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Pero a los policías no les interesaba lo que llevaba en los bolsillos. Antes de que ella y su madre se apartaran a un lado, la chica echó un último vistazo a los objetos que se apilaban en la mesa, en un montón cada vez más alto: collares, brazaletes, broches, anillos, relojes, dinero. Se preguntó qué iban a hacer con todas aquellas cosas. ¿Venderlas, usarlas? ¿Para qué las necesitaban?

Una vez fuera, les hicieron volver a formar en fila. Era un día caluroso y el aire estaba lleno de polvo. La muchacha tenía la garganta seca e irritada de sed. Permanecieron así largo rato, bajo la silenciosa mirada de un policía. ¿Qué pasaba? ¿Dónde estaba su padre? ¿Qué pintaban ellas allí? No hacía más que oír murmullos a su espalda. Nadie sabía nada, nadie tenía respuestas. Pero ella ya lo presentía, y cuando ocurrió ya se lo esperaba.

Los policías se abalanzaron sobre ellas como una bandada de enormes grajos. Arrastraron a las mujeres a un lado del campo y a los niños al otro. Hasta las criaturas más pequeñas fueron arrancadas de los brazos de sus madres. La joven lo contemplaba todo como si estuviera en otro mundo. Oyó los gritos, los llantos; vio a las mujeres arrojándose al suelo, aferrando a sus hijos por el pelo y por la ropa. Los gendarmes empuñaron las porras y golpearon a las mujeres en la cabeza y en la cara. Una mujer se desplomó en el suelo con la nariz rota, chorreando sangre.

Su madre estaba a su lado, paralizada. Podía oír su respiración entrecortada, jadeante. La chica se aferró a la mano fría de su madre, y después sintió cómo los policías las separaban a la fuerza. Oyó a su madre chillar, y después la vio abalanzarse hacia ella con el vestido abierto, el pelo revuelto y la boca contorsionada, mientras gritaba el nombre de su hija. La chica intentó agarrarse a sus manos, pero los hombres la empujaron con tal violencia que cayó de rodillas. Su madre luchó como una posesa e incluso llegó a dominar a los policías durante un par de segundos. En ese preciso instante la joven vio emerger a su auténtica madre, la mujer fuerte y pasional a la que admiraba y echaba de menos. Sintió su abrazo una vez más y la caricia de su espesa melena en el rostro. Pero de pronto, un chorro de agua fría la cegó. Entre jadeos y resoplidos, abrió los ojos y vio cómo los hombres se llevaban a su madre arrastrándola del cuello del vestido empapado.

Le pareció que aquello había durado horas: niños perdidos que lloraban mientras les arrojaban cubos de agua a la cara, las mujeres que forcejeaban, destrozadas, el impacto sordo de los golpes, pero ella sabía que todo había ocurrido muy rápido.

Silencio. Todo había terminado. Por fin, los niños habían quedado apelotonados a un lado y las mujeres al otro. Entre ellos se interponía una sólida muralla de policías. Éstos seguían repitiendo que las madres y los chicos de más de doce años iban a adelantarse a los demás, y que los más jóvenes saldrían la semana siguiente para reunirse con ellos. Los padres ya se habían marchado, les dijeron. Todo el mundo debía colaborar y obedecer las órdenes.

Vio a su madre junto a las demás mujeres. La madre miró hacia atrás y le dirigió a su hija una sonrisa de ánimo. Parecía decir: «Estaremos bien, tesoro, lo ha dicho la policía. Te reunirás con nosotros dentro de unos días. No te preocupes, cielo».

La chica miró a su alrededor y contempló aquella multitud de niños. ¡Había tantos! Miró a los más pequeños, que apenas sabían andar, y vio sus caritas arrugadas de angustia y de miedo. También vio a la niña de los lóbulos desgarrados, que extendía los brazos hacia su madre. Se preguntó qué iba a pasarles a todos aquellos niños, y a ella misma. ¿Adónde pretendían llevarse a sus padres?

Sacaron a las mujeres por las puertas del campo. Vio a su madre recorrer la larga carretera que atravesaba el pueblo y llevaba a la estación. La madre volvió la cabeza hacia ella una última vez.

Después desapareció.

Hoy tenemos uno de esos días «buenos», madame Tézac -me dijo Véronique con una sonrisa cuando entré en la habitación, blanca y soleada. Formaba parte del personal que cuidaba de Mamé en aquella residencia limpia y alegre del distrito XVII, no muy lejos del Parque Monceau.

– No la llames madame Tézac -dijo la abuela de Bertrand-. Ella lo odia. Llámala «miss Jarmond».

No pude evitar una sonrisa. Véronique agachó las orejas.

– Y, además, madame Tézac soy yo.

La anciana dijo esto con un toque de arrogancia y de desprecio hacia la otra madame Tézac, Colette, su nuera y madre de Bertrand. Qué típico de Mamé, pensé: siempre combativa, incluso a su edad. Su nombre de pila era Marcelle, pero ella lo detestaba. Nadie la llamaba así.

– Lo lamento -repuso Véronique en tono humilde.

Le puse la mano en el brazo.

– No pasa nada, tranquila -le dije-. Nunca uso mi apellido de casada.

– Es una costumbre americana -añadió Mamé-. Miss Jarmond es americana.

– Sí, ya me he dado cuenta -contestó Véronique, de mejor humor.

Me dieron ganas de preguntarle en qué lo había notado. ¿En mi acento, en mi ropa, en mis zapatos?

– ¿Has tenido un buen día entonces, Mamé? -Me senté a su lado y le cogí la mano.

Comparada con la anciana de la calle Nélaton, Mamé tenía un aspecto lozano. Apenas se veían arrugas en su piel y sus ojos grises aún brillaban. Pero la anciana de la calle Nélaton, a pesar de su aspecto decrépito, conservaba la mente lúcida, mientras que Mamé, a los ochenta y cinco, tenía alzheimer. Algunos días ni siquiera recordaba quién era.

Los padres de Bertrand decidieron llevarla a la residencia cuando se dieron cuenta de que ya no podía vivir sola. Por ejemplo, abría un quemador de la cocina y lo dejaba todo el día encendido, o se le salía el agua de la bañera. Más de una vez había cerrado la puerta de su piso con la llave dentro y la habían encontrado paseando en bata por la calle Saintonge. Por supuesto, Mamé había organizado una buena discusión y había dicho que no quería que la llevaran a la residencia, pero después se había adaptado bastante bien, salvo algunos arrebatos ocasionales.

– Hoy tengo un día «bueno» -dijo con una sonrisa burlona cuando salió Véronique.

– Ya veo -contesté-. ¿Qué, aterrorizando a toda la residencia, como siempre?

– Como siempre -respondió. Se volvió hacia mí y sus ojos grises recorrieron mi cara con una mirada afectuosa-. ¿Dónde está el mequetrefe de tu marido? Nunca viene. Y no me digas eso de que «está muy ocupado».

Suspiré.

– Bueno, al menos tú sí has venido -añadió-. Pareces cansada. ¿Va todo bien?

– Muy bien -contesté.

Sabía que parecía cansada, pero no podía hacer mucho al respecto. Irme de vacaciones, tal vez. Pero no las tenía planeadas hasta el verano.

– ¿Y el apartamento?

Había ido a ver cómo iba la obra antes de ir a la residencia. El piso era un enjambre de actividad. Bertrand lo supervisaba todo con su energía habitual, mientras que Antoine parecía agotado.

– Cuando esté terminado, va a quedar precioso -dije.

– Echo de menos vivir ahí -confesó Mamé.

– Estoy segura de eso -respondí.

Ella se encogió de hombros.

– Una se encariña con los lugares. Es lo mismo que pasa con la gente, supongo. Me pregunto si André también lo echa de menos.