donde las negras huellas de las engañosas fogatas de Moozh se extendían como picaduras de viruela. Todos guardaban silencio, pues los acompañaba la escolta armada de Moozh, para protegerlos e impedir que regresaran los viajeros más renuentes.
Cabalgaron hasta el anochecer, cuando Elemak escogió un sitio para montar las tiendas. Los soldados se encargaron de esta labor, aunque por orden de Elemak mostraron a los inexpertos cómo se hacía. Obring, Vas y las mujeres no las tenían todas consigo, pero Elemak los alentó y no hubo tropiezos.
Pero cuando los soldados se marcharon, no se cuadraron ante Elemak, sino ante Rasa, y Luet la vidente, y Hushidh la descifradora y, por razones que Elemak no atinó a comprender, también ante Nafai.
En cuanto partieron los soldados, comenzaron las riñas.
—¡Que los escarabajos se os metan por la nariz y los oídos y os coman el cerebro! —gritó Mebbekew a Nafai, a Rasa, a todos los que estaban a su alcance—. ¿Por qué me habéis incluido en esta caravana suicida?
Shedemei estaba igualmente enfadada, pero se controlaba.
—Yo no acepté venir. Yo sólo iba a enseñaros a revivir los embriones. No teníais derecho a obligarme.
Kokor y Sevet lloraban, y Obring sumó sus protestas a los gritos de Mebbekew. Las palabras de Rasa, Hushidh y Luet no sirvieron para aplacarlos, y cuando Nafai intentó decir algo, Mebbekew le arrojó arena en la cara y lo dejó sin aliento.