Volví a mirar las fotografías, esas caras pequeñas y vulnerables alineadas en las paredes.
– ¿Qué eran esos campos originalmente? -pregunté.
– Se trataba de campos militares convencionales, construidos en 1939 para los soldados alemanes que cayeran prisioneros. El gobierno de Vichy empezó a enviar allí a los judíos a partir de 1941. Los primeros trenes en dirección a Auschwitz salieron de Beaune y Pithiviers al año siguiente.
– ¿Por qué no enviaron a las familias del Vel' d'Hiv' a Drancy, ya que estaba en los suburbios de París? Franck Lévy sonrió con amargura.
– Después de la redada, enviaron a Drancy a los judíos sin hijos. Drancy se hallaba cerca de París, mientras que los otros campos estaban a más de una hora, perdidos en mitad de la tranquila campiña de Loiret. Fue aquí donde la policía francesa separó a los niños de sus padres sin que nadie se enterara. En París no podrían haberlo hecho con tanta facilidad. Supongo que habrá leído algo sobre la brutalidad con que actuaron.
– No hay mucho que leer.
La sonrisa triste se desvaneció.
– Es cierto. No obstante, sí sabemos cómo ocurrió. Puedo prestarle un par de libros que le vendrán muy bien. Arrancaron a los niños de los brazos de sus madres. Les pegaron, les apalearon, les echaron cubos de agua helada.
Se me fueron los ojos una vez más a las caritas de las fotos. Imaginé a Zoë separada de Bertrand y de mí, sola, hambrienta y sucia. Me estremecí.
– Los cuatro mil niños del Vel' d'Hiv' fueron un dolor de cabeza para las autoridades francesas -continuó Franck Lévy-. Los nazis habían pedido que deportaran de inmediato a los adultos, no a los niños. No se podía alterar el estricto calendario de los trenes. De ahí la brutal separación de los hijos y las madres a primeros de agosto.
– Y después, ¿qué pasó con aquellos niños? -le pregunté.
– A los padres los deportaron de los campos de Loiret directamente a Auschwitz. Los niños quedaron prácticamente solos en unas condiciones sanitarias espeluznantes. A mediados de agosto llegó la decisión de Berlín. Los niños también debían ser deportados. Sin embargo, para no levantar sospechas, primero los enviaron al campo de Drancy, y de ahí a Polonia. En Drancy los mezclaron con adultos que no tenían nada que ver con ellos, para que la opinión pública creyera que esos niños no estaban solos y que se los llevaban a los campos de trabajo del Este junto con sus familias.
Franck Lévy hizo una pausa y contempló, igual que yo, las fotos pinchadas en la pared.
– Cuando esos niños llegaron a Auschwitz, no hubo «selección». Nada de separar a hombres y mujeres en filas, ni reconocimientos para ver cuáles estaban sanos y cuáles enfermos, quiénes podían trabajar y quiénes no. Los enviaron directamente a las cámaras de gas.
– Y fue el gobierno francés, en autobuses franceses y en trenes franceses -añadí.
Quizás fue porque estaba embarazada, porque mis hormonas se habían vuelto locas, o porque no había dormido, pero de pronto el alma se me vino a los pies.
Me quedé contemplando aquellas fotos, destrozada.
Franck Lévy me miró en silencio. Después se levantó y me puso la mano en el hombro.
La chica se abalanzó sobre la comida que le habían puesto delante y se la llevó a puñados a la boca con unos ruidos que su madre habría detestado. Estaba en el paraíso. Era como si nunca hubiese probado una sopa tan sabrosa, un pan tan tierno, un queso Brie tan exquisito y cremoso, ni unos melocotones tan jugosos y aterciopelados. Rachel comía más despacio. Al mirarla, se dio cuenta de que su amiga estaba pálida. Le temblaban las manos y tenía ojos febriles.
La pareja de ancianos entraba y salía de la cocina, les servía más potaje y les rellenaba los vasos con agua fresca. La joven escuchaba sus preguntas, hechas en tono suave y amable, pero le faltaba valor para responder. Sólo se decidió a hablar más tarde, cuando Geneviève se las llevó a las dos al piso de arriba para bañarlas. Le habló de aquel recinto tan grande donde les habían tenido encerrados durante días sin apenas agua ni comida. Después le contó el viaje en tren por el campo, el terrible momento en que las habían separado de sus padres, y por último la huida.
La anciana escuchaba y asentía mientras le quitaba la ropa a Rachel, que tenía los ojos vidriosos. La chica se quedó mirando el cuerpo flaco y cubierto de ampollas rojas de su amiga, mientras la mujer sacudía la cabeza con espanto.
– Pero ¿qué te han hecho? -susurró.
Rachel apenas parpadeaba. La señora la ayudó a meterse en el agua caliente y llena de espuma, y la lavó igual que la madre de la chica bañaba a su hermano pequeño.
Después envolvió a Rachel en una toalla grande y la llevó a una cama cercana.
– Ahora te toca a ti -dijo Geneviève, preparando otro baño con agua limpia-. ¿Cómo te llamas, pequeña? Aún no me lo has dicho.
– Sirka -respondió la chica.
– ¡Qué nombre tan bonito!-contestó Geneviève mientras le daba una pastilla de jabón y una esponja limpia.
La anciana advirtió que a la chica le daba vergüenza desnudarse delante de ella, así que se dio la vuelta para que se quitara la ropa y se metiera en el agua. La chica se lavó con esmero, disfrutando del agua caliente. Luego se bajó de la bañera con agilidad y se arropó con una toalla que despedía un delicioso aroma a lavanda.
Geneviève se puso a lavar las mugrientas ropas de las niñas en la gran pila esmaltada. La chica la estuvo mirando un rato, y después, tímidamente, puso la mano en el brazo regordete de la señora.
– Madame, ¿puede ayudarme a volver a París?
La anciana, sorprendida, se volvió para mirarla.
– ¿Quieres volver a París, petite?
La chica empezó a estremecerse de la cabeza a los pies. La señora se quedó mirándola, preocupada, dejó la colada en la pila y se secó las manos con una toalla.
– ¿Qué te ocurre, Sirka?
Los labios de la chica temblaban.
– Mi hermano pequeño, Michel. Aún sigue en París, en el apartamento. Está encerrado en un armario, en nuestro escondite secreto. Lleva allí desde el día en que la policía vino a por nosotros. Creí que allí estaría a salvo y le prometí que volvería a rescatarle.
Geneviève la miró con gesto preocupado, y trató de tranquilizarla sujetándola por los hombros pequeños y huesudos.
– Sirka, ¿cuánto tiempo lleva tu hermano en el armario?
– No lo sé -murmuró ella-. No me acuerdo. ¡No me acuerdo!
De pronto, la última brizna de esperanza que conservaba se desvaneció, pues acababa de leer en los ojos de la anciana lo que más temía. Michel estaba muerto. Había muerto en el armario. Lo sabía. Había esperado demasiado tiempo, ya era tarde. Era imposible que su hermano hubiese conseguido sobrevivir. Había muerto allí, solo, en la oscuridad, sin comida ni agua, solo con el osito y el libro de cuentos, y había confiado en ella, la había esperado, probablemente la había llamado gritando su nombre una y otra vez: «¡Sirka, Sirka!, ¿dónde estás?». Estaba muerto, Michel estaba muerto. Tenía cuatro años y había muerto por su culpa. De no haberle encerrado aquel día, ahora podría estar bañándole aquí mismo. Ella debería haber cuidado de él, debería haberlo traído con ella a este lugar donde ambos estarían seguros. Era culpa suya. Toda era culpa suya.