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La chica vislumbró en la oscuridad el rostro de su hermano, que la miraba. Tenía abrazado su osito de peluche favorito y ya no parecía asustado. Tal vez allí estaría a salvo, después de todo. Tenía agua y una linterna, y podía mirar los dibujos del libro de la Condesa de Ségur. Su favorito era el que mostraba la magnífica venganza de Charles. Quizás era mejor que le dejara allí de momento. Aquellos hombres nunca le encontrarían. Luego, cuando les permitieran regresar a casa, volvería a por él. Además, si su padre, que seguía en la bodega, subía, sabría dónde estaba escondido el niño.

– ¿Tienes miedo ahí dentro? -le preguntó en voz baja mientras los hombres las llamaban a su madre y a ella.

– No -contestó-. No tengo miedo. Echa la llave. Así no me cogerán.

Ocultó la carita blanca de su hermano al entornar la hoja de la puerta. Introdujo la llave en la cerradura y giró la llave. Después se la guardó en el bolsillo. Un artefacto con apariencia de interruptor de la luz ocultaba el cierre. Era imposible distinguir el contorno del armario del revestimiento de la pared. Sí, allí estaría a salvo. Estaba segura.

La chica murmuró el nombre de su hermano y puso la palma de la mano sobre el panel de madera.

– Volveré a por ti. Te lo prometo.

Entramos en el apartamento palpando las paredes en busca de los interruptores. No ocurrió nada. Antoine abrió un par de postigos para permitir que entrara la luz del sol. Las habitaciones se veían desnudas y polvorientas. Sin muebles, la sala de estar parecía inmensa. Los rayos dorados entraban en diagonal a través de los cristales alargados y mugrientos de la ventana y sembraban de motas de luz la tarima parda.

Miré a mi alrededor, a las estanterías vacías, a los rectángulos más oscuros donde una vez colgaron de las paredes hermosos cuadros, a la chimenea de mármol que me recordaba tantos fuegos invernales mientras Mamé tendía sus manos pálidas y delicadas hacia el calor de las llamas.

Me acerqué a una ventana y me asomé hacia abajo, al patio verde y tranquilo. Me alegraba de que Mamé se hubiera ido antes de ver su apartamento vacío. La habría apenado tanto como a mí.

– Todavía huele a Mamé -dijo Zoë-. «Shalimar».

– Y a esa asquerosa de Minette -apostillé levantando la nariz. Minette había sido la última mascota de Mamé. Una siamesa con incontinencia.

Antoine me miró sorprendido.

– La gata -le expliqué. Esta vez se lo dije en inglés. Por supuesto sabía que la chatte es el femenino de «gato», pero también significa «coño». Lo último que me apetecía era ver a Antoine reírse por un doble sentido de mal gusto.

Antoine evaluó el lugar con ojo profesional.

– El sistema eléctrico es antiguo -comentó al tiempo que señalaba los fusibles de porcelana-. Y la calefacción también.

Los enormes radiadores estaban negros de mugre y escamosos como reptiles.

– Pues espera a ver la cocina y los baños -le dije.

– La bañera tiene patas -comentó Zoë-. Las voy a echar de menos.

Antoine estudió las paredes mientras las golpeaba con los nudillos.

– Supongo que Bertrand y tú querréis reformarlo de arriba abajo -preguntó mirándome.

Me encogí de hombros.

– No sé qué quiere hacer exactamente. Lo de mudarnos aquí fue idea suya. A mí no me entusiasmaba venir, yo quería algo más… práctico. Un piso nuevo.

Antoine sonrió.

– Estará nuevo y reluciente cuando terminemos.

– Puede ser, pero para mí siempre será el apartamento de Mamé.

Aunque Mamé se había trasladado a una residencia nueve meses antes, el apartamento conservaba su impronta. La abuela de mi marido había vivido en él mucho tiempo. Recordé nuestro primer encuentro, dieciséis años atrás. Me impresionaron los cuadros, viejas obras maestras, y también la chimenea de mármol con fotos de la familia enmarcadas en plata labrada, los muebles elegantes y engañosamente sencillos, la cantidad de libros que se alineaban en las estanterías de la biblioteca, el piano de cola envuelto en lujoso terciopelo rojo. La soleada sala de estar daba a un tranquilo patio interior con un espeso emparrado de hiedra que se extendía hasta el muro de enfrente. Fue precisamente allí donde la vi por primera vez, donde le tendí la mano con cierta torpeza, pues aún no me había acostumbrado a lo que mi hermana Charla llamaba «esos besuqueos franceses».

Nunca se le da la mano a una mujer parisina, ni siquiera cuando la ves por primera vez. Hay que darle dos besos.

Pero yo aún no lo sabía.

El hombre de la gabardina beis volvió a mirar la lista.

– Espera -dijo-. Falta alguien. Un niño.

Leyó el nombre del niño.

A la chica le dio un vuelco el corazón. La madre la miró. La niña se llevó rápidamente el dedo a los labios, un gesto que los hombres no captaron.

– ¿Dónde está el niño? -preguntó el hombre.

La niña dio un paso adelante, retorciéndose las manos.

– Mi hermano no está aquí, monsieur -contestó en un perfecto francés, francés de nativa-. Se marchó a primeros de mes con unos amigos. Al campo.

El hombre del gabán la miró pensativo. Luego le hizo al policía un gesto con la barbilla.

– Registra la casa. Date prisa. Quizás el padre también esté escondido.

El policía recorrió las habitaciones, abriendo puertas sin contemplaciones, mirando debajo de las camas y dentro de los armarios.

Mientras procedía a su ruidoso registro del apartamento, el otro paseaba por la estancia. Cuando se volvió de espaldas, la chica le enseñó rápidamente la llave a la madre. Papá subirá a por él, papá vendrá después, articuló con los labios. La madre asintió. Vale, parecía decir, ya sé dónde está el niño, pero después frunció el ceño e hizo un gesto como quien gira una llave: ¿dónde le vas a dejar la llave a papá? ¿Cómo sabrá dónde la has puesto? El hombre se volvió de repente y las miró. La madre se quedó helada, y la chica se estremeció de miedo.

Se quedó contemplándolas un rato y después cerró la ventana de golpe.

– Por favor -pidió la madre-, hace mucho calor aquí.

El hombre sonrió. La chica pensó que jamás había visto una sonrisa tan desagradable.

– Se va a quedar cerrada, madame -respondió-. Esta misma mañana, una mujer arrojó a su hijo por la ventana y luego saltó ella. No queremos que vuelva a pasar.

La madre, paralizada de miedo, no dijo nada. La chica miró al hombre con odio, aborreciendo cada centímetro de su cuerpo. Odiaba su cara colorada, su boca húmeda. La mirada fría y muerta de sus ojos. Su pose, con las piernas desparrancadas, su sombrero de fieltro inclinado hacia delante, sus manos gordezuelas enlazadas tras la espalda.