A los veintisiete, yo era una mujer despampanante. Y sí, había sido miss Nahant a los diecisiete. Aún guardaba en alguna parte la diadema de diamantes de imitación. A Zoë le gustaba jugar con ella cuando era pequeña. Mi aspecto nunca se me había subido a la cabeza, pero me había dado cuenta que desde que vivía en París llamaba mucho más la atención que al otro lado del Atlántico. También descubrí que los franceses eran mucho más atrevidos, más abiertos a la hora de ligar. Y también comprendí que, a pesar de no tener nada de parisina sofisticada (era demasiado alta, demasiado rubia y tenía demasiados dientes), mi atractivo de Nueva Inglaterra me hacía ser la chica de moda. Durante mis primeros meses en París, me asombraba el modo en que los franceses (y las francesas) se quedan mirando unos a otros, evaluándose constantemente. Analizan la figura, la ropa, los complementos. Recuerdo que, durante mi primera primavera en París, iba un día por el bulevar Saint Michel con Susannah, de Oregón, y Jan, de Virginia. Ni siquiera íbamos vestidas para salir: llevábamos vaqueros, camisetas y sandalias de dedo, pero las tres éramos altas, atléticas y rubias, con aspecto inconfundible de americanas. Los hombres se nos acercaban constantemente. Bonjour Mesdemoiselles, vous êtes Américaines, Mesdemoiselles? Hombres jóvenes, maduros, estudiantes, empresarios, hombres que nos pedían el número de teléfono, nos invitaban a cenar, a tomar una copa, suplicantes, divertidos, algunos encantadores, otros bastante menos. Esto no nos ocurría en nuestro país, pues los americanos no van detrás de las chicas por la calle para declararse. A Jan, Susannah y a mí nos daba la risa tonta: nos sentíamos halagadas y abrumadas al mismo tiempo.
Bertrand dice que se enamoró de mí durante aquel primer baile en la discoteca de Courchevel. Justo allí y entonces, pero yo creo que no fue así, sino que debió pasarle un poco más tarde. Quizás a la mañana siguiente, cuando me llevó a esquiar. «Merde alors, las chicas francesas no esquían así», dijo entre jadeos y mirándome con patente admiración. «¿Así, cómo?», le pregunté. «Ni la mitad de rápido que tú», contestó riéndose, y a continuación me besó apasionadamente. Sin embargo, yo había caído en el acto, hasta tal punto que cuando me largué de la discoteca del brazo de Bertrand ni siquiera le dirigí al pobre Henry una mirada de despedida.
Bertrand empezó a hablar de matrimonio enseguida. Nunca se me habría ocurrido tan pronto; yo estaba satisfecha con ser su novia una temporada. Pero él insistió, y fue tan encantador y tan apasionado que al final accedí a casarme con él. Creo que pensaba que yo iba a ser la esposa y madre perfecta. Era inteligente, culta, tenía un alto nivel de estudios (Summa Cum Laude por la Universidad de Boston), y era muy educada («para ser americana»; casi le leía el pensamiento). Además estaba sana y era fuerte. No fumaba, no tomaba drogas, apenas bebía y creía en Dios. Y así, de vuelta en París conocí a la familia Tézac. Qué nerviosa estaba el primer día. Recuerdo el impecable apartamento clásico en la calle de l'Université. Los ojos de Edouard, azules y fríos, y su sonrisa mordaz. Colette, con su cuidado maquillaje y su ropa perfecta, que intentaba ser amable sirviéndome el café y el azúcar con aquellos dedos elegantes y, por supuesto, con manicura. Y las dos hermanas, claro. Una era rubia y pálida y de líneas angulosas: Laure. La otra rolliza, de pelo castaño y mejillas rubicundas: Cécile. También estaba Thierry, el novio de Laure, que apenas me dirigió la palabra. Las dos hermanas me miraban con aparente interés, perplejas por el hecho de que el Casanova de su hermano hubiese elegido a una americana tan poco sofisticada cuando tenía le tout-Paris rendido a sus pies.
Sabía que Bertrand, al igual que su familia, esperaba que yo tuviera enseguida tres o cuatro niños. Pero inmediatamente después de la boda surgieron problemas, complicaciones interminables que no habíamos esperado. Tuve una serie de abortos precoces que me dejaron destrozada.
Conseguí tener a Zoë tras seis años muy difíciles. Durante mucho tiempo, Bertrand esperó un segundo hijo. Y yo también, pero el caso es que nunca volvimos a hablar de ello.
Y entonces apareció Amélie.
Pero lo cierto es que esta noche no quería pensar en Amélie. Ya le había dado demasiadas vueltas a eso en el pasado.
El agua de la bañera se estaba enfriando, así que salí, tiritando. Bertrand seguía viendo la tele. Normalmente, yo volvía a su lado, y él me abría los brazos, me besaba y me mimaba, y yo le decía que había sido muy grosero, pero se lo decía con voz de niña pequeña y haciendo pucheros. Y después nos besábamos, él me llevaba al dormitorio y me hacía el amor.
Pero aquella noche no volví a él, sino que me metí en la cama a leer algo más sobre los niños del Vel' d'Hiv'.
Y lo último que vi antes de apagar la luz fue el rostro de Guillaume mientras nos hablaba de su abuela.
Cuánto tiempo llevaban allí? La chica ya no lo recordaba. Se sentía insensible, entumecida. Los días se confundían con las noches. En un momento dado se mareó, vomitó bilis y gimió de dolor. Sintió la mano de su padre, reconfortante. Lo único en lo que pensaba era en su hermano. No se lo podía sacar de la cabeza. Tomaba la llave del bolsillo y la besaba con fervor, como si estuviera besando sus rollizas mejillas o sus ricitos.
En los últimos días habían muerto unas cuantas personas, y la muchacha había sido testigo de todo. Vio hombres y mujeres a los que aquel calor sofocante y hediondo volvía locos, y a los que reducían a golpes y ataban a la fuerza en camillas. Vio infartos, suicidios, fiebres galopantes, y contempló cómo se llevaban los cuerpos. Nunca había presenciado semejante horror. Su madre se había convertido en un animalillo dócil que apenas hablaba, sólo lloraba en silencio y rezaba.
Una mañana los altavoces empezaron a ladrar órdenes secas. Tenían que recoger sus pertenencias y reunirse cerca de la entrada, en silencio. La muchacha se levantó mareada, a punto de desfallecer. Tenía las piernas tan débiles que apenas la sostenían, pero aun así ayudó a su padre a tirar de su madre para que se levantara. Recogieron sus bolsas. La multitud se encaminó hacia la puerta lentamente, arrastrando los pies. Ella advirtió que todos se movían despacio, con fatiga. Incluso los niños caminaban con dificultad, como ancianos, encorvados y con la cabeza gacha. Se preguntó adónde irían. Pensó en preguntárselo a su padre, pero su rostro macilento e inexpresivo le hizo pensar que no conseguiría respuesta alguna. ¿Se iban a casa de una vez? ¿Había llegado el fin? ¿Podía volver a casa a liberar a su hermano?
Caminaron por la estrecha calle, mientras los policías los guiaban con sus órdenes. La chica vio a gente desconocida que los observaba desde las ventanas, desde los balcones, desde las puertas, desde las aceras. La mayoría mostraba un gesto vacío, impasible. Sólo miraban, sin decir una sola palabra. No les importa, pensó la joven. Les da igual lo que nos vayan a hacer o adónde nos lleven. Un hombre los señaló con el dedo, riéndose. Llevaba a un niño agarrado de la mano, que también se reía. ¿Por qué?, se preguntaba, ¿por qué? ¿Resultamos graciosos con estos harapos apestosos? ¿De eso se ríen? ¿Qué es tan divertido? ¿Cómo pueden reírse, cómo pueden ser tan crueles? Le dieron ganas de insultarles y escupirles.
Una mujer de mediana edad cruzó la calle a toda prisa y le puso algo en la mano. Era un panecillo tierno. La policía la ahuyentó a gritos, tan rápido que la joven apenas tuvo tiempo de ver cómo volvía al otro lado de la calle.