Hervé y Christophe siempre se fijaban en qué llevaba puesto, si me había echado un perfume nuevo, si había cambiado de maquillaje o si llevaba un peinado distinto. Cuando estaba con ellos nunca me sentía como l'Américaine que intentaba desesperadamente imitar el chic parisino. Me sentía yo misma, y eso era algo que me encantaba de ellos.
– El turquesa te sienta bien; te va divino con el color de los ojos. ¿Dónde te la has comprado?
– En H &M, en la calle Rennes.
– Estás espléndida. Bueno, ¿qué tal va lo del apartamento? -preguntó mientras me tendía una copa y una tostada caliente untada con tarama.
– Hay un montón de cosas por hacer -respondí suspirando-. Nos va a llevar meses.
– Y me imagino que tu marido el arquitecto estará emocionadísimo.
Hice una mueca.
– Te refieres a que es incansable.
– Ajá -dijo Hervé-. Y por eso mismo, para ti es como un grano en el culo.
– Has acertado -admití mientras daba un sorbo al champán.
Hervé me miró a través de los pequeños cristales al aire de sus gafas. Tenía los ojos gris claro y las pestañas ridículamente largas.
– Dime, Juju, ¿te encuentras bien?
Sonreí abiertamente.
– Sí, estoy bien.
Pero nada más lejos de la realidad. Acababa de conocer los sucesos de julio de 1942, y eso había desencadenado en mi interior cierta vulnerabilidad, despertando algo profundo e inexpresable que era a la vez una obsesión y una carga. Llevaba arrastrando aquel peso toda la semana, desde que empecé a investigar sobre la redada del Vel' d'Hiv'.
– No pareces tú misma -insistió Hervé con gesto preocupado. Se sentó a mi lado y me puso su mano blanca y fina en la rodilla-. Conozco esa cara, Julia. Es tu cara triste. Así que cuéntame ahora mismo qué es lo que te pasa.
El único modo de aislarse del infierno circundante era esconder la cabeza entre sus rodillas huesudas y taparse los oídos con las manos. Se balanceaba adelante y atrás, apretando el rostro contra las piernas. Piensa en cosas agradables, se decía, en todo lo que te gusta, en lo que te hace feliz, en todos los momentos mágicos y especiales que recuerdes. Su madre llevándola a la peluquería, donde todo el mundo alababa su espesa cabellera de color mieclass="underline" ¡Cuando crezcas estarás orgullosa de esa mata de pelo, ma petite!
Las manos de su padre trabajando el cuero en el taller, moviéndose con fuerza y velocidad mientras ella admiraba su destreza. El día en que cumplió diez años y le regalaron el reloj nuevo, guardado en aquella preciosa caja azul, con la pulsera de cuero que su padre le había fabricado y que despedía un olor fuerte y embriagador, y aquel discreto tictac de las agujas que la embelesaba. Estaba muy orgullosa de su reloj, pero su madre le aconsejó que no lo llevara al colegio, porque se le podía romper o a lo mejor lo perdía. Sólo lo había visto Armelle, su mejor amiga. ¡Y qué envidia le dio!
¿Dónde estaría Armelle? Vivía calle abajo, y las dos iban al mismo colegio. Pero Armelle había salido de la ciudad al empezar las vacaciones de verano para irse con sus padres a algún lugar del sur. Le había escrito una carta, y se acabó. Armelle era bajita, pelirroja y muy lista. Se sabía de memoria toda la tabla de multiplicar, e incluso dominaba los complicados entresijos de la gramática.
Armelle nunca tenía miedo, y la chica la admiraba por ello. Ni siquiera el día en que, en mitad de la clase, empezaron a sonar las sirenas, aullando como lobos furiosos, y todo el mundo dio un brinco. Armelle no perdió la calma ni el control, agarró a la chica de la mano y la llevó al mohoso sótano del colegio, indiferente a los susurros aterrados de los demás niños y a las órdenes que mademoiselle Dixsaut impartía con voz trémula. Se acurrucaron juntas, hombro con hombro, en aquel lugar húmedo, con las luces de las velas parpadeando en sus pálidos semblantes. Parecieron transcurrir horas mientras escuchaban el zumbido de los aviones sobre sus cabezas y mademoiselle Dixsaut leía a Jean de La Fontaine, o a Molière, mientras intentaba contener el temblor de sus manos.
– Mírale las manos -dijo Armelle con una risita-. Tiene tanto miedo que casi no puede leer, fíjate.
La chica miró asombrada a Armelle.
– ¿Tú no tienes miedo? -inquirió en un susurro-. ¿Ni siquiera un poquito?
– No, no lo tengo -le contestó sacudiendo sus brillantes cabellos rojos con desdén-. No estoy asustada.
Y a ratos, cuando la vibración de las bombas se filtraba haciendo temblar el mugriento suelo del sótano y a mademoiselle Dixsaut le fallaba la voz y dejaba de leer, Armelle cogía la mano de la chica y la agarraba con fuerza.
Echaba de menos a Armelle. Ojalá pudiera estar allí ahora, para agarrarle la mano y decirle que no tuviera miedo. Añoraba sus pecas, sus ojos verdes y maliciosos y su sonrisa insolente. Piensa en las cosas que amas, en las cosas que te hacen feliz.
El verano anterior, o tal vez dos veranos atrás, no se acordaba muy bien, su padre los había llevado a pasar unos días al campo, junto al río. No recordaba el nombre del río, pero sí la sensación tan suave y agradable del agua en su piel. Su padre intentó enseñarle a nadar. Al cabo de unos días consiguió manotear con un torpe estilo perruno que hizo reír a todos. En la orilla, su hermano estaba emocionado, loco de contento. Era muy pequeño todavía, aún estaba empezando a andar. La chica se pasaba el día corriendo tras él, mientras su hermano se resbalaba por el barro de la orilla entre alegres chillidos. A mamá y papá se les veía relajados, jóvenes y enamorados, y su madre apoyaba la cabeza en el hombro de su padre. Pensó en aquel hotelito junto al río donde disfrutaban de comidas sencillas y apetitosas a la sombra de un cenador, y se acordó de cuando la patronne le pidió que la ayudara detrás del mostrador y estuvo sirviendo café. Se sentía muy mayor, y muy orgullosa, hasta que se le cayó un café en los pies de alguien; pero la patronne no le había dado importancia.
La chica levantó la cabeza y vio a su madre hablando con Eva, una mujer joven que vivía cerca de ellos. Eva tenía cuatro niños pequeños, una panda de críos ruidosos que a la chica no le caían demasiado bien. El rostro de Eva parecía demacrado y envejecido, como el de su madre. ¿Cómo podían parecer tan mayores de la noche a la mañana?, se preguntó. Eva también era polaca y su francés, al igual que el de su madre, no era muy bueno. Igual que sus padres, Eva tenía familia en Polonia: sus padres, sus tías y sus tíos. La chica recordaba aquel fatídico día (¿cuándo fue?; no hacía mucho) en que Eva recibió una carta de Polonia. Apareció en el apartamento con la cara bañada en lágrimas y se desplomó en los brazos de su madre. Esta trató de consolarla, pero la chica sospechaba que ella también estaba conmocionada. Nadie quiso decirle qué había pasado exactamente, pero ella se enteró prestando atención a cada palabra en yiddish que lograba descifrar de entre los sollozos. Era algo espantoso: en Polonia habían asesinado a familias enteras y habían quemado sus casas; sólo quedaban ruinas y cenizas. La chica le preguntó a su padre si sus abuelos maternos, de los que tenían una fotografía en blanco y negro sobre la chimenea de mármol del salón, estaban a salvo. Él respondió que lo ignoraba. Habían recibido noticias muy malas de Polonia, pero no quiso explicarle en qué consistían.