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—Canta para mí —susurró Kokor.

—¿Qué? —preguntó Sevet, dando media vuelta, cubriéndose con la bata.

—Cántame una canción, davalka, con esa bonita voz.

Sevet miró a Kokor con fastidio.

—No pienso cantar ahora, idiota.

—No para mí —dijo Kokor—. Para Padre.

—¿Qué le pasa a Padre? —Sevet torció el gesto en un remedo de compasión—. Ay, la pequeña Kyoka piensa delatarme. Pues él se echará a reír. Y luego convidará a Obring con un trago.

—Canta una endecha por Padre —insistió Kokor.

—¿Una endecha? —preguntó Sevet, confundida. Preocupada.

—Mientras estabas aquí, revoleándote con el marido de tu hermana, alguien se encargó de matar a Padre. Si fueras humana, te importaría. Hasta los mandriles lloran a sus muertos.

—No lo sabía —jadeó Sevet—. ¿Cómo iba a saberlo?

—Te estuve buscando —dijo Kokor—. Para avisarte. Pero no estabas en los lugares que yo conocía. Dejé mi obra, perdí mi empleo para buscarte y avisarte, y estabas aquí, haciéndome esto.

—Eres una embustera. ¿Por qué voy a creerte?

—Yo nunca me acosté con Vas, aunque me lo suplicó.

—Nunca te lo pidió —dijo Sevet—. No creo en tus mentiras.

—Me dijo que por una vez le gustaría poseer a una mujer realmente hermosa. Una mujer cuyo cuerpo fuera joven, esbelto y apetitoso. Pero me negué, porque eras mi hermana.

—Mientes. No te lo pidió.

—Tal vez mienta, pero sí me lo pidió.

—¿Vas?

—Vas, con ese gran lunar que tiene en el interior del muslo —asintió Kokor—. Lo rechacé porque eras mi hermana.

—Y también mientes sobre Padre.

—Muerto, en un charco de su propia sangre. Asesinado en la calle. Ésta ha sido una noche aciaga para nuestra afectuosa familia. Padre muerto. Yo traicionada. Y tú…

—Aléjate de mí.

—Canta para él —insistió Kokor.

—En el funeral, siempre que no estés mintiendo.

—Canta ahora —dijo Kokor.

—So gallina, so pato, no voy a cantar porque tú me lo ordenes.

Acusarse de cacarear y graznar en vez de cantar era una vieja provocación entre ellas, y eso no la afectó. La afectó, en cambio, el desprecio y el odio que había en la voz de Sevet. Sintió una ira incontenible. No pudo refrenar más la tempestad que la desgarraba por dentro.

—Tú lo has dicho —gritó—. ¡No cantarás, porque yo lo ordeno!

Y atacó como un gato, pero no con la zarpa sino con el puño. Sevet alzó las manos para protegerse el rostro. Pero Kokor no deseaba marcar el rostro de su hermana, pues no era el rostro lo que odiaba. No, lanzó el puñetazo hacia la garganta, hacia los pliegues de carne que ocultaban la laringe, hacia el lugar donde nacía la voz.

Sevet no emitió ningún sonido, aunque la fuerza del golpe la derribó. Cayó, aferrándose la garganta. Se contorsionó en el suelo, boqueando, pataleando. Obring se levantó gritando y se arrodilló.

—¡Sevet! —exclamó—. Sevet, ¿estás bien?

Sevet sólo consiguió gorgotear y escupir, luego se ahogó y tosió. Sangre. Su propia sangre. Sangre en las manos de Sevet, en los muslos de Obring. Negra y reluciente a la luz de la luna, sangre de la garganta de Sevet. «¿ Cómo te sabe en la boca, Sevet? ¿Cómo se siente en tus carnes, Obring? Su sangre, como el don de una virgen, mi don para vosotros dos.»

Sevet jadeaba entrecortadamente.

—Agua —dijo Obring—. Un vaso de agua para enjuagarle la boca. ¿No ves que tiene una hemorragia? ¿Qué le has hecho?

Kyoka fue hasta el lavabo —su propio lavabo—, cogió una taza —su propia taza—, la llenó de agua y se la llevó a Obring, quien trató de verter un sorbo en la boca de Sevet. Pero Sevet se atragantó y escupió el agua, tratando de respirar, ahogándose con la sangre que le brotaba de la garganta.

—¡Un médico! —exclamó Obring—. Llama a un médico… Nuestra vecina Bustiya es médica, ella vendrá.

—Auxilio. Pronto, auxilio —susurró Kokor, con voz inaudible.

Obring se levantó y la miró con furia.

—No la toques —ordenó—. Yo mismo iré a buscar a la médica.

Se marchó altivamente de la habitación. Ahora desbordaba vigor. Desnudo como un dios mítico, como los retratos del imperátor de Gorayni —la imagen de la virilidad—, así salió Obring a buscar una médica para salvar a su amante.

Sevet arañaba el suelo con los dedos, se desgarraba la piel del cuello como si deseara abrirse un orificio para respirar. Tenía los ojos desorbitados y un hilillo de sangre le brotaba de la boca.

—Lo tenías todo —la acusó Kokor—. Todo. Pero no podías dejármelo a él.

Sevet regurgitó. Miró a Kokor con dolor y terror.

—No morirás —dijo Kokor—. No soy una asesina. No soy una traidora.

Comprendió que Sevet podía morir realmente. Con tanta sangre en la garganta, podría ahogarse. Y ella sería la responsable.

—Nadie puede culparme —dijo Kokor—. Padre ha muerto esta noche, y yo vine a casa y te encontré con mi marido, y luego me provocaste… nadie me culpará. Sólo tengo dieciocho años, apenas soy una niña. Y de todos modos fue un accidente. Quise arrancarte los ojos, pero fallé.

Sevet boqueó. Vomitó en el suelo. El olor era espantoso. Lo dejaría, todo perdido y el hedor no se iría nunca. Y culparían a Kokor de la muerte de Sevet. Así se vengaría su hermana, pues la mancha no se borraría nunca. Así se desquitaría Sevet, muriendo para que Kokor fuera acusada de asesina.

Ya verás, pensó Kokor. No te dejaré morir. Más aún, te salvaré la vida.

Y cuando Obring regresó con la médica, encontraron a Kokor de rodillas junto a Sevet, respirándole en la boca. Obring la apartó para dejar que la médica interviniera. Y cuando Bustiya insertó el tubo en la garganta de Sevet, y el rostro de la herida se convirtió en un mudo rictus de dolor.

Obring olió la sangre y el vómito y vio que Kokor tenía la cara y el vestido manchados de ambos. Abrazándola, le susurró:

—Sí que la quieres. No pudiste dejarla morir.

Ella lo abrazó sollozando.

—No puedo dormir —suspiró Luet—. ¿Cómo soñaré si no puedo dormir?

—No te preocupes —dijo Rasa—. Sé lo que debemos hacer. No necesito que el Alma Suprema nos lo diga. Smelost debe marcharse de Basílica. Hushidh tiene razón, ahora no puedo protegerle.

—No me marcharé —terció Smelost—. Lo he decidido. Esta es mi ciudad, y afrontaré las consecuencias de mis actos.

—¿Amas Basílica? —preguntó Rasa—. Entonces no ofrezcas a la gente de Gaballufix una persona a quien puedan culpar de todo. No le ofrezcas la oportunidad de enjuiciarte y usarlo como excusa para tomar el mando de la guardia, de modo que sus soldados enmascarados sean la única autoridad de la ciudad.

Smelost la miró airadamente un instante, luego asintió.

—Entiendo. Entonces, por el bien de Basílica, me marcharé.

—¿Adonde? —intervino Hushidh—. ¿Adonde puedes mandarlo?

—Con los gorayni, naturalmente —dijo Rasa—. Te daré provisiones y dinero suficiente para que llegues a la región de los gorayni. Y una carta, donde explicaré que has salvado al hombre que mató a Gaballufix. Ellos sabrán lo que eso significa. Sus espías les habrán contado que Gab procuraba que Basílica se aliara con Potokgavan. Tal vez Roptat estuviera en contacto con ellos.

—¡Jamás! —exclamó Smelost—. ¡Roptat no era un traidor!

—No, claro que no —dijo Rasa con tono conciliador—. Lo cierto es que Gab era enemigo de ellos, con lo cual tú eres mi amigo. Lo menos que pueden hacer es aceptarte.