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Mientras miraba a Eva y a su madre, la chica se preguntó si sus padres habían hecho bien al protegerla de todo, si habían hecho lo correcto al ocultarle aquellas noticias tan graves e inquietantes y al no querer explicarle por qué, desde que empezó la guerra, tantas cosas habían cambiado en su vida. Como cuando, el año pasado, el marido de Eva no regresó. Había desapareado. ¿Dónde? Nadie quería contárselo, nadie quería explicárselo. Odiaba que la trataran como a un bebé. Odiaba que bajaran la voz cuando ella entraba en la habitación.

Si se lo hubieran dicho, si le hubieran contado todo lo que sabían, ¿no habría sido ahora todo más fácil?

No me pasa nada. Estoy cansada, eso es todo. Bueno, ¿quién viene esta noche?

Antes de que Hervé pudiera contestar, Christophe entró en el salón como una visión encarnada del chic parisién, vestido en tonos crema y caqui y oliendo a colonia cara de hombre. Christophe era un poco más joven que Hervé, mantenía el bronceado todo el año, estaba muy delgado y llevaba el pelo teñido a mechas rubias y negras y recogido en una gruesa coleta a lo Lagerfeld *.

Casi a la vez sonó el timbre.

– Ajá -dijo Christophe soplándome un beso-. Ése debe de ser Guillaume.

Se apresuró hacia la puerta.

– ¿Guillaume? -pregunté a Hervé vocalizando el nombre con los labios.

– Nuestro nuevo amigo. Se dedica a algo relacionado con la publicidad. Está divorciado. Es un chico brillante. Te caerá bien. Es nuestro único invitado. Todos los demás se han ido a pasar el puente fuera de la ciudad.

El hombre que entró en el salón era alto y moreno, y debía de quedarle poco para los cuarenta. Llevaba una vela perfumada envuelta y unas rosas.

– Ésta es Julia Jarmond -dijo Christophe-, periodista. Es amiga íntima nuestra desde que éramos jóvenes, hace mucho, mucho tiempo.

– Pues yo diría que fue ayer mismo… -murmuró Guillaume con auténtica galantería francesa.

Traté de mantener una sonrisa natural, consciente de que Hervé me lanzaba miradas inquisitivas de vez en cuando. Era raro, porque normalmente habría confiado en él. Habría podido contarle lo extraña que me sentía desde la semana anterior. Y también lo de Bertrand. Siempre había soportado su sentido del humor, provocador y a veces bastante desagradable. Nunca me había ofendido ni me había hecho daño. Hasta ahora. Siempre había admirado su ingenio y su sarcasmo, que incluso me hacían amarle aún más.

La gente se reía con sus bromas. Hasta le tenían un poco de miedo. Detrás de su risa irresistible, el brillo de sus ojos azulados y su sonrisa cautivadora había un hombre duro y exigente acostumbrado a conseguir lo que quería. Había aguantado hasta ahora porque siempre me compensaba, y cuando se daba cuenta de que me había hecho daño, me colmaba de regalos, flores y sexo apasionado. Probablemente, la cama era el único lugar en el que Bertrand y yo nos comunicábamos de verdad, el único terreno donde ninguno de los dos dominaba al otro. Recuerdo que Charla me dijo una vez, tras ser testigo de una diatriba especialmente dura de mi marido:

– ¿Pero de verdad te gusta este tipejo? -Y al ver que mi cara enrojecía poco a poco, añadió-: Dios mío. Ya lo entiendo. Conversaciones de alcoba. Obras son amores y no buenas razones. -Después de eso suspiró y me dio una palmadita en la mano.

¿Por qué esta noche no le había abierto mi corazón a Hervé? Algo me contenía. Algo me sellaba los labios.

Cuando nos sentamos a la mesa octogonal de mármol, Guillaume me preguntó en qué periódico trabajaba. Al decírselo, ni se inmutó. No me sorprendió, ya que los franceses rara vez han oído hablar de Seine Scenes. La mayoría de sus lectores son americanos residentes en París. Aquello no me molestó; yo nunca había buscado la fama. Me bastaba con tener un trabajo bien pagado que, en cierta medida, me dejaba tiempo libre, a pesar del despotismo ocasional de Joshua.

– ¿Y sobre qué estás escribiendo ahora? -me preguntó Guillaume, muy cortés, enrollando espaguetis verdes con el tenedor.

– Sobre el Vel' d'Hiv' -dije-. Van a cumplirse sesenta años.

– ¿Te refieres a aquella redada, durante la guerra? -preguntó Christophe con la boca llena.

Estaba a punto de responderle cuando advertí que el tenedor de Guillaume se había quedado parado a mitad de camino entre el plato y su boca.

– Sí, la gran redada del Velódromo de Invierno -contesté.

– ¿Eso no ocurrió en algún lugar fuera de París? -continuó Christophe, sin dejar de masticar.

Guillaume había soltado el tenedor, sin decir nada. Su mirada parecía clavada en la mía. Tenía los ojos oscuros, y una boca fina y delicada.

– Fueron los nazis, creo -dijo Hervé sirviéndome más Chardonnay. Ninguno de los dos parecía haber reparado en el gesto tenso de Guillaume-. Los nazis arrestaron a los judíos durante la Ocupación.

– En realidad no fueron los alemanes… -empecé.

– Fue la policía francesa -me interrumpió Guillaume-. Y ocurrió en pleno París, en un velódromo donde se celebraban carreras ciclistas muy importantes.

– ¿En serio? -preguntó Hervé-. Creía que habían sido los nazis, en los suburbios.

– Llevo una semana investigándolo -comenté-. Las órdenes eran alemanas, sí, pero la acción la llevó a cabo la policía francesa. ¿No lo estudiasteis en el instituto?

– No recuerdo. Creo que no -reconoció Christophe.

Guillaume seguía mirándome fijamente, como si intentara sacarme algo o me estuviera sondeando. Me sentía perpleja.

– Es asombroso -dijo Guillaume con una sonrisa irónica- la cantidad de franceses que todavía no saben lo que ocurrió. ¿Y los americanos? ¿Tú lo sabías, Julia? Le aguanté la mirada.

– No, no lo sabía. Y tampoco me lo enseñaron cuando estudié en Boston, allá por los años setenta, pero ahora sé mucho más, y lo que he averiguado me tiene conmocionada.

Hervé y Christophe permanecían en silencio. Parecían perdidos; no sabían qué decir. Fue Guillaume quien por fin habló.

– En julio del 95, Jacques Chirac fue el primer presidente que llamó la atención sobre el papel del gobierno francés durante la Ocupación, y en especial sobre esta redada. Su discurso apareció en todos los titulares, ¿lo recordáis?

Había leído el discurso de Chirac durante mi investigación. Sin duda, había sido bastante audaz. Pero yo no lo recordaba, a pesar de que debí de oírlo en las noticias seis años atrás. Y era obvio que los chicos (no puedo evitar llamarles así: siempre lo había hecho) no lo habían leído ni recordaban el discurso del presidente. Miraban fijamente a Guillaume, avergonzados. Hervé empezó a fumar un cigarrillo tras otro mientras Christophe se daba golpecitos en la nariz, como hacía siempre que estaba nervioso o se sentía incómodo.

Se hizo el silencio. Era una situación extraña en aquel salón. Allí se habían celebrado un sinfín de fiestas alegres y ruidosas, con gente riendo a carcajadas, chistes sin fin, la música a tope, juegos, discursos de cumpleaños, bailes hasta el amanecer a pesar de los furiosos escobazos que daban los vecinos de abajo…

Aquel silencio era opresivo y doloroso. Cuando Guillaume empezó a hablar de nuevo, su voz había cambiado. El gesto también había cambiado: estaba pálido y ya no nos miraba. Tenía la vista clavada en el plato, donde su pasta seguía sin tocar.

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* Karl Lagerfeld, diseñador de moda alemán. [N. del T.]