Siguiendo los pasos de sus padres, atravesó una alambrada de púas. A cada lado de la puerta había apostados guardias armados que vigilaban con mirada severa. Y entonces vio las hileras de oscuros barracones, y el aspecto siniestro del lugar hizo que se le cayera el alma a los pies. Se acurrucó contra su madre mientras los policías empezaban a ladrar órdenes. Las mujeres y los niños debían dirigirse a los cobertizos de la derecha, y los hombres a los de la izquierda. Impotente y agarrada a su madre, la chica vio cómo empujaban a su padre junto con un grupo de hombres. Le daba miedo no tenerlo a su lado, pero no podía hacer nada: las armas la tenían petrificada. Su madre no se movía; tenía los ojos apagados, muertos, y una palidez enfermiza en el rostro.
La muchacha cogió la mano de su madre mientras las empujaban hacia los barracones. En el interior, sórdido y desnudo, sólo había tablas, paja, suciedad y pestilencia. Las letrinas, que estaban en el exterior, eran simples tablones sobre agujeros. Les ordenaron que se sentaran allí, en grupos, y que orinaran y defecaran delante de todo el mundo, como los animales. A la joven se le revolvió y el estómago y pensó que no podía ir ni hacer eso. Al ver cómo su madre se sentaba a horcajadas en uno de los agujeros, agachó la cabeza, avergonzada. Pero al final, acobardada, hizo lo que se le ordenaba, con la esperanza de que nadie la estuviese mirando.
Por encima de la alambrada se divisaba el pueblo: la aguja negra de una iglesia, un depósito de agua, tejados, chimeneas, árboles. Pensó que allí, en aquellas casas cercanas, la gente tenía camas, sábanas, mantas, comida y agua. Estaban limpios, llevaban ropa limpia y nadie les gritaba ni les trataba como si fueran ganado. Y se encontraban allí, al alcance de la mano, al otro lado de la alambrada, en aquel pueblo tan pulcro cuya campana se oía repicar.
Pensó que seguramente allí había niños que estaban de vacaciones, que iban de excursión al campo y que jugaban al escondite. Niños felices, a pesar de la guerra, el racionamiento, y quizá la ausencia de sus padres, que a lo mejor luchaban lejos de allí. Eran niños felices, amados y protegidos. No alcanzaba a imaginar por qué existía tanta diferencia entre aquellos niños y ella, ni entendía el motivo por el que a ella y a la gente que la rodeaba la trataban de aquella forma. ¿Quién lo había decidido, y con qué propósito?
Les dieron una sopa tibia de col, aguada y turbia, y nada más. Después, la chica vio varias filas de mujeres desnudas a las que obligaban a lavarse el cuerpo bajo un hilo de agua en unas palanganas de hierro oxidadas. Las encontró feas, grotescas. Le repugnaban las que tenían el cuerpo fofo, las flacas, las viejas, las jóvenes. No quería mirarlas: odiaba verse obligada a contemplar su desnudez.
Se acurrucó buscando el calor de su madre e intentó no pensar en su hermano. Le picaban la piel y el cuero cabelludo. Quería darse un baño, acostarse en su cama y ver a su hermano. Quería cenar. Se preguntó si aún podría haber algo peor que todo lo que le había pasado en los últimos días. Se acordó de sus amigas, las otras niñas del colegio que también llevaban estrellas: Dominique, Sophie, Agnès. ¿Qué habría sido de ellas? ¿Habría logrado escapar alguna, y tal vez estaría ahora a salvo, oculta en algún lugar? ¿Estaría Armelle escondida con su familia? ¿Volvería a verla a ella o a sus demás amigas alguna vez? ¿Regresaría al colegio en septiembre?
Aquella noche no pudo dormir. Necesitaba el contacto reconfortante de su padre. Le dolía el estómago y sentía retortijones. Sabía que de noche no se les permitía salir de los barracones. Rechinó los dientes y se apretó la tripa con las manos, pero el dolor fue a más. Se levantó despacio, pasó de puntillas por entre las filas de mujeres y niños que dormían y se dirigió hacia las letrinas del exterior.
Unos focos barrieron el campo mientras se acuclillaba sobre los tablones. Aguzando la vista distinguió unos gusanos gordos y blancuzcos que se retorcían sobre la oscura masa de excrementos. Temía que algún policía pudiera verle el trasero desde las torres de vigilancia, así que se tapó como pudo con la falda. Después volvió rápidamente al barracón.
Dentro, el aire estaba cargado y olía mal. Algunos niños lloriqueaban en sueños, y se oía el sollozo de una mujer. Se volvió hacia su madre y se quedó mirando su rostro, pálido y demacrado.
La mujer cariñosa y feliz había desaparecido. Ya no era la madre que la cogía en brazos y le susurraba palabras tiernas en yiddish, ni la mujer de lustrosos rizos de miel y figura voluptuosa a la que todos los vecinos y los tenderos saludaban por su nombre de pila. Nada quedaba de aquella persona que emanaba un aroma maternal, cálido y reconfortante a jabón, ropa limpia y platos apetitosos; la mujer de la risa contagiosa; la que decía que saldrían adelante a pesar de la guerra, porque eran una familia honrada y fuerte que se quería.
Aquella mujer había desaparecido poco apoco. Se había encogido, había empalidecido y ya nunca soltaba una carcajada, ni siquiera sonreía. Su olor era rancio y amargo, su cabello se había vuelto seco y quebradizo y tenía mechones grises.
La muchacha pensó que su madre ya estaba muerta.
La anciana nos miró a Bamber y a mí con ojos legañosos y blanquecinos. Pensé que debía de andar cerca de los cien. Tenía una sonrisa desdentada, como la de un bebé. Comparada con ella, Mamé era una quinceañera. Vivía encima de la tienda de su hijo, el vendedor de periódicos de la calle Nélaton, en un diminuto apartamento abarrotado de muebles polvorientos, alfombras apolilladas y plantas mustias. La señora estaba sentada junto a la ventana, en un sillón hundido. Nos observó mientras entrábamos y nos presentábamos. Parecía contenta de recibir una visita inesperada.
– Así que son periodistas americanos -dijo con voz temblorosa, mientras nos estudiaba con la vista.
– Ella es americana y yo británico -corrigió Bamber.
– Periodistas. ¿Y están interesados en el Vel' d'Hiv'? -preguntó.
Saqué mi bolígrafo y mi libreta y me los puse sobre la rodilla.
– ¿Recuerda algo sobre la redada, madame? -le pregunté-. ¿Puede contarnos algo, aunque sea un mínimo detalle?
La vieja soltó una carcajada seca.
– ¿Cree que no lo recuerdo, jovencita? ¿Acaso cree que se me ha olvidado?
– Bueno -repuse-, al fin y al cabo ha pasado mucho tiempo.
– ¿Cuántos años tiene? -me espetó de pronto.
Sentí que mis mejillas enrojecían. Bamber sonrió a escondidas detrás de la cámara.
– Cuarenta y cinco -respondí.
– Yo voy a cumplir noventa y cinco -dijo, luciendo sus deterioradas encías con orgullo-. El 16 de julio de 1942 yo tenía treinta y cinco, diez años menos que usted. Y me acuerdo. Me acuerdo de todo.
Hizo una pausa. Volvió los ojos opacos hacia fuera, hacia la calle.
– Recuerdo que me desperté muy temprano al oír autobuses que pasaban justo debajo de mi ventana. Me asomé y los vi llegar, más y más autobuses. Eran los mismos autobuses urbanos que a los que me subía todos los días, verdes y blancos. Había muchos, y me pregunté qué diantre hacían allí. Entonces vi que salía gente de ellos. Sobre todo niños, muchos niños. Es difícil olvidarse de los críos…
Garabateé algo mientras Bamber disparaba su cámara con suavidad.
– Después me vestí y bajé con mis niños, que entonces eran pequeños. Tenían curiosidad por saber qué pasaba. Nuestros vecinos también bajaron, y el concierge. Entonces vimos las estrellas amarillas y comprendimos. Estaban arrestando a los judíos.