Ella les contaba las mismas historias que a su hermano cuando se iba a acostar. Por la noche, tumbados sobre la paja infestada de piojos, mientras oían el correteo de las ratas, les narraba aquellos cuentos en voz baja, y los hacía aún más largos de lo que eran. Los demás niños también se congregaban a su alrededor, y aunque algunos fingían no prestar atención, ella sabía que la estaban escuchando.
Había una niña de once años llamada Rachel, alta y de pelo negro, que a veces la miraba con cierto desdén. Pero por las noches reptaba por el suelo para acercarse a la chica y escuchaba sus cuentos sin perderse una sola palabra. Y una vez, cuando la mayoría de los pequeños se había dormido por fin, le dirigió la palabra y dijo con una voz grave y ronca:
– Tenemos que irnos. Hay que escapar de aquí.
La chica meneó la cabeza.
– No hay forma de salir. Los policías tienen armas. No podemos escapar.
Rachel encogió sus hombros huesudos.
– Pues yo me voy a escapar.
– ¿Y tu madre? Estará esperándote en el otro campamento, igual que la mía.
Rachel sonrió.
– ¿Tú te tragas todo eso? ¿Te crees lo que nos han dicho?
La chica odió la sonrisa de suficiencia de Rachel.
– No -contestó con firmeza-. No me lo he creído. Yo ya no me creo nada.
– Yo tampoco -dijo Rachel-. He visto lo que han hecho. Ni siquiera han escrito bien los nombres de los niños pequeños. Les han puesto esas etiquetitas, pero cuando los críos se las han vuelto a quitar se han mezclado todas. A ellos les da igual. Nos han mentido a todos: a nosotros y a nuestras madres.
Para sorpresa de la chica, Rachel le cogió la mano y se la apretó con fuerza, como hacía Armelle. Después se puso de pie y desapareció.
A la mañana siguiente, los despertaron muy temprano. Los policías entraron en los barracones y los empujaron con las porras. Los más pequeños, que aún estaban adormilados, empezaron a chillar. Ella intentó calmar a los que se encontraban cerca de ella, pero estaban aterrados. Los condujeron a un cobertizo. La chica, que llevaba de la mano a dos críos que apenas sabían andar, vio en las manos de un policía un instrumento con una forma muy extraña. No sabía qué era. Los pequeños gimieron muertos de miedo y retrocedieron. Los policías les abofetearon y les dieron patadas, y luego los arrastraron hacia donde estaba aquel hombre con el extraño instrumento. La chica observaba, horrorizada. Entonces comprendió. Iban a afeitarles la cabeza. Iban a rapar a todos los niños.
Vio cómo la espesa mata de pelo negro de Rachel caía al suelo. Su cráneo desnudo era blanco y puntiagudo como un huevo. Rachel miró a los policías con odio y desprecio y les escupió en los zapatos. Un gendarme la apartó a un lado de un brutal puñetazo.
Los más pequeños estaban frenéticos, y tenían que sujetarlos entre dos o tres hombres. Cuando le llegó el turno, agachó la cabeza sin resistirse. Sintió la presión fría de la máquina y cerró los ojos, incapaz de soportar la imagen de sus largos mechones dorados cayendo a sus pies. Su pelo, esa preciosa melena que todos admiraban. Se le hizo un nudo en la garganta y estuvo a punto de sollozar, pero se obligó a sí misma a no hacerlo. No llores delante de esos hombres. No llores nunca, jamás. Sólo es pelo. El pelo vuelve a crecer.
Ya casi habían acabado. Volvió a abrir los ojos. El policía que la sujetaba tenía las manos gruesas y rosadas. Ella lo miró mientras el otro hombre terminaba de afeitar los últimos mechones.
Era el amable gendarme pelirrojo de su barrio, que solía charlar con su madre y siempre le guiñaba el ojo cuando iba de camino al colegio. El mismo al que había saludado con la mano el día de la redada, el que miró para otro lado. Pero ahora estaba demasiado cerca para volver la cabeza.
La chica le sostuvo la mirada. Los ojos del gendarme eran de un extraño color amarillo, como el oro. Tenía la cara roja de vergüenza y le pareció notar que temblaba. La muchacha no despegó los labios, se limitó a mirarle con todo el desprecio del que fue capaz.
El policía, petrificado, sólo pudo devolverle la mirada. Ella le sonrió, con una sonrisa demasiado amarga para una niña de diez años, y se quitó sus pesadas manos de encima.
Cuando salí de la residencia, estaba obnubilada. Tenía que volver a la oficina, donde me esperaba Bamber, pero me encontré a mí misma volviendo a la calle Saintonge. Había tantas preguntas rondando mi cabeza que me sentía abrumada. ¿Me había dicho Mamé la verdad, o había mezclado y confundido los datos a causa de su enfermedad? ¿De verdad vivió allí una familia judía? ¿Cómo pudo mudarse a ese piso la familia Tézac sin saber nada, como aseguraba Mamé?
Atravesé el patio despacio. El cuarto de la concierge habría estado aquí, pensé. Unos años antes lo habían transformado en un pequeño apartamento. Una hilera de buzones metálicos bordeaba el vestíbulo; ya no había una portera que entregara el correo todos los días puerta por puerta. Según había dicho Mamé, se llamaba madame Royer. Había leído mucho sobre los concierges y el papel que habían desempeñado en los arrestos. La mayoría había obedecido las órdenes de la policía, pero algunos habían ido más allá revelando los escondrijos de algunas familias judías. Otros habían saqueado los apartamentos desocupados justo después de la redada y se habían apoderado de las pertenencias de los inquilinos. Por lo que había leído, sólo unos cuantos habían protegido a las familias judías en la medida de sus posibilidades. Me pregunté cuál habría sido el papel de madame Royer aquí. Por un momento pensé en mi concierge del bulevar de Montparnasse: tenía mi edad y era portuguesa, y no había conocido la guerra.
Me olvidé del ascensor y subí a pie los cuatro tramos de escalera. Los operarios habían salido a comer y el edificio estaba en silencio. Al abrir la puerta principal, sentí que algo extraño me envolvía, una sensación desconocida de desesperación y vacío. Me dirigí hacia la parte antigua del apartamento, la misma que Bertrand nos había enseñado el otro día. Allí fue donde ocurrió todo, donde llegaron los hombres que aporrearon la puerta aquella mañana de julio, justo antes del amanecer.