Me faltó valor para contárselo a mis amigos y a mi hermana. La decisión de Bertrand me había afectado hasta tal punto que prefería tragármelo todo yo sola, al menos por el momento.
Aquella mañana me costó mucho ponerme en marcha. Cualquier cosa que hacía me resultaba fatigosa, y cada movimiento suponía un gran esfuerzo. No dejaban de venirme a la cabeza las imágenes de la noche anterior y los comentarios de Bertrand. La única solución era enfrascarme en el trabajo. Aquella tarde iba a reunirme con Franck Lévy en su oficina. De repente lo del Vel' d'Hiv' me parecía muy lejano. Me sentía como si hubiera envejecido de la noche a la mañana. Ya nada importaba, salvo el bebé que llevaba en mi vientre y que mi marido no quería.
Iba de camino a la oficina cuando me sonó el móvil. Era Guillaume. Había encontrado en casa de su abuela un par de libros sobre el Vel' d'Hiv' que estaban agotados y que a mí me hacían falta. Si yo quería, me los podía prestar. Me preguntó si podíamos quedar para tomar algo esa misma tarde o ya de noche. Su voz sonaba amigable y alegre, y yo acepté de inmediato. Quedamos a las seis en punto en el Select, en el bulevar de Montparnasse, a dos minutos de casa. Nos despedimos, y después mi teléfono volvió a sonar.
Esta vez se trataba de mi suegro, lo cual me sorprendió, pues Edouard me llamaba raras veces. Nos llevábamos bien, con una corrección muy francesa, y a ambos se nos daban de maravilla las conversaciones banales, pero nunca me encontraba del todo a gusto con éclass="underline" me daba la impresión de que se contenía, de que no demostraba sus verdaderos sentimientos, ni a mí ni a nadie más.
Edouard era la clase de hombre al que se escucha y se respeta. No podía imaginármelo exhibiendo emoción alguna salvo ira, orgullo o autocomplacencia. Jamás lo había visto en vaqueros, ni siquiera durante los fines de semana en Borgoña, cuando se sentaba en el jardín a leer a Rousseau debajo de un roble. Creo que ni siquiera había llegado a verlo sin corbata. Si le comparaba con el momento en que le había conocido, debía admitir que apenas había cambiado en los últimos diecisiete años: la misma pose mayestática, el cabello plateado, la mirada de acero. A mi suegro le encantaba cocinar, y a menudo echaba a Colette de la cocina para prepararnos él mismo platos exquisitos y sencillos: pot au feu *, sopa de cebolla, una suculenta ratatouille ** o tortilla de trufas. La única persona a la que permitía acompañarlo en la cocina era Zoë. Tenía debilidad por ella, aunque Cécile y Laure le habían dado dos nietos varones, Arnaud y Louis. Pero Edouard adoraba a mi hija. Nunca supe lo que ocurría en aquellas sesiones de cocina. Tras la puerta cerrada, yo oía las carcajadas de mi hija, el sonido del cuchillo cortando las verduras, el borboteo del agua, el crepitar de la grasa en la sartén y, de cuando en cuando, el grave retumbar de la risa de Edouard.
Edouard me preguntó qué tal estaba Zoë y cómo iba la reforma del apartamento. Después fue al grano. Había ido a ver a Mamé la víspera. Tenía un día de los «malos», añadió, y estaba enfurruñada. Edouard se disponía a marcharse y a dejarla haciendo pucheros y viendo la televisión, cuando de repente, así sin más, ella le dijo algo sobre mí.
– ¿Y qué te ha comentado? -le pregunté, con curiosidad.
Edouard carraspeó.
– Según mi madre, la habías estado interrogando sobre el apartamento de la calle de Saintonge.
Respiré hondo.
– Sí, es verdad -admití.
Me pregunté adónde quería llegar.
Silencio.
– Julia, preferiría que no le hicieras más preguntas a Mamé sobre la calle Saintonge.
De pronto se había puesto a hablar en inglés, como para asegurarse de que le entendía bien. Ofendida, le respondí en francés:
– Lo siento, Edouard. Es que ahora mismo estoy investigando la redada del Vel' d'Hiv' para mi revista, y me sorprendió la coincidencia.
Silencio de nuevo.
– ¿La coincidencia? -repitió, volviendo al francés.
– Sí -dije-. Me refiero a los judíos que vivían allí justo antes de que tu familia se mudara, a los que arrestaron durante la redada. Cuando Mamé me lo contó, me dio la impresión de que aquello la afectaba, por lo que ya no le hice más preguntas.
– Te lo agradezco, Julia. -Tras una pausa, añadió-: Esa historia afecta a Mamé, así que no vuelvas a mencionársela, por favor.
Me paré en mitad de la acera.
– Está bien, no lo haré -le contesté-, pero no pretendía hacer daño a nadie, tan sólo averiguar cómo tu familia acabó viviendo en ese piso y si Mamé sabía algo de aquella familia judía. ¿Puedes ayudarme tú, Edouard? ¿Sabes algo?
– Lo siento, no te he oído bien -respondió con suavidad-. Tengo que colgar ya. Hasta luego, Julia.
La línea se cortó.
Me dejó tan perpleja que por unos instantes me olvidé de Bertrand y de lo ocurrido la noche anterior. ¿De verdad Mamé se había quejado a Edouard de mis preguntas? Recordé que aquel día no había querido seguir contestándome. Se había cerrado en banda y no volvió a abrir la boca hasta que me marché, frustrada. ¿Por qué se había enfadado tanto? ¿Por qué Mamé y Edouard se empeñaban en que no hiciese preguntas sobre el apartamento? ¿Qué era lo que no querían que yo supiera?
Bertrand y el bebé volvieron de nuevo a mi cabeza como una pesada losa. De pronto me vi incapaz de ir a la oficina. Alessandra me miraría tan inquisitiva como siempre y haría preguntas, intentando ser amigable sin conseguirlo. Bamber y Joshua se quedarían mirando mi cara abotargada. Bamber, un auténtico caballero, no diría nada, pero me apretaría discretamente el hombro. Y Joshua… Ése sería el peor. «¿Cuál es el drama ahora, tesoro? ¿Otra vez tu maridito francés?». Casi podía ver su sonrisa sarcástica cuando me ofreciera un café. No, esa mañana era impensable ir a la oficina.
Di media vuelta y me dirigí hacia el Arco del Triunfo, abriéndome paso con impaciencia y cierta destreza entre las hordas de turistas que caminaban con parsimonia admirando el monumento y deteniéndose para hacerle fotos. Saqué la agenda y marqué el número de la asociación de Franck Lévy. Pregunté si podía ir en ese momento, en lugar de por la tarde. «Perfecto, no hay ningún problema», me respondieron. Me hallaba en la avenida Hoche, cerca de allí, por lo que tardé en llegar menos de diez minutos. Una vez fuera de la abarrotada arteria que cruza los Campos Elíseos, las demás avenidas que salían de la plaza de l'Étoile estaban sorprendentemente vacías.
Le calculé a Franck Lévy unos sesenta y cinco años. En su rostro se adivinaba una nobleza profunda y algo cansada. Pasamos a su oficina, un despacho con el techo alto lleno de libros, archivos, ordenadores y fotografías. Mis ojos se posaron en las fotos en blanco y negro pinchadas en la pared. Había bebés, críos que empezaban a caminar, niños que llevaban la estrella.
– Muchos de ellos son niños del Vel' d'Hiv' -dijo, siguiendo la dirección de mi mirada-, pero hay otros. Todos forman parte de los once mil niños que fueron deportados de Francia.
Nos sentamos junto a su mesa. Antes de la entrevista le había mandado algunas consultas por correo electrónico.
– Así que quiere información sobre los campos de Loiret -empezó.
– Sí -contesté-. Beaune-la-Rolande y Pithiviers. Hay muchos datos disponibles sobre Drancy, que es el más cercano a París, pero de los otros dos se sabe mucho menos.
Franck Lévy suspiró.
– Tiene razón. Comparado con Drancy, hay poco material sobre los campos de Loiret. Cuando vaya allí, comprobará que no hay muchos restos que expliquen lo que ocurrió. La gente que vive allí tampoco quiere recordar. Se niegan a hablar. Para colmo, hubo muy pocos supervivientes.