La mujer le había dicho: «Pobre criatura. Que Dios se apiade de ti». ¿Qué hacía Dios?, pensó la muchacha con desánimo. ¿Acaso los había abandonado, o los estaba castigando por algo que ella ignoraba? Sus padres no eran muy devotos, aunque sabía que creían en Dios. No la habían criado según la religión tradicional, al contrario que a Armelle, cuyos padres respetaban todos los ritos. La chica se preguntaba si aquello no sería un castigo divino por no practicar su religión como era debido.
Le ofreció el pan a su padre, pero él le dijo que se lo comiera ella. Lo devoró tan deprisa que casi se atragantó.
Los mismos autobuses urbanos que los habían traído los llevaron a una estación de tren cercana al río. La chica no sabía qué estación era, pues nunca había estado allí. Apenas había salido de París en sus diez años de vida. Cuando vio el tren la invadió el pánico. No, no podía irse, tenía que quedarse por su hermano, le había prometido que volvería a rescatarlo. Tiró de la manga a su padre y le susurró el nombre de su hermano. Su padre se quedó mirándola.
– No podemos hacer nada -admitió impotente, definitivo-. Nada.
Pensó en aquel chico astuto que había escapado, el que había conseguido huir, y la ira se apoderó de ella. ¿Por qué su padre se mostraba tan débil, tan cobarde? ¿Es que no le importaba su hijo pequeño? ¿Le daba igual lo que le pudiera pasar? ¿Por qué no tenía el coraje de huir? ¿Cómo podía estar allí, dejando que lo metieran en un tren igual que una oveja? ¿Cómo podía quedarse allí en vez de salir corriendo hacia el apartamento, hacia su hijo y hacia la libertad? ¿Por qué no le quitaba la llave y echaba a correr?
Su padre la miró, y la muchacha supo que le había leído el pensamiento. Él le dijo en tono muy calmado que corrían un gran peligro. Ignoraba adónde los llevaban y qué iba a sucederles. Pero sí sabía que, si intentaba escapar, le matarían. Le dispararían en el acto, delante de ella y de su madre. Y si eso ocurría, sería el fin: la chica y su madre se quedarían solas. Tenía que quedarse con ellas para protegerlas.
La chica escuchaba. Su padre nunca había utilizado aquel tono de voz con ella. Era el mismo tono que había captado en aquellas inquietantes conversaciones secretas. La joven trató de comprender e intentó que la angustia que sentía no se reflejara en su cara. Pero su hermano… Era ella quien le había dicho que se quedara en el armario. Toda la culpa era suya. El niño podría haber estado ahora con ellos, agarrado de su mano, de no haber sido por su error.
Empezó a llorar, con unas lágrimas ardientes que le quemaban los ojos y las mejillas.
– ¡No lo sabía! -sollozó-. Papá, no lo sabía. Creía que íbamos a volver y pensé que allí estaría a salvo.
Después miró a su padre, y le brotó una voz llena de furia y dolor mientras le golpeaba con sus pequeños puños en el pecho.
– Nunca me lo dijiste, papá. Nunca me lo explicaste, nunca me contaste cuál era el peligro, ¡nunca! ¿Por qué? Pensaste que era demasiado pequeña para entenderlo, ¿verdad? ¿Querías protegerme? ¿Era eso lo que intentabas?
Al ver el gesto de su padre, no pudo seguir mirándolo. Había en él tanta desesperación, tanta tristeza… Después, las lágrimas borraron la imagen de su rostro. La chiquilla lloró escondiendo la cara entre las manos, sola. Su padre no la tocó. En esos instantes terroríficos y solitarios, la chica comprendió. Había dejado de ser una niña feliz de diez años; era alguien mucho mayor. Nada volvería a ser como antes ni para ella ni para su familia. Ni para su hermano.
La chica explotó, una última vez, y tiró a su padre del brazo con una violencia desconocida hasta ese momento.
– ¡Va a morir! ¡Se morirá!
– Todos estamos en peligro -respondió el padre-. Tú y yo, tu madre, tu hermano, Eva y sus hijos, y toda esta gente. Todos los que nos encontramos aquí. Pero yo estoy aquí contigo, y también estamos con tu hermano. Lo tenemos en nuestras plegarias y en nuestros corazones.
Antes de que la joven pudiese responder, los empujaron al interior del tren, un tren que no tenía asientos, sólo vagones desnudos. Era un transporte de ganado cubierto, que olía a excrementos rancios. Ella se asomó a la estación gris y polvorienta desde las puertas.
En un andén cercano, una familia esperaba otro tren. Padre, madre y dos hijos. La madre era guapa; llevaba el pelo recogido en un moño muy elegante. Seguramente se marchaban de vacaciones. Había una niña que tenía su misma edad. Llevaba un bonito vestido color lila, tenía el pelo lavado y sus zapatos relucían.
Las dos niñas se quedaron mirándose la una a la otra. También la miró la madre, bella y bien peinada. La muchacha del tren sabía que tenía la cara negra de churretes y el pelo grasiento, pero en vez de agachar la cabeza, avergonzada, se mantuvo firme, con la cabeza bien alta, y se enjugó las lágrimas.
Cuando cerraron las puertas, y el tren arrancó con una sacudida y sus ruedas rechinaron sobre la vía, la chica se asomó por una pequeña ranura en el metal. No dejó de mirar en ningún momento a la niña, y se quedó mirándola hasta que la pequeña figura del vestido lila desapareció por completo.
Nunca le profesé demasiado cariño al distrito XV.
Quizá fuera por la monstruosa oleada de edificios altos y modernos que desfiguraban las orillas del Sena, justo al lado de la Torre Eiffel, y a los que nunca logré acostumbrarme, a pesar de que los habían construido a principios de los setenta, mucho antes de mi llegada a París, pero cuando llegué con Bamber a la calle Nélaton, donde en tiempos estuvo el Vélodrome d'Hiver, pensé que aquella zona de París me gustaba aún menos.
– Qué calle tan fea -murmuró Bamber, y después tomó un par de fotografías.
La calle Nélaton era oscura y silenciosa. Saltaba a la vista que allí no daba mucho el sol. A un lado se levantaban edificios burgueses de piedra construidos a finales del siglo XIX; al otro, en el antiguo emplazamiento del Vélodrome d'Hiver, había una construcción pardusca, típica de principios de los sesenta, tan espantosa por su color como por sus proporciones. Sobre las puertas giratorias de cristal, un cartel rezaba: «Ministère de l'Intérieur».
– Un sitio curioso para construir un edificio oficial -señaló Bamber-, ¿no te parece?
Bamber sólo había logrado encontrar un par de fotografías del Vel' d'Hiv'. Yo sostenía una de ellas en la mano. Sobre una fachada pálida se leía, escrito en grandes letras negras: «Vel' d'Hiv'». Había una puerta enorme, y se veía un montón de autobuses aparcados junto a la acera y también las cabezas de la gente. Probablemente habían hecho la foto desde una ventana, al otro lado de la calle, la mañana de la redada.
Buscamos alguna placa, algo que mencionara lo que había ocurrido allí, pero no encontramos nada.
– No puedo creer que no haya nada -dije.
Al final lo encontramos en el bulevar de Grenelle, a la vuelta de la esquina: una placa diminuta, más bien humilde, que rezaba: