La chica le había preguntado a su madre por qué a algunos vecinos no les caían bien los judíos. Su madre se encogió de hombros y suspiró, sin levantar la mirada de la ropa que estaba planchando. Como no le respondía, la chica acudió a su padre. ¿Qué tenía de malo ser judío? ¿Por qué había gente que les odiaba? Su padre se rascó la cabeza y la miró con una enigmática sonrisa. «Creen que somos distintos. Por eso nos tienen miedo». ¿Pero por qué eran distintos?, se preguntaba. ¿Qué los hacía diferentes?
Cuando pensaba en su madre, en su padre y en su hermano, los echaba tanto de menos que se sentía físicamente enferma. Era como si se hubiera caído a un pozo sin fondo. Escapar era la única forma de recuperar cierto control sobre esta nueva vida que no podía entender. Tal vez sus padres se las habían arreglado también para escapar. Tal vez todos conseguirían volver a casa. Tal vez, tal vez…
Pensó en el apartamento vacío, en las camas sin hacer, en la comida pudriéndose poco a poco en la cocina. Y su hermano en medio del silencio sepulcral de la casa.
Rachel le tocó el brazo, y la chica dio un respingo.
– Ahora -le susurró-. Vamos a intentarlo.
El campo estaba en silencio, casi desierto. Habían notado la presencia de menos policías desde la marcha de los adultos, y los que quedaban apenas hablaban con los niños, a los que dejaban a su aire.
Un calor insoportable caía sobre los barracones, en cuyo interior yacían niños enfermos y débiles, tendidos sobre paja húmeda. Las chicas oyeron a lo lejos risas y voces masculinas. Probablemente los hombres estaban en un barracón, a resguardo de aquel sol de justicia.
El único policía a la vista estaba sentado a la sombra, con el fusil a los pies. Tenía la cabeza inclinada hacia atrás, apoyada en la pared, y parecía dormido como un tronco, con la boca abierta. La chica y Rachel reptaron hacia la alambrada como lagartijas, vislumbrando los campos y las verdes praderas que se extendían ante ellas.
Silencio, quietud, calor. ¿Las habría visto alguien? Se agazaparon entre la hierba, con el corazón latiendo a toda prisa. Volvieron la vista atrás, pero no captaron movimiento ni ruido alguno. Qué fácil ha sido, se dijo la joven. Es posible. Las cosas nunca eran tan fáciles, y menos ahora.
Rachel llevaba en las manos un hato de ropa y le aconsejó ponérsela para que las capas extra de tejido le protegieran la piel de los pinchos. La muchacha sintió escalofríos al enfundarse un jersey sucio y andrajoso y unos pantalones tiesos y harapientos, mientras se preguntaba a quién habría pertenecido aquella ropa. Seguramente a algún infortunado niño cuya madre se había ido y al que habían dejado morir allí, solo.
Aún en cuclillas, se acercaron al pequeño resquicio abierto entre los rollos de alambre. A poca distancia había un policía de pie. No se le distinguía la cara, sólo el perfil de la gorra redonda de gendarme. Rachel señaló con el dedo hacia la abertura de la valla. Tenían que apresurarse, no había tiempo que perder. Se echaron boca abajo y reptaron hacia el agujero. La chica pensó que parecía muy pequeño. ¿Cómo iban a atravesarlo sin cortarse con las púas de la alambrada, aunque llevaran toda esa ropa? ¿Cómo habían podido siquiera soñar que iban a conseguirlo, que nadie iba a verlas y que se saldrían con la suya? Estamos locas, se dijo. Locas.
La hierba le hacía cosquillas en la nariz. Olía de maravilla. Quería enterrar la cara en ella y aspirar su aroma fresco y penetrante. Vio que Rachel ya había llegado a la abertura y que intentaba meter la cabeza con cautela.
De pronta la chica oyó pisadas sordas y pesadas en la hierba y se le paró el corazón. Miró hacia arriba y vio una enorme figura que se cernía sobre ella. Era un policía. El gendarme la agarró por el cuello deshilachado de la blusa y la sacudió. La chica sintió cómo las piernas le desfallecían de terror.
– ¿Qué demonios estáis haciendo? -La voz del hombre siseó junto a su oído.
Rachel ya había pasado la mitad del cuerpo por la alambrada. El hombre, sin soltar el cuello de la chica, alcanzó a Rachel y la agarró del tobillo. Ella forcejeó y pateó, pero el gendarme era mucho más fuerte y tiró de ella, haciéndole sangre en las manos y en la cara.
Se quedaron de pie frente a él, Rachel sollozando, y la chica con la espalda recta y la cabeza alta. Aunque por dentro estaba temblando, había decidido no mostrar miedo. O al menos iba a intentarlo.
Entonces miró al hombre y se quedó boquiabierta.
Era el policía pelirrojo. Él también la reconoció, y al hacerlo tragó saliva, y la chica notó cómo la gruesa mano que le sujetaba el cuello empezaba a temblar.
– No podéis escapar -dijo el gendarme en tono áspero-. Tenéis que quedaros aquí, ¿entendido?
Era joven, poco más de veinte años, de cuerpo grande y cara sonrosada. La chica se dio cuenta de que estaba sudando bajo el grueso uniforme oscuro. La frente y el labio superior le brillaban húmedos, no hacía más que parpadear y cambiaba el peso de un pie a otro.
La chica se dio cuenta de que no le tenía miedo. En lugar de eso, sentía una especie de extraña compasión por el policía que a ella misma le resultaba desconcertante. Le puso la mano en el brazo, y él se quedó mirándola sorprendido y avergonzado. Ella le dijo:
– Se acuerda de mí.
No era una pregunta, sino la constatación de un hecho.
Él asintió, enjugándose con los dedos el sudor que tenía debajo de la nariz. La chica sacó la llave del bolsillo y se la enseñó, sin que le temblara la mano.
– ¿Se acuerda de mi hermano pequeño? -preguntó ella-. Un niño rubio, con el pelo rizado.
El policía asintió de nuevo.
– Tiene que dejarme marchar, monsieur. Es mi hermano pequeño, y está en París, solo. Le encerré en el armario porque pensé que… -Se le quebró la voz-. ¡Pensé que allí estaría a salvo! ¡Tengo que volver! Déjeme salir por ese agujero. Puede fingir que nunca me ha visto, monsieur.
El hombre miró hacia atrás, a los barracones, como si temiera que alguien pudiese venir, o que alguien los viera o escuchase su conversación.
Después volvió a mirar a la chica llevándose un dedo a los labios, arrugó el gesto y meneó la cabeza.
– No puedo hacerlo -susurró-. Tengo órdenes.
La chica le puso la mano en el pecho.
– Por favor, monsieur -insistió en voz baja.
A su lado, Rachel sorbía, con la cara llena de sangre y lágrimas. El hombre volvió a mirar atrás una vez más. Parecía aturdido. La chica advirtió aquella extraña expresión que había visto en su rostro el día de la redada, una mezcla de compasión, vergüenza y furia.
La chica sentía cómo pasaban los minutos, interminables, pesados como el plomo. En su interior volvían a acumularse los sollozos, las lágrimas, el pánico. ¿Qué iba a hacer si el gendarme las mandaba a Rachel y a ella de vuelta al barracón? ¿Cómo iba a seguir adelante? Se dijo con determinación que no cejaría en su empeño e intentaría escapar de nuevo una y otra vez.