– Mi abuela tenía quince años cuando ocurrió la redada. Le dijeron que era libre porque sólo se llevaban a los niños de entre dos y doce años con sus padres. La dejaron atrás y se llevaron a todos los demás: su hermana y sus hermanos pequeños, su madre, su padre, su tía, su tío. Sus abuelos. Fue la última vez que los vio. Ninguno de ellos volvió. Ninguno.
Los ojos de la chica estaban vidriosos, con la palidez fantasmal de la noche. Al amanecer, la mujer embarazada había dado a luz a un niño prematuro. La criatura nació muerta. La chica fue testigo de los gritos y el llanto. Vio cómo la cabeza del bebé, manchada de sangre, apareció entre las piernas de la mujer. Sabía que debía mirar hacia otro lado, pero no pudo evitar contemplarlo, aterrada y fascinada a la vez. Vio al niño muerto, que parecía un muñeco de cera, pálido y roto, aunque enseguida lo taparon con una sabana sucia. La mujer gemía todo el rato, y nadie consiguió hacerle callar.
Por la mañana, el padre sacó del bolsillo de la chica la llave del armario secreto. La cogió y fue a hablar con un policía para explicarle la situación. La chica se dio cuenta de que intentaba mantener la calma, pero estaba a punto de desmoronarse. Le dijo al policía que tenía que ir a buscar a su hijo de cuatro años, y le prometió regresar después. Sólo iba a recoger a su hijo, insistió, y luego volvería directamente, pero el policía se rió en su cara: «¿Y piensas que voy a creerte? ¡Pobre diablo!». El padre le pidió que lo acompañara, ya que sólo iba a recoger al niño y volver enseguida. El gendarme le ordenó que se apartara de su vista. El padre volvió a su sitio, con los hombros encorvados. Estaba llorando.
La chica cogió la llave de entre los dedos temblorosos de su padre y volvió a guardársela en el bolsillo. Se preguntó cuánto tiempo lograría sobrevivir su hermano. Aún debía de estar esperándola. El pequeño tenía una fe incondicional en ella. No podía soportar la idea del niño aguardando en la oscuridad. Debía de tener hambre y sed. Probablemente ya se habría quedado sin agua, y las pilas de la linterna se habrían agotado. Pero cualquier cosa era mejor que estar allí, pensó. Cualquier cosa antes que ese infierno, entre el hedor, el calor y el polvo, la gente gritando y muriendo.
Contempló a su madre, que estaba encogida en cuclillas y en las dos últimas horas no había vuelto a emitir ni un gemido. Contempló a su padre, que tenía el rostro macilento y la mirada perdida. Miró a su alrededor, a Eva y a sus niños, tan agotados que daba pena verlos, y también a las demás familias, a todas aquellas personas desconocidas que, como ella, llevaban una estrella amarilla sobre el pecho. Miró a los miles de niños que corrían sin control, hambrientos, sedientos; los pequeños que no lograban comprender, que creían que se trataba de algún extraño juego que ya estaba durando demasiado, y que querían volver a casa, a acostarse en sus camas con sus ositos de peluche.
La chica intentó descansar apoyando su puntiaguda barbilla sobre las rodillas. Al salir el sol, volvió el calor. No sabía cómo iba a afrontar otro día más en aquel lugar. Se sentía débil, cansada. Tenía la garganta reseca, y le dolía el estómago de hambre.
Al cabo de un rato se quedó amodorrada. Soñó que estaba de vuelta en casa, en su cuarto con vistas a la calle, en el salón donde el sol entraba por las ventanas y dibujaba figuras sobre la chimenea y sobre la foto de su abuela polaca. A través del frondoso patio se oía el violín del profesor. Sur le pont d'Avignon, on y danse, on y danse, sur le pont d'Avignon, on y danse tout en rond. Su madre preparaba la cena, mientras cantaba Les beaux messieurs font comme ça, et puis encore comme ça. Su hermano estaba jugando con su trenecito rojo por el pasillo, deslizándolo y haciéndolo traquetear sobre las oscuras tablas de la tarima. Les belles dames font comme ça, et puis encore comme ça. Podía oler su hogar, el reconfortante aroma de la parafina y de las especias, y de todas las cosas apetitosas que su madre guisaba en la cocina. Podía escuchar la voz de su padre leyendo en alto para su madre. Estaban a salvo. Eran felices.
Sintió una mano fría en la frente. Miró hacia arriba y vio a una mujer joven que llevaba un velo azul con una cruz.
La joven le sonrió y le dio un vaso de agua fresca, que la chica bebió con avidez. Luego le dio una galleta fina como el papel y un poco de pescado en conserva.
– Tienes que ser valiente -musitó la enfermera.
Pero la chica vio que la joven tenía lágrimas en los ojos, como su padre.
– Quiero salir de aquí -susurró la, chica. Quería volver a aquel sueño, a la paz y la seguridad que le había hecho sentir.
La enfermera asintió y esbozó una triste sonrisa. -Lo entiendo, pero no puedo hacer nada. Lo siento. Se levantó para dirigirse hacia otra familia, pero la chica la agarró de la manga y la detuvo.
– Por favor, ¿cuándo nos vamos a ir? -le preguntó. La enfermera sacudió la cabeza y le acarició suavemente la mejilla. Luego se volvió para atender a la familia de al lado.
La chica creyó que iba a volverse loca. Quería gritar, patear, chillar; quería salir de aquel abominable y espantoso lugar. Quería volver a casa, a la vida que había llevado antes de que le cosieran la estrella amarilla, antes de que aquellos hombres aporrearan su puerta.
¿Por qué le tenía que pasar a ella? ¿Qué habían hecho sus padres o ella para merecer aquello? ¿Por qué era tan horrible ser judío? ¿Por qué trataban a los judíos de esa manera?
Recordó el primer día en que tuvo que llevar la estrella al colegio, el momento en que entró en clase y todas las miradas se volvieron hacia ella. Llevaba sobre el pecho una estrella amarilla del tamaño de la mano de su padre. Y entonces vio que había más chicas en la clase con la estrella. Armelle llevaba una, y eso la hizo sentir un poco mejor. En el recreo, todas las niñas que llevaban la estrella formaron una piña. Los demás alumnos, que hasta entonces habían sido sus amigos, las señalaban con el dedo. Mademoiselle Dixsaut se había encargado de explicar que aquello no cambiaba nada: iban a tratar a todos los alumnos igual que antes, con o sin estrella.
Pero la charla de mademoiselle Dixsaut no sirvió de mucho. Desde aquel día, la mayoría de las niñas dejaron de hablar a quienes llevaban estrellas. O peor aún, los miraban con desprecio. No podía soportar el desprecio. Aquel chico, Daniel, les había dicho a ella y a Armelle en la calle, delante del colegio, con una mueca de crueldad: «Si vuestros padres son cochinos judíos, vosotras sois cochinas judías». ¿Por qué cochinas? ¿Por qué era sucio ser judío? Aquello la hizo sentirse avergonzada y triste, y le dieron ganas de llorar. Armelle no dijo nada y se limitó a morderse el labio hasta que empezó a sangrarle. Fue la primera vez que había visto a Armelle parecer asustada.
La chica quería arrancarse la estrella, y les dijo a sus padres que se negaba a volver al colegio con ella. Pero su madre le dijo que no, que debía estar orgullosa de ella. A su hermano le dio una pataleta porque él también quería su estrella. La madre le explicó con paciencia que no tenía seis años, y que tendría que esperar un par de años más. El niño se pasó toda la tarde llorando.