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Bien entrada la tarde llegaron a un bosque alargado, poblado de árboles verdes y frondosos. De su fresca sombra brotaba un olor dulce y húmedo. Dejaron el camino con la esperanza de encontrar en él fresas o moras. No tardaron en dar con un arbusto bien cargado. Rachel profirió un gritito de alegría, y las dos se sentaron y se pusieron a engullir bayas. La muchacha recordó aquellas maravillosas vacaciones junto al río, cuando buscaba frutos del bosque con su padre. Parecía haber pasado tanto tiempo…

Como ya no estaba acostumbrada a tales manjares, se le revolvió el estómago y tuvo que vomitar apretándose el abdomen. Devolvió una masa de bayas sin digerir, y le quedó un horrible sabor de boca. Le dijo a Rachel que tenían que encontrar agua. Se obligó a sí misma a levantarse, y ambas se adentraron en el bosque, un extraño mundo esmeralda moteado por la luz dorada de sol. Al ver a un ciervo que trotaba entre los helechos se le cortó la respiración. No estaba acostumbrada a la naturaleza: era una auténtica chica de ciudad.

Llegaron a una pequeña laguna clara en el corazón del bosque. El agua estaba limpia y fría al tacto. La chica bebió durante largo rato, se enjuagó la boca, se limpió las manchas de mora y después chapoteó con los pies en las aguas calmadas. No había vuelto a nadar desde aquella escapada al río, y no se atrevía a entrar del todo en la charca. Rachel, que sabía nadar bien, le dijo que se metiera, que ella la sujetaba. La chica se agarró a los hombros de Rachel, mientras ésta la sostenía por debajo del estómago y de la barbilla, como hacía su padre. El contacto del agua en la piel era una maravilla, una caricia delicada y reconfortante. La chica se mojó la cabeza afeitada, donde le había empezado a crecer una pelusilla dorada, áspera como la barba de dos días de su padre.

De pronto la chica se sintió agotada. Quería tumbarse sobre el musgo verde y húmedo y dormir. Sólo un rato, un breve descanso. Rachel se mostró de acuerdo. Podían echar una cabezada, ya que allí estaban a salvo.

Se acurrucaron juntas, disfrutando del aroma del musgo fresco, tan distinto al de la paja hedionda de los barracones.

La chica se quedó dormida enseguida. Fue un sueño profundo y tranquilo, el tipo de sueño del que llevaba mucho tiempo sin disfrutar.

Era nuestra mesa habitual, en el rincón que quedaba a la derecha según se entraba, detrás de la barra de zinc pasada de moda con sus cristales tintados. Me senté en la banquette de terciopelo rojo en forma de «L» y observé a los camareros ajetreados con sus largos delantales blancos. Uno de ellos me trajo un Kir royal *. La noche estaba animada. Bertrand me había traído aquí en nuestra primera cita, muchos años antes, y el lugar no había cambiado desde entonces: el mismo techo bajo, las paredes de color marfil, la tenue luz de las lámparas de globo, los manteles almidonados. La misma comida sana de Corrèze y Gascuña, la favorita de Bertrand. Cuando lo conocí vivía en la cercana calle Malar, en un ático muy pintoresco que en verano me resultaba insoportable. Como americana, me había criado con aire acondicionado, y me preguntaba cómo Bertrand podía aguantar ese calor. Entonces yo aún residía en la calle Berthe con los chicos, y mi habitación pequeña y oscura parecía el paraíso durante los sofocantes veranos parisinos. Bertrand y sus hermanas se habían criado en esta área de París, en el distinguido y aristocrático distrito VII donde sus padres llevaban años viviendo en la calle de l'Université, una calle larga y curvada, y donde el negocio de antigüedades familiar seguía prosperando en la calle de Bac.

Nuestra mesa. Allí fue donde nos sentamos cuando Bertrand me pidió que me casara con él. Allí fue donde le dije que estaba embarazada de Zoë. Allí fue donde le dije que sabía lo de Amélie.

Amélie.

Esta noche no. Lo de Amélie se había acabado. ¿Seguro?, me pregunté. Tenía que reconocer que no estaba del todo convencida, pero, por el momento, no quería saberlo ni pensar en ello. Iba a tener un bebé. Amélie no podía luchar contra eso. Sonreí con cierta amargura y cerré los ojos. Ésa era la típica actitud francesa: «cerrar los ojos» a las correrías del marido. Me pregunté si yo era capaz de hacerlo.

Diez años antes, cuando descubrí por primera vez que me ponía los cuernos, le monté una buena bronca. Estábamos sentados en esta misma mesa, y yo había decidido decírselo allí y en ese mismo momento. Él no negó nada, y permaneció frío y calmado, mientras me escuchaba con los dedos cruzados bajo la barbilla. Le mostré los extractos de la tarjeta de crédito. Hotel La Perla, calle Canettes. Hotel Lenox, calle Delambre. Albergue Christine, calle Christine. Una factura de hotel tras otra.

Bertrand no había sido demasiado cuidadoso con las facturas, ni tampoco con el perfume, que se le quedaba pegado al cuerpo, la ropa, el pelo o incluso al cinturón de acompañante de su Audi ranchera y que había sido el primer indicio. L'Heure Bleue. La fragancia más intensa, densa y empalagosa de Guerlain. No resultó muy difícil averiguar su identidad. De hecho, yo ya la conocía: me la había presentado justo después de casarnos.

Divorciada. Tres hijos adolescentes. Cuarenta años, pelo castaño plateado. El ideal parisién: menuda, delgada, exquisitamente vestida, con bolso y zapatos conjuntados a la perfección. Tenía un trabajo muy bueno, un piso muy amplio con vistas al Trocadero, un apellido francés tradicional que sonaba a vino famoso, y un sello en la mano derecha.

Amélie, la antigua novia de Bertrand, de los tiempos del liceo Victor Duruy. Aquella a la que nunca había dejado de ver. Aquella a la que nunca había dejado de follarse, a pesar de los matrimonios, los hijos y el paso de los años. «Ahora somos amigos -me había jurado-. Sólo amigos, y ya está».

Después de la cena, en el coche, me transformé en una leona y le enseñé los dientes y las garras. Supongo que él debió de sentirse halagado. Me hizo promesas, me juró que sólo le importaba yo, y nada más que yo. Ella no era nada, sólo una passade, un capricho pasajero. Y durante mucho tiempo le estuve creyendo.

Pero últimamente había empezado a hacerme preguntas. Extrañas dudas que me revoloteaban por la cabeza, nada concreto. ¿Aún le creía?

«Si lo aceptas, es que eres tonta», me decían Hervé y Christophe. «Deberías preguntárselo a bocajarro», me aconsejaba Isabelle. «Estás loca si aceptas lo que dice» me reprendían Charla, mi madre, Holly, Susannah y Jan.

Decidí que esa noche iba a olvidarme de Amélie. Sólo contamos Bertrand, yo, y esta maravillosa noticia. Le di un sorbo a mi copa, mientras los camareros me sonreían. Me sentía bien, me sentía fuerte. Al cuerno con Amélie. Bertrand era mi marido y yo iba a tener un hijo suyo.

El restaurante estaba a rebosar. Miré a mi alrededor, a las mesas, todas ocupadas. Una pareja de ancianos con sendas copas de vino comían muy concentrados en sus platos. Un grupo de treintañeras se tronchaba de risa sin poder evitarlo mientras, en una mesa cercana, una mujer de gesto adusto que cenaba sola las miraba con el ceño fruncido. Unos hombres de negocios con trajes grises encendían sus puros, unos turistas americanos trataban de descifrar el menú y en otra mesa cenaba un matrimonio con sus hijos adolescentes. Había mucho ruido y también mucho humo, pero no me molestaba: estaba acostumbrada.

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* Bebida hecha de licor de grosella negra y champán. [N. del T.]