André era su difunto marido. Yo no llegué a conocerlo, ya que murió cuando Bertrand era muy joven. Estaba acostumbrada a que Mamé hablara de él en presente. Nunca la corregía ni le recordaba que había muerto hacía años de cáncer de pulmón. A Mamé le encantaba hablar de él. Cuando la conocí, mucho antes de que empezara a perder la memoria, me enseñaba sus álbumes de fotos cada vez que iba a verla a la calle Saintonge. Me sabía la cara de André Tézac de memoria. Sus ojos entre azules y grises eran iguales que los de Edouard, aunque tenía la nariz más redonda y una sonrisa tal vez más cálida.
Mamé me había contado con todo lujo de detalles cómo se conocieron y se enamoraron, y también cómo durante la guerra todo se les puso en contra. Los Tézac eran originarios de Borgoña, pero cuando André heredó de su padre la empresa vinícola de la familia, descubrió que era incapaz de salir adelante con ella. De modo que tuvo que trasladarse a París, y abrió una pequeña tienda de antigüedades en la calle Turenne, cerca de la plaza de los Vosgos. Le llevó un tiempo labrarse una reputación para conseguir que el negocio prosperara. Tras la muerte de su padre, Edouard tomó las riendas y trasladó la tienda a la calle Bac, en el distrito VII, donde se encontraban los anticuarios más prestigiosos de París. Ahora el negocio lo llevaba Cécile, la hermana pequeña de Bertrand, y le iba muy bien.
El médico de Mamé (el lúgubre pero eficiente doctor Roche) me dijo una vez que preguntarle sobre su papado era una terapia excelente. Según él, probablemente tenía una percepción más clara de lo ocurrido treinta años atrás que de lo que había desayunado por la mañana.
Era como un pequeño juego. Durante mis visitas le hacía preguntas, con naturalidad, sin darle demasiada importancia. Ella sabía perfectamente cuál era mi intención, pero fingía ignorarla.
Me había divertido mucho descubrir cómo era Bertrand de niño. Mamé me obsequiaba con detalles de lo más jugoso. Bertrand había sido un adolescente más bien desgarbado, no el tío guay del que había oído hablar. En los estudios, lejos de ser el brillante alumno del que tanto presumían sus padres, era un zángano. A los catorce años tuvo una bronca memorable con su padre por culpa de la hija del vecino, una rubia de bote bastante promiscua que además fumaba marihuana.
Sin embargo, ahondar en la defectuosa memoria de Mamé no siempre resultaba tan divertido. A menudo se abrían lagunas extensas y sombrías, y no lograba recordar nada. Los días «malos» se callaba como una tumba, y se limitaba a ver la televisión apretando la mandíbula de manera que la barbilla le sobresalía como un pico.
Una mañana no consiguió acordarse de quién era Zoë. Todo el rato estuvo preguntando: «¿quién es esta niña? ¿Qué hace aquí?». Zoë se comportó con madurez, como siempre, pero por la noche la oí llorar en la cama. Cuando le pregunté qué le pasaba, me reconoció que no soportaba ver envejecer a su abuela.
– Mamé -le pregunté en ese momento-, ¿cuándo os mudasteis André y tú al apartamento de la calle Saintonge?
Esperaba que arrugase la cara, como un mono anciano y sabio, y empezara con «Oh, no recuerdo nada en absoluto…».
Pero la respuesta fue como un latigazo.
– En julio de 1942.
Me enderecé en el asiento y me quedé mirándola.
– ¿En julio de 1942? -repetí.
– Así es -afirmó ella.
– ¿Cómo encontrasteis el apartamento? Estabais en plena guerra. Debió de ser difícil, ¿no?
– En absoluto -contestó, sin darle importancia-. Se había quedado vacío de repente. Nos enteramos por la concierge, madame Royer, que era amiga de nuestra antigua concierge. Vivíamos en la calle Turenne, encima de la tienda de André, en un piso pequeño con un solo dormitorio. Así que nos mudamos con Edouard, que tenía entonces diez o doce años. Estábamos deseando tener un piso más grande, y recuerdo que el alquiler era bastante barato. En aquellos días, ese quartier * no estaba tan de moda como ahora.
La miré detenidamente y me aclaré la garganta.
– Mamé, ¿recuerdas si fue a principios de mes, o a finales?
Ella sonrió, satisfecha por lo bien que lo estaba haciendo.
– Lo recuerdo perfectamente. Fue a finales de julio.
– ¿Y recuerdas por qué había quedado libre tan de repente?
Otra sonrisa resplandeciente.
– Por supuesto. Había habido una gran redada en la que detuvieron a mucha gente, así que de pronto quedaron desocupados un montón de pisos.
La miré. Sus ojos se clavaron en los míos y se nublaron al ver la expresión de mi cara.
– ¿Pero cómo fue? ¿Cómo os mudasteis?
Empezó a toquetearse las mangas. Le temblaban los labios.
– Madame Royer le dijo a nuestro concierge que en la calle Saintonge había quedado libre un piso de tres dormitorios. Eso fue todo.
Silencio. Dejó de mover las manos y las cruzó sobre el regazo.
– Pero, Mamé -le pregunté en voz baja-, ¿no pensasteis que tal vez esa gente volvería?
Su gesto se había vuelto serio. Había algo tenso, casi doloroso en la forma en que apretaba los labios.
– No sabíamos nada -contestó al fin-. Nada en absoluto.
Agachó la cabeza para mirarse las manos y no añadió nada más.
Aquélla fue una noche espantosa, la peor de todas tanto para los niños como para ella, dijo la muchacha en su fuero interno. Habían despojado los barracones por completo, y no quedaba nada, ni ropa ni mantas. También habían roto los edredones, y las plumas cubrían el suelo como una imitación de nieve.
Había niños que lloraban, niños que gritaban, niños que hipaban aterrorizados. Los más pequeños no entendían nada y seguían llorando por sus madres. Mojaban los pantalones, se revolcaban por el suelo y chillaban desesperados. Los mayores, como ella, permanecían sentados sobre aquel suelo lleno de porquerías, con la cabeza entre las manos.
Nadie les atendía ni se ocupaba de ellos, y sólo traían comida muy de cuando en cuando. Tenían tanta hambre que se dedicaban a masticar hierba seca y trocitos de paja. Nadie los consolaba. La chica se preguntaba si esos gendarmes no tendrían familia, hijos a los que veían al volver a casa. ¿Cómo podían tratar a los niños de esa manera?¿Obedecían instrucciones o se comportaban así por iniciativa propia? ¿Acaso eran frías máquinas en lugar de personas? Pero al mirarlos de cerca parecían de carne y hueso, así que debían de ser humanos. No podía entenderlo.
Al día siguiente, vio que un grupo de gente los observaba desde detrás de la alambrada. Eran mujeres que intentaban pasarles paquetes de comida a través de la valla, pero los gendarmes les ordenaron que se fueran, y ya nadie volvió a ocuparse de los niños.
La muchacha tenía la sensación de haberse convertido en otra persona, en un ser duro, maleducado y violento. A veces, cuando encontraba un mendrugo de pan duro y los mayores intentaban quitárselo, se peleaba con ellos, les decía palabrotas y les pegaba. Se sentía como una criatura salvaje y peligrosa.
Al principio no miraba a los niños más pequeños, porque le recordaban demasiado a su hermano, pero ahora sentía que tenía que ayudarles. Eran tan vulnerables, tan menudos, tan patéticos. Estaban sucios, muchos de ellos tenían diarrea y el excremento se había endurecido en sus ropas. No había nadie que los lavara ni les diera de comer.
Poco a poco se aprendió los nombres y la edad de cada uno, aunque algunos eran tan pequeños que apenas sabían responderle. Los críos estaban tan agradecidos de oír una voz afectuosa y recibir una sonrisa o un beso que la seguían por todo el campo, por docenas, caminando tras ella como gorriones desastrados.