Pensó en su hermano, escondido en la oscuridad de aquel profundo armario. Quería estrechar su cálido cuerpecito entre sus brazos, darle besos en aquella cabecita poblada de rizos dorados y en el cuello regordete. Aferró la llave en el bolsillo con todas sus fuerzas.
– No me importa lo que digan -susurró-. Encontraré la manera de volver y salvarle. La encontraré.
Después de cenar, Hervé nos ofreció limoncello, un licor helado italiano de limón de un color amarillo precioso. Guillaume sorbía el suyo con lentitud. No había hablado mucho durante la cena. Parecía apagado. No me atreví a sacar el tema del Vel' d'Hiv' otra vez, pero fue él quien se dirigió a mí, mientras los otros dos escuchaban.
– Mi abuela ya es muy mayor -comenzó-. No querrá volver a hablar sobre ello. Pero me contó todo lo que necesito saber sobre lo que sucedió aquel día. Creo que lo peor para ella fue tener que seguir viviendo sin ellos, tener que salir adelante sin su familia.
No se me ocurría qué decir. Los chicos estaban callados.
– Después de la guerra, mi abuela iba todos los días al hotel Lutétia, en el bulevar Raspail -prosiguió Guillaume-. Allí era donde había que ir para averiguar si alguien había vuelto de los campos. Había listas y organizaciones. Ella iba todos los días, y esperaba. Pero al cabo de un tiempo dejó de ir. Al oír hablar de los campos, empezó a asimilar que todos habían muerto y que ninguno iba a volver. Al principio nadie sabía nada, pero después, cuando los supervivientes que regresaban empezaron a contar sus testimonios, todo el mundo lo supo.
De nuevo, un silencio.
– ¿Sabéis qué es lo que más me choca del Vel' d'Hiv'? -inquirió Guillaume-. Su nombre en clave.
Yo sabía la respuesta gracias a que había leído a conciencia sobre el asunto.
– Operación Viento Primaveral -murmuré.
– Es un nombre muy dulce para algo tan horrible, ¿no crees? -inquirió él-. La Gestapo pidió a la policía francesa que le «entregara» a cierto número de judíos de entre dieciséis y cincuenta años. La policía puso tanto empeño en deportar al mayor número de judíos posible que decidió llevar las órdenes aún más lejos, de modo que arrestaron a un montón de niños, aunque habían nacido en Francia. Arrestaron a niños franceses.
– ¿ La Gestapo no le había pedido esos niños? -pregunté.
– No -contestó-. En principio, no. Deportar niños habría revelado la verdad. Habría sido demasiado obvio que no estaban enviando a todos aquellos judíos a campos de trabajo, sino a la muerte.
– Entonces, ¿por qué arrestaron a los niños? -inquirí.
Guillaume dio un sorbo a su limoncello.
– Seguramente, la policía pensó que los hijos de los judíos, aunque hubieran nacido en Francia, eran judíos al fin y al cabo. Al final, Francia envió a cerca de ochenta mil judíos a los campos de exterminio. Sólo unos dos mil lograron volver, y entre ellos, casi ningún niño.
De camino a casa no era capaz de quitarme de la cabeza la mirada triste de Guillaume. Se había ofrecido a enseñarme fotos de su abuela y de su familia, y yo le había dado mi número de teléfono. Me prometió que me llamaría pronto.
Cuando llegué a casa, Bertrand estaba viendo la tele, tumbado en el sofá con la cabeza apoyada en un brazo.
– Bueno -saludó sin apartar apenas los ojos de la pantalla-, ¿cómo están los chicos? ¿Mantienen sus estándares habituales de sofisticación?
Dejé caer las sandalias, me senté en el sofá a su lado y me quedé observando su perfil elegante y delicado.
– Ha sido una cena perfecta. Habían invitado a un hombre interesante: Guillaume.
– Ajá -dijo Bertrand mirándome, divertido-. ¿Era gay?
– No, no lo creo. De todas formas, no me habría dado cuenta.
– ¿Y qué tenía de interesante ese tal Guillaume?
– Nos ha estado hablando de su abuela, que se libró de la redada del Vel' d'Hiv' en 1942.
– Mmm… -respondió mientras cambiaba de canal con el mando a distancia.
– Bertrand -dije-, cuando ibas al colegio, ¿te enseñaron algo sobre el Vel' d'Hiv'?
– Ni idea, chérie.
– Es que estoy trabajando en ello, para la revista. Se acerca el sexagésimo aniversario.
Bertrand me cogió un pie y empezó a masajearlo con sus dedos firmes y cálidos.
– ¿Tú crees que a los lectores les va a interesar el Vel' d'Hiv'? -me preguntó-. Es agua pasada. No es algo sobre lo que la gente quiera leer.
– ¿Porque los franceses están avergonzados, quieres decir? -le contesté-. ¿Así que deberíamos enterrarlo y olvidarlo, como hicieron ellos?
Apartó mi pie de su rodilla y en sus ojos apareció aquel destello. Me preparé.
– Querida, querida -repuso con una sonrisa malévola-, otra ocasión más para demostrar a tus compatriotas lo malvados que fuimos los franchutes, que colaboramos con los nazis enviando a aquellas inocentes familias a la muerte… ¡La pequeña miss Nahant desvela la verdad! ¿Qué vas a hacer, amour, restregárnoslo por las narices? A nadie le importa ya; nadie se acuerda. Escribe sobre otra cosa: algo divertido, algo bonito. Tú sabes hacerlo. Dile a Joshua que lo del Vel' d'Hiv' es un error. Nadie va a leerlo. La gente bostezará y pasará a la siguiente columna.
Me levanté, exasperada.
– Creo que te equivocas -le dije-. Me parece que la gente no conoce el tema lo suficiente. Ni siquiera Christophe sabe mucho sobre ello, y eso que es francés.
Bertrand resopló.
– ¡Pero es que Christophe apenas sabe leer! Las únicas palabras que entiende son «Gucci» y «Prada».
Salí del salón sin decir nada y fui a prepararme un baño. ¿Por qué no le había dicho que se fuera al infierno? ¿Por qué le aguantaba esas cosas una y otra vez? Porque estás loca por él, ¿verdad? Estás loca por él desde que le conociste, a pesar de que es un dictador, un grosero y un egoísta. Es listo, es guapo, puede ser divertido y además es un amante excelente, ¿verdad? Recuerdos de noches sensuales que nunca acababan, de besos y caricias, de sábanas arrugadas, de su hermoso cuerpo, de su boca cálida y su sonrisa traviesa. Bertrand: tan encantador, tan irresistible, tan difícil. Por eso le consientes su actitud. ¿A que sí? Pero ¿hasta cuándo vas a aguantar? Recordé una conversación reciente con Isabelle. Julia, ¿no estarás aguantándole todo eso a Bertrand porque te da miedo perderlo? Estábamos sentadas en un pequeño café junto a la Salle Pleyel, mientras nuestras hijas hacían ballet. Isabelle había encendido su enésimo cigarrillo y me miró directa a los ojos. «No -le dije-. Le quiero. Le quiero de verdad. Me encanta cómo es». Ella silbó, impresionada, aunque irónica. «Vaya, qué suerte tiene -respondió-, pero, por el amor de Dios, cuando se pase contigo, díselo. Tú sólo díselo».
Mientras me bañaba recordé la primera vez que vi a Bertrand. Fue en una pintoresca discoteca de Courchevel a la que había acudido con un grupo de amigos ruidosos y un tanto achispados. Yo estaba con el que era mi novio entonces, Henry, a quien había conocido un par de meses atrás en el canal de televisión donde trabajaba. Teníamos una relación informal y sin complicaciones. Ninguno de los dos estaba demasiado enamorado del otro. Éramos dos colegas americanos que lo pasaban en grande en Francia.
Bertrand me pidió que bailara con él, sin que pareciera importarle el hecho de que estuviera con otro hombre. Yo me negué, ofendida. Fue muy insistente: «Sólo un baile, señorita. Sólo uno. Pero será un baile maravilloso, se lo prometo». Me quedé mirando a Henry, y Henry se encogió de hombros. «Adelante», me dijo guiñándome un ojo. Así que me levanté y bailé con aquel francés tan audaz.