Elemak observó en silencio hasta que se calmaron los ánimos. Entonces se plantó en medio del grupo y dijo:
—Calma, amados compañeros, se pone el sol y el desierto pronto se enfriará. Entrad en las tiendas y callad para no llamar la atención de los salteadores.
Claro que los salteadores no constituían un peligro, tan cerca de Basílica y con una caravana tan numerosa. Además, Elemak sospechaba que los soldados gorayni habían acampado a poca distancia, para acudir al menor grito de alarma. Y también para impedir que ninguno de ellos regresara a Basílica.
Pero ellos no eran hombres del desierto, como Elemak. Si yo decido regresar a Basílica, dijo en silencio a los soldados gorayni, iré a Basílica, y ni siquiera vosotros, los mejores soldados del mundo, podréis detenerme, pues ni siquiera os enteraréis de que he pasado.
Elemak entró en su tienda, donde Eiadh lo esperaba llorando. Ella pronto olvidó sus lágrimas, pero Elemak no olvidó su furia. No había gritado como Mebbekew, no había protestado ni rezongado, pero estaba tan enfadado como los demás. Sin embargo, prefería callar hasta que llegara el momento adecuado.
Moozh no habrá podido oponerse a los planes y designios del Alma Suprema, pero eso no significa que yo no pueda, pensó Elemak, y se durmió.
En el cielo pasaba un satélite, reflejando una chispa de luz solar. Un ojo del Alma Suprema que veía todo lo que sucedía, que recibía todos los pensamientos que cruzaban la mente de las personas situadas bajo su cono de influencia. Mientras todos se dormían, el Alma Suprema comenzó a observar sus sueños, esperando ansiosamente un arcano mensaje del Guardián de la Tierra. Pero esa noche no hubo visiones de ángeles peludos ni ratas gigantes, ningún sueño salvo las caóticas improvisaciones de trece cerebros dormidos, historias sin sentido que todos olvidarían al despertar.
EPÍLOGO
El general Moozh cumplió con sus aspiraciones. Unió las Ciudades de la Planicie y Seggidugu, y miles de soldados gorayni desertaron para unirse a él. Las tropas del imperátor se desperdigaron, y antes del final del verano las tierras sotchitsiya fueron libres. Ese invierno el imperátor se refugió en las nieves de Gollod, mientras sus espías y embajadores procuraban persuadir a Potokgavan de que organizara un ejército para atacar a Moozh por la espalda.
Pero Moozh ya había previsto esta posibilidad, y la flota potoku se topó con el general Bitanke y diez mil soldados, hombres y mujeres de una milicia que él mismo había adiestrado. La mayoría de los soldados potoku pereció en el agua, mientras sus naves ardían y su sangre dejaba una espuma roja en cada ola que rompía en la playa. En la primavera, Gollod cayó y el imperátor se suicidó antes que Moozh pudiera capturarlo. Desde el palacio de verano del imperátor, Moozh declaró que en Armonía no existía ni había existido jamás ninguna encarnación de Dios, salvo por una mujer desconocida que había acudido a él como el cuerpo del Alma Suprema, y había dado dos hijas al esposo del Alma Suprema.
Moozh murió al año siguiente, envenenado por un dardo potoku mientras sitiaba la pantanosa capital de Potokgavan. Tres parientes sotchitsiya, media docena de oficiales gorayni y Rashgallivak de Basílica reclamaron el derecho a la sucesión. Durante las guerras civiles que siguieron, tres ejércitos convergieron en Basílica y los habitantes huyeron. A pesar de la valerosa defensa de Bitanke, la ciudad cayó. Las murallas y los edificios fueron derrumbados, y cuadrillas de prisioneros arrojaron los cascotes al lago de las mujeres hasta no dejar piedra sobre piedra, y el lago se ensanchó y perdió profundidad.
En el verano siguiente, sólo viejas carreteras indicaban que antaño había existido allí una ciudad. Y aunque algunas sacerdotisas regresaron y construyeron un templete a orillas del lago de las mujeres, las aguas calientes y frías ahora se mezclaban muy por debajo de la nueva superficie del lago, así que ya no había densas nieblas y el lago ya no era tan sagrado. Pocos peregrinos lo visitaban.
Los ex ciudadanos de Basílica se desperdigaron a lo largo y a lo ancho del planeta, pero muchos recordaban quiénes eran, y transmitían las historias de generación en generación. Éramos de Basílica, decían a sus hijos, así que el Alma Suprema aún vive en nuestro corazón.