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De repente, el policía pronunció el nombre de la chica y le cogió la mano. Su propia palma estaba caliente y húmeda.

– Vete -dijo entre dientes. Tenía el semblante descompuesto y el sudor le goteaba por las mejillas-. ¡Vete ahora mismo! ¡Rápido!

Perpleja, la chica miró aquellos ojos dorados. El policía la empujó hacia la abertura y la obligó a agacharse. Después tiró de la alambrada hacia arriba y empujó a la chica para que pasara. Las púas le pincharon en la frente, y después todo se acabó. La chica se puso de pie a duras penas. Estaba al otro lado: era libre.

Rachel la observaba, sin moverse.

– Yo también quiero irme -porfió Rachel.

– No, tú te quedas -respondió el policía.

Rachel gimió.

– ¡No es justo! ¿Por qué ella sí y yo no? ¿Por qué?

El policía la hizo callar levantando la otra mano. Detrás de la valla, la joven se había quedado paralizada. ¿Por qué Rachel no podía ir con ella? ¿Por qué tenía que quedarse?

– Por favor, déjela venir -dijo la muchacha-. Se lo suplico, monsieur.

Habló en tono sereno y calmado. Ya no era la voz de una niña, sino la de una joven, la voz de una mujer.

El hombre parecía nervioso e incómodo, pero no dudó mucho tiempo.

– Venga, vete -dijo empujando a Rachel-. Rápido.

Sujetó de nuevo la alambrada. Rachel la cruzó a rastras y se reunió con ella, jadeante.

El hombre se palpó los bolsillos, sacó algo y se lo dio a la joven a través de la valla.

– Toma esto -le ordenó.

Ella miró el grueso taco de billetes en su mano, y después se lo guardó en el bolsillo, con la llave.

El hombre volvió a mirar hacia los barracones, con el ceño fruncido.

– Por el amor de Dios, ¡corred! ¡Echad a correr las dos! Si os ven… Arrancaos las estrellas y buscad alguien que os ayude. ¡Tened mucho cuidado, y buena suerte!

La chica habría querido darle las gracias por su ayuda y por el dinero, y también estrecharle la mano, pero Rachel la agarró del brazo y tiró de ella. Corrieron lo más deprisa posible por los trigales altos y dorados, siempre hacia delante, con los pulmones ardiendo, agitando los brazos de forma atropellada. Lejos del campo, lo más lejos posible de aquel lugar.

Cuando llegué a casa me di cuenta de que llevaba un par de días con náuseas. Estaba tan enfrascada en mi investigación para el artículo sobre Vel' d'Hiv' que no le había concedido importancia, y además la semana anterior acababa de conocer la revelación sobre el apartamento de Mamé. Presté más atención a las náuseas al percatarme de que tenía los pechos más hinchados y que me dolían. Calculé mi periodo. Sí, llevaba retraso, pero ya me había pasado lo mismo varias veces en los últimos años. Al final bajé a la farmacia del bulevar a comprar una prueba de embarazo, sólo para asegurarme.

Cuando apareció la pequeña línea azul, comprendí que estaba embarazada. Embarazada. No podía creerlo.

Me senté en la cocina. Casi no me atrevía a respirar.

Mi último embarazo, cinco años atrás, después de dos abortos, había sido una pesadilla. Al principio tuve dolores y hemorragias, y después descubrí que el cigoto se estaba desarrollando fuera del útero, en una de mis trompas. Me sometieron a una operación bastante complicada, y después sufrí consecuencias muy desagradables, tanto mentales como físicas. Me llevó un buen tiempo superarlo. Me habían extirpado un ovario, y el cirujano me dijo que no creía que pudiera quedarme embarazada de nuevo. Además, ya había cumplido cuarenta años. Recuerdo la desilusión y la tristeza en el rostro de Bertrand. Aunque nunca hablaba de ello, yo lo intuía. El hecho de que nunca quisiera expresar sus sentimientos empeoraba las cosas. Se guardó su disgusto para sí, pero las palabras no pronunciadas crecían como una presencia tangible que se interponía entre nosotros. Yo sólo hablaba de ello con mi psiquiatra, o con mis amigos más íntimos.

Recordé un fin de semana reciente en Borgoña, cuando invitamos a Isabelle, a su marido y a sus hijos a quedarse. Su hija Mathilde tenía la edad de Zoë, y luego estaba el pequeño Matthieu. Bertrand se había quedado prendado de aquel niño, un crío encantador de cuatro o cinco años. Ver cómo mi marido le seguía con la mirada, cómo jugaba con él y lo llevaba a hombros, sonriente pero con una sombra de melancolía en los ojos, me resultaba insoportable. Isabelle me encontró llorando sola en la cocina mientras los demás terminaban de comerse la quiche Lorraine al aire libre. Me abrazó con fuerza, me sirvió una buena copa de vino, encendió el reproductor de CD y me ensordeció con los grandes éxitos de Diana Ross. «No es culpa tuya, ma cocotte, no es culpa tuya. Recuérdalo».

Me había sentido inútil durante mucho tiempo. La familia Tézac se mostró cariñosa y discreta sobre el asunto, pero yo me seguía viendo incapaz de dar a Bertrand lo que más deseaba: un segundo hijo. Y, lo más importante, un varón. Bertrand tenía dos hermanas, pero ningún hermano. Sin un heredero que lo llevara, su apellido se extinguiría. No me había dado cuenta de lo importante que era ese factor para esta familia tan particular.

Cuando dejé claro que, a pesar de ser la esposa de Bertrand, quería que me siguieran llamando Julia Jarmond, mi decisión fue recibida con sorpresa y silencio. Mi suegra, Colette, me explicó con una sonrisa acartonada que en Francia era una costumbre moderna, demasiado moderna, una postura feminista no muy bien recibida en este país. Una mujer francesa debía ser conocida por el apellido de su marido, así que yo tenía que ser para el resto de mi vida la señora de Bertrand Tézac. Recuerdo que le devolví una sonrisa de anuncio de dentífrico y le dije que aun así iba a seguir con el Jarmond. Ella no dijo nada, pero a partir de ese momento ella y Edouard, mi suegro, siempre me presentaban como «la esposa de Bertrand».

Me extasié en la contemplación de la raya azul. Un bebé. ¡Un bebé! Me invadió un sentimiento de gozo y de inmensa felicidad. Iba a tener un bebé. Miré a mi alrededor, a esa cocina que ya me era tan familiar. Fui a sentarme junto a la ventana y contemplé el patio sucio y oscuro al que se asomaba la cocina. Me daba igual que fuera un niño o una niña. Sabía que Bertrand preferiría un niño, pero también que si era niña estaría encantado con ella. Un segundo hijo, ese que habíamos esperado tantísimo tiempo y al que por fin habíamos renunciado. El hermanito que Zoë había dejado de mencionar. El crío por el que Mamé había dejado de preguntar.

¿Cómo iba a decírselo a Bertrand? No podía llamarle y soltárselo por teléfono. Teníamos que estar juntos y a solas: aquello requería intimidad. Y después debíamos procurar que nadie se enterase hasta que yo al menos estuviera de tres meses. Me moría de ganas de llamar a Hervé y Christophe, y también a Isabelle, a mi hermana y a mis padres, pero me contuve. Mi marido tenía que ser el primero en saberlo, y mi hija la segunda. Entonces se me ocurrió una idea.

Cogí el teléfono, llamé a Elsa, mi canguro, y le pregunté si estaba libre por la noche para cuidar de Zoë. Me respondió que sí. Después hice una reserva en nuestro restaurante favorito, una brasserie de la calle Saint Dominique de la que éramos clientes habituales desde nuestra boda. Por último llamé a Bertrand, me saltó su buzón de voz y me tocó hablar sola para decirle que quedábamos en Thomieux a las nueve en punto.