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Fue como si todo lo que había leído durante las semanas anteriores, todo lo que había averiguado sobre el Vel' d'Hiv', alcanzara su punto culminante allí, justo en la casa donde iba a vivir. Todos los testimonios que había leído minuciosamente, los libros que había estudiado, los supervivientes y testigos a los que había entrevistado me hicieron ver y comprender con una claridad casi irreal lo que había ocurrido entre las paredes que estaba tocando en aquel preciso instante.

El artículo que había empezado a escribir un par de días antes estaba casi acabado. Se acercaba la fecha límite. Todavía tenía que visitar los campos de Loiret, en las afueras de París, y de Drancy, y había concertado una cita con Franck Lévy, cuya asociación estaba organizando la mayoría de los actos de conmemoración del sexagésimo aniversario de la redada. Pronto mi investigación habría concluido, y me pondría a escribir sobre algún otro asunto.

Pero ahora que sabía lo que había ocurrido allí, tan cerca de mí, y que estaba tan íntimamente relacionado conmigo y con mi vida, tenía la sensación de que debía averiguar más. Mi búsqueda no había terminado. Necesitaba saberlo todo. ¿Qué le sucedió a la familia judía que vivía en aquel piso? ¿Cómo se llamaban? ¿Tenían niños? ¿Alguno de ellos había conseguido regresar de los campos de exterminio, o habían muerto todos?

Caminé por el apartamento vacío. En una habitación, el tabique estaba derribado. Entre los escombros advertí una abertura profunda, disimulada con habilidad tras un panel, que ahora era parcialmente visible. Debía de haber sido un buen escondrijo. Si estas paredes pudieran hablar… Pero no hacía falta que hablaran. Yo sabía lo que había ocurrido allí, podía verlo. Los supervivientes me habían hablado de aquella noche calurosa, los golpes en la puerta, las órdenes tajantes, el viaje en autobús por París. También habían rememorado el sofocante infierno del Vel' d'Hiv'. Pero los que me lo contaron eran los supervivientes, los que habían escapado, los que se arrancaron la estrella y huyeron de allí.

De pronto, me pregunté si sería capaz de sobreponerme a esa información y vivir allí sabiendo que en mi apartamento habían arrestado a una familia entera para después enviarla a una muerte más que probable. ¿Cómo habían podido vivir con eso los Tézac?

Saqué el móvil y llamé a Bertrand. Al ver mi número, susurró: «Reunión». Ése era nuestro código para «Estoy ocupado».

– Es urgente -le dije.

Le oí murmurar algo, y después su voz me llegó con más claridad.

– ¿Qué pasa, amour?-preguntó-. Sé rápida, que tengo a alguien esperando.

Respiré hondo.

– Bertrand -empecé-, ¿sabes cómo consiguieron tus abuelos el apartamento de la calle Saintonge?

– No -contestó-. ¿Por qué?

– Acabo de visitar a Mamé. Me ha dicho que se mudaron en julio del 42. Dijo que el piso se había quedado vacío porque arrestaron a una familia judía durante la redada del Vel' d'Hiv'.

Silencio.

– ¿Y? -preguntó Bertrand, por fin.

Sentí que se me encendía el rostro, y el eco de mi voz resonó en el apartamento vacío.

– ¿Es que te da igual que tu familia se mudara aquí sabiendo que habían arrestado a esos judíos? ¿Nunca te hablaron de ello?

Casi pude oír cómo se encogía de hombros con ese típico estilo francés, curvando hacia abajo las comisuras de la boca y arqueando las cejas.

– No, no me importa. No lo sabía, nunca me lo dijeron, pero aun así me da igual. Estoy seguro de que hay un montón de parisinos que se mudaron a apartamentos que quedaron vacíos en julio del 42, después de la redada. Seguro que eso no convierte a mi familia en colaboracionistas, ¿no crees?

Su risa me hizo daño en los oídos.

– Yo no he dicho eso, Bertrand.

– Te estás involucrando demasiado en esto, Julia -añadió en un tono más amable-. Eso ocurrió hace sesenta años. Recuerda que había una guerra mundial. Fueron tiempos duros para todos.

Suspiré.

– Sólo quiero saber cómo ocurrió. No lo entiendo.

– Es simple, mon ange *. Mis abuelos lo pasaron muy mal durante la guerra. La tienda de antigüedades no iba bien. Seguro que para ellos fue un gran alivio mudarse a un sitio más amplio y mejor. Al fin y al cabo, tenían un hijo y eran jóvenes. Debían de estar tan contentos de tener un techo bajo el que dormir que seguramente ni pensaron en esos judíos.

– Pero, Bertrand -dije-, ¿cómo es posible que no pensaran en aquella familia? ¿Cómo fueron capaces?

Me tiró un beso por el teléfono.

– No lo sabían, supongo. Tengo que dejarte, amour. Te veo esta noche.

Y colgó.

Me quedé un rato en el apartamento, recorriendo el pasillo, deteniéndome en el salón, pasando la palma de la mano por la pulida superficie de mármol de la chimenea. Intentaba comprender y evitar que las emociones me abrumaran.

La chica y Rachel se decidieron: iban a escapar. Tenían que huir de aquel lugar. Era eso, o morir, lo sabía. Si se quedaba allí con los demás sería el fin. Había muchos niños enfermos, y ya habían muerto cinco o seis. Una vez vio a una enfermera como la del velódromo, una mujer con un velo azul. ¡Una sola enfermera para tantos niños hambrientos y enfermos!

La huida era su secreto. No se lo habían contado a ninguno de los otros niños. Nadie debía sospechar nada. Su idea era escapar a plena luz del día. Se habían dado cuenta de que durante la mayor parte de las horas del día los policías apenas les prestaban atención, así que podía hacerse de una forma rápida y sencilla. Por detrás de los barracones, cerca del depósito de agua, en el mismo lugar donde las mujeres del pueblo habían intentado pasarles comida a través de la valla, habían encontrado un hueco entre los rollos de alambre. Aunque era pequeño, tal vez hubiera espacio suficiente para que alguien de su tamaño consiguiera atravesarlo reptando.

Algunos niños habían salido ya del campo, rodeados de policías. Cuando se fueron, la muchacha los contempló, criaturas frágiles y delgadas con el cráneo afeitado y vestidas de harapos, y se preguntó dónde se los llevarían. ¿Lejos de allí, con sus padres? Ella albergaba serias dudas, igual que Rachel. Si pensaban llevarlos a todos al mismo sitio, ¿por qué tenían que separar primero a los padres de los hijos? ¿Por qué tanto dolor, tanto sufrimiento?, pensaba. «Es porque nos odian», le había respondido Rachel con su voz grave y gutural cuando formuló la pregunta en voz alta. «Detestan a los judíos». ¿Por qué tanto aborrecimiento?, se preguntó para sus adentros. Ella no había odiado a nadie en su vida, salvo, quizás, una vez a una profesora que le había impuesto un duro castigo por no saberse la lección. Se preguntó si había llegado a desearle la muerte a aquella mujer, y su respuesta fue «sí». De modo que tal vez era así como funcionaban las cosas: uno aborrece tanto a una persona que al final quiere matarla. A ellos los odiaban porque llevaban una estrella amarilla. Aquel pensamiento le daba escalofríos. Era como si todo el mal y el odio del mundo se concentraran allí, a su alrededor, en los rostros endurecidos de los policías, en su indiferencia, en su desdén. Se preguntó si fuera del campo también odiaban a los judíos, y si estaba condenada a llevar aquella vida a partir de entonces.

Recordó que en junio, cuando volvía del colegio, había oído a unas vecinas hablando en voz baja en la escalera. La chica se había parado en las escaleras, aguzando las orejas como un cachorrillo. «¿Y sabes qué pasó? Se abrió la chaqueta y vi que llevaba la estrella. Jamás habría imaginado que fuera judío». La otra mujer había contenido la respiración para después responder: «¡Judío! Qué sorpresa, un caballero tan educado como él…».

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* Ángel mío. [N. del T.]