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Oí las llaves de Zoë en la puerta. Sonó un portazo y mi hija entró en la cocina con su pesada mochila en la mano.

– Hola, mamá -me dijo-. ¿Qué tal el día?

Sonreí. Como cada vez que miraba a Zoë, me quedé embobada contemplando su belleza, su figura esbelta y sus vivos ojos de color avellana.

– Ven aquí -le pedí, y le di un abrazo de oso. Ella se echó hacia atrás y se quedó mirándome.

– Parece que el día ha sido bueno, ¿verdad? -preguntó-. Lo noto por el abrazo.

– Tienes razón -admití, deseando contarle la verdad-. Ha sido un día estupendo.

Me miró.

– Me alegro. Últimamente has estado un poco rara. Pensaba que era por esos niños.

– ¿Qué niños? -pregunté al tiempo que le apartaba un mechón castaño de la cara.

– Ya sabes, los niños del Vel' d'Hiv' -dijo Zoë-. Esos que nunca volvieron a casa.

– Pues sí -respondí-. Me daba mucha pena. Y aún me sigue dando.

Zoë me cogió las manos y empezó a girar mi anillo de boda, una artimaña que usaba desde que era pequeña.

– La semana pasada te oí hablar por teléfono -confesó sin mirarme.

– ¿Y bien?

– Tú creías que estaba dormida.

– Oh -dije.

– No lo estaba. Era tarde. Estabas hablando con Hervé, creo, y le contaste lo que te había dicho Mamé.

– ¿Sobre el apartamento?

– Sí -contestó, mirándome por fin a la cara-. Le hablaste sobre la familia que vivía en el piso y lo que les pasó. También le contaste que Mamé había vivido allí todos esos años sin importarle demasiado.

– ¿Oíste todo eso? -pregunté.

Zoë asintió.

– ¿Sabes algo de aquella familia, mamá? ¿Quiénes eran, qué les ocurrió?

Meneé la cabeza.

– No, cariño, no lo sé.

– ¿Es verdad que a Mamé no le importaba?

Tenía que hablar con cautela.

– Cielo, estoy segura de que sí le importaba. Creo que ella no sabía lo que había pasado en realidad.

Zoë volvió a darle vueltas a la alianza, esta vez, más deprisa.

– Mamá, ¿vas a descubrir qué les pasó?

Agarré aquellos dedos nerviosos que tiraban de mi anillo.

– Sí, Zoë. Eso es exactamente lo que pienso hacer -le dije.

– A papá no le va a gustar -respondió ella-. Le oí decir que dejaras de pensar en ello y de darle vueltas. Parecía muy enfadado.

La estreché contra mí y apoyé mi barbilla sobre su hombro. Pensé en el maravilloso secreto que guardaba en mi interior, y en que aquella noche iba al Thomieux. Me imaginé el gesto de incredulidad y alegría de Bertrand. ¡Iba a quedarse sin palabras!

– Cariño -le dije-. A papá no le va a importar. Te lo prometo.

Exhaustas, las niñas al fin dejaron de correr y se agacharon tras un arbusto. Tenían sed y les faltaba el aliento. La chica sentía un agudo pinchazo en el costado. Si al menos pudiera beber agua, descansar un poco y recuperar fuerzas… Pero sabía que no podía quedarse allí. Tenía que seguir adelante y encontrar la forma de volver a París.

«Arrancaos las estrellas», les había dicho el policía. Se quitaron las prendas que se habían puesto por encima, rasgadas y rotas por la alambrada. La chica se miró al pecho, donde tenía la estrella cosida en la blusa. Tiró de ella. Después le hizo un gesto a Rachel, que agarró la suya con las uñas y se la quitó con facilidad. Pero la de la chica estaba muy bien cosida. Se quitó la blusa y examinó la estrella de cerca. Las puntadas eran meticulosas, perfectas. Se acordó de su madre, encorvada sobre el costurero, cosiendo las estrellas con paciencia, una tras otra. Aquel recuerdo hizo que los ojos se le llenaran de lágrimas, y lloró sobre la blusa, con una desesperación desconocida hasta entonces.

Los brazos de Rachel la rodearon, y sus manos ensangrentadas trataron de consolarla.

– ¿Es verdad lo de tu hermanito? ¿Está dentro de un armario? -preguntó Rachel.

Ella asintió. Rachel la abrazó aún más fuerte y le acarició la cabeza con cierta torpeza. La muchacha se preguntó dónde estaba su madre, y también su padre. ¿Adónde se los habían llevado? ¿Estarían juntos y a salvo? Ah, si la hubieran visto ahora mismo, llorando detrás de unos arbustos, sucia, perdida y hambrienta…

Se enderezó, haciendo un esfuerzo para sonreír a Rachel a través de las pestañas húmedas. Sí, tal vez estaba sucia, perdida y hambrienta, pero no asustada. Se secó las lágrimas con dedos llenos de roña. Había crecido demasiado para volver a tener miedo. Ya no era un bebé. Sus padres se enorgullecerían de ella. Sí, quería que estuvieran orgullosos de ella, porque había conseguido escapar del campo, porque iba a volver a París para salvar a su hermano y porque no tenía miedo.

Agarró la estrella con los dientes, y se dedicó a morder las minuciosas puntadas de su madre. Por fin, el trozo de tela amarillo se desprendió de la blusa. La chica se quedó mirando aquellas grandes letras negras que decían: «JUDÍA», y después la enrolló en su mano.

– ¿De pronto no te parece muy pequeña?-le preguntó a Rachel.

– ¿Qué hacemos con ellas? -preguntó Rachel-. Si nos las guardamos en el bolsillo y nos están buscando, se acabó.

Decidieron enterrarlas junto con las prendas que habían usado para escapar, bajo el matorral. La tierra estaba blanda y húmeda. Rachel cavó un agujero, metió dentro las estrellas y la ropa, y luego cubrió todo con la tierra oscura.

– Bien -dijo en tono exultante-. Estamos sepultando las estrellas. Están muertas, enterradas en una tumba, por siempre jamás.

La chica se rió con Rachel, pero después se sintió avergonzada. Su madre le había dicho que tenía que estar satisfecha de su estrella y de ser judía.

No quería pensar en eso ahora. Ahora todo era distinto. Había que encontrar agua, comida y refugio, y ella tenía que volver a su casa. ¿Cómo? Lo ignoraba. Ni siquiera sabía dónde estaba, pero al menos tenía el dinero del policía. Al final, aquel hombre no había resultado tan malo. A lo mejor eso significaba que podía haber más personas bondadosas dispuestas a ayudarlas. Personas que no las odiaran ni pensaran que eran «diferentes».

No estaban muy lejos del pueblo. Desde detrás de los matorrales alcanzaron a ver un cartel.

– Beaune-La-Rolande -leyó Rachel en voz alta.

El instinto les aconsejó no entrar en la localidad, pues allí no encontrarían ayuda. Sus habitantes conocían la existencia del campo, pero nadie había ido a ayudarles, salvo aquellas mujeres, y una sola vez. Además, el pueblo estaba demasiado cerca del campo y podían toparse con alguien que las mandara de vuelta. Volvieron la espalda a Beaune-La-Rolande y echaron a andar, siempre cerca de las hierbas altas que crecían al borde de la carretera. Estaban a punto de desfallecer de sed y de hambre. Si pudiéramos beber algo, deseó la chica.

Caminaron durante un buen rato. Se paraban y se escondían cada vez que oían un coche o a un granjero que llevaba las vacas de vuelta al establo. La chica se preguntó si iban en la dirección correcta, hacia París. No estaba del todo segura, pero al menos sabía que cada vez se alejaban más del campo. Se miró los zapatos, que estaban destrozados. Eran su segundo mejor par, los que guardaba para ocasiones especiales como cumpleaños, ir al cine o a visitar a los amigos. Se los había comprado el año anterior con su madre, cerca de la plaza de La República. Aquello parecía tan lejano como si hubiera pasado en otra vida, y los zapatos ya le quedaban demasiado pequeños y le apretaban los dedos.