– ¿Tenían idea de qué iba a ocurrirle a toda esa gente? -le pregunté.
Se encogió de hombros.
– No -respondió-. No teníamos ni idea. ¿Cómo íbamos a saberlo? Nos enteramos después de la guerra. Creíamos que los habían mandado a trabajar a alguna parte. No se nos ocurrió que les fuera a pasar nada malo. Recuerdo que alguien comentó: «Se trata de la policía francesa, así que nadie va a hacerles daño». De modo que no nos preocupamos. Y al día siguiente, aunque esto había ocurrido en pleno centro de París, no se informó de nada en los periódicos ni en la radio. Nadie parecía preocupado, por lo que nosotros tampoco nos inquietamos. Hasta que vi a los niños.
Hizo otra pausa.
– ¿Los niños? -repetí.
– Unos días después, se llevaron a los judíos en autobús -prosiguió-. Yo estaba en la acera, y vi a aquellas familias salir del velódromo, y a todos aquellos niños sucios que no dejaban de llorar. Estaban llenos de roña y muy asustados. El espectáculo me horrorizó, y me di cuenta de que en el velódromo no les habían dado apenas de comer ni de beber. Me sentí impotente y furiosa, e intenté tirarles pan y fruta, pero la policía no me dejó.
Volvió a hacer una pausa, esta vez más larga. De pronto parecía cansada, exhausta. Bamber apartó la cámara en silencio. Esperó. No nos movimos. Me pregunté si iba a volver a hablar.
– Después de todos estos años -dijo por fin en tono apagado, casi en susurros-, ¿saben?, aún sigo viendo a los niños. Veo cómo los suben a los autobuses y se los llevan de aquí. Entonces no tenía ni idea de adónde iban, pero tuve una corazonada, un horrible presentimiento. A la mayoría de la gente que había alrededor le daba igual, y le parecía normal. Sí, para ellos era muy normal que se llevaran a los judíos.
– ¿Por qué razón cree que pensaban así? -pregunté.
Volvió a reírse con aquella risa cascada.
– ¡Pues porque a los franceses llevaban años enseñándonos que los judíos eran enemigos de nuestro país! En el 41, o el 42, hubo una exposición en el palacio de Berlitz, si no recuerdo mal, en el bulevar des Italiens, que se llamaba «El judío y Francia». Los alemanes se aseguraron de que durara meses. Fue un gran éxito entre los parisinos, ¿y saben en qué consistía? En una escandalosa exhibición de antisemitismo.
Se alisó la falda con sus dedos arrugados.
– Me acuerdo de los policías. Nuestros buenos policías parisinos, nuestros honrados gendarmes. Fueron ellos los que subieron a los niños a los autobuses entre gritos y empujones y utilizando los batons *.
Agachó la barbilla sobre el pecho y murmuró algo que no capté, pero que sonaba como: «Debería darnos vergüenza no haberlo impedido».
– Pero usted no lo sabía -le respondí con suavidad, conmovida al ver sus ojos empañados de lágrimas-. ¿Qué podría haber hecho?
– Nadie se acuerda de los niños del Vel' d'Hiv'. A nadie le importan.
– Puede que este año sí que importen -repuse-. A lo mejor este año todo cambia.
La anciana frunció los labios, ya arrugados de por sí.
– No. Ya lo verá: nada ha cambiado. Nadie se acuerda. ¿Por qué iban a hacerlo? Aquéllos fueron los días más oscuros de la historia de nuestro país.
La chica se preguntó dónde estaba su padre. En algún lugar del mismo campo, en uno de los barracones, seguro, pero sólo lo vio una o dos veces. Había perdido la noción del tiempo. Lo único que la atormentaba era el recuerdo de su hermano. Se despertaba por las noches temblando, pensando en él, metido en aquel armario. Asía la llave y la miraba con pena y horror. Tal vez ya había muerto de sed, o de hambre. Intentó contar los días transcurridos desde el jueves negro en que aquellos hombres fueron a arrestarlos. ¿Una semana, diez días? Lo ignoraba. Se sentía perdida, confusa. Todo había sido un ciclón devastador de terror, hambre y muerte. En el campo de concentración habían muerto más niños, y se habían llevado sus pequeños cadáveres entre lágrimas y lamentos.
Una mañana advirtió que un grupo de mujeres hablaban con nerviosismo. Se las veía preocupadas y alteradas, y le preguntó a su madre qué pasaba, pero ella le contestó que no lo sabía. Decidida a enterarse, la joven se lo preguntó a una mujer que tenía un niño de la edad de su hermano y que había dormido al lado de ellas los últimos días. La mujer, con la cara enrojecida, como si tuviera fiebre, le contó que por el campo corría el rumor de que iban a enviar a los padres y las madres al Este, a trabajar. Debían preparar la llegada de los niños, que irían más tarde, un par de días después. La muchacha escuchó horrorizada y le repitió la conversación a su madre. Ésta abrió los ojos de golpe y se negó con vehemencia, meneando la cabeza. No, eso no iba a pasar. No podían hacer eso, no podían separar a los padres de los hijos.
En aquella vida anterior, protegida y tranquila, ahora tan lejana, ella habría creído a su madre, pues siempre confiaba en lo que le decía, pero en aquel mundo nuevo y cruel se dio cuenta de que había crecido. Se sentía mayor que su progenitora, y sabía que las otras mujeres decían la verdad y que los rumores eran ciertos. Pero ¿cómo explicárselo a su madre, que parecía haber retrocedido a la infancia?
No se asustó cuando aquellos hombres entraron en los barracones. Era como si se hubiese endurecido y hubiera levantado un grueso muro a su alrededor. Les ordenaron salir y desfilar en pequeños grupos hasta otro barracón. Cogió la mano de su madre y la apretó con fuerza, para animarla a que fuese fuerte y valiente. Aguardaron juntas con paciencia en la fila mientras miraba a su alrededor por si encontraba a su padre, pero no se le veía por ninguna parte.
Cuando les llegó el turno de entrar en el cobertizo, la joven vio a un par de policías sentados a una mesa. Junto a ellos había un par de mujeres vestidas con ropa civil. Eran de la aldea cercana, y observaban a la gente alineada con gesto frío y severo. Las mujeres ordenaron a la anciana que formaba al frente de la fila que entregara su dinero y sus joyas, y la muchacha vio cómo la señora se quitaba con torpeza el anillo de bodas y el reloj. A su lado había una niña de unos seis o siete años que temblaba de miedo. Un policía señaló con el dedo los pequeños aros de oro que la niña llevaba en las orejas. Estaba demasiado asustada para quitárselos sola, así que la abuela se agachó para desabrochárselos. El policía dio un suspiro de exasperación. Esto iba demasiado lento, y a este paso les iba a llevar toda la noche.
Una de las aldeanas se inclinó sobre la niña y con un movimiento brusco tiró de los pendientes y le desgarró los lóbulos. La niña empezó a chillar, llevándose las manos al cuello ensangrentado. La anciana gritó también, y un policía le pegó en la cara. Las sacaron de allí a empellones. Un murmullo de pánico recorrió la fila, pero los gendarmes enseñaron las armas, y se hizo el silencio.
Ellas no tenían nada que entregar, salvo la pulsera de boda de la madre. Una aldeana de mejillas rubicundas le rasgó el vestido desde el cuello hasta el ombligo, enseñando su piel pálida y su ropa interior descolorida. Le palpó los pliegues del vestido, la ropa interior, los orificios del cuerpo. La madre dio un respingo, pero no dijo nada. La chica lo observaba todo, cada vez más asustada. Le asqueaba el modo en que los hombres miraban el cuerpo de su madre y la aldeana la sobaba como si fuera un trozo de carne. Se preguntaba si le iban a hacer lo mismo a ella, y si le desgarrarían también la ropa. Tal vez le robaran la llave. La apretó en el bolsillo con todas sus fuerzas: no, no podían quitársela, no iba a permitirlo. No iba a consentir que se llevaran la llave del armario secreto. Jamás.