La chica se derrumbó en el suelo, rota, invadida por una negra desesperación. Jamás en su corta vida había sufrido un dolor tan agudo. Sintió que Geneviève se acercaba a ella, le acariciaba la cabeza afeitada y le murmuraba palabras de consuelo. Se dejó hacer, entregada al cariñoso abrazo de la anciana. Después notó el dulce tacto de un colchón mullido y unas sábanas limpias que la envolvían, y se sumió en un sopor extraño y agitado.
Se despertó temprano, desorientada y confusa. No recordaba dónde estaba. Había sido una sensación muy rara dormir en una cama de verdad después de tantas noches en los barracones. Se dirigió hacia la ventana. Los postigos estaban entreabiertos, y dejaban ver un gran jardín de dulces aromas. Unas gallinas correteaban por la hierba, perseguidas por un perro juguetón. En un banco de hierro forjado, un gato gordo y rojizo se lamía las garras con parsimonia. Escuchó el canto de los pájaros y el cacareo de un gallo. Cerca de allí, mugió una vaca. Era una mañana soleada y fresca, y la chica pensó que jamás había visto un lugar tan pacífico y hermoso como aquel. El horror y el odio de la guerra parecían algo muy lejano. Ni el jardín, ni las flores, ni los árboles, ni todos aquellos animales podían contaminarse de la maldad que había presenciado las últimas semanas.
Examinó la ropa que tenía puesta, un camisón blanco que le quedaba un poco largo. Se preguntó a quién pertenecía. Tal vez los ancianos tenían hijos, o nietos. Miró a su alrededor e inspeccionó el dormitorio. Estaba amueblado con sencillez, pero era amplio y cómodo. Había una estantería cerca de la puerta. Se acercó a mirar los libros. Allí estaban sus favoritos, Julio Verne y la Condesa de Ségur. En las guardas había un nombre escrito a mano con una caligrafía culta y juveniclass="underline" Nicolas Dufaure. Se preguntó quién sería.
Siguiendo el murmullo de las voces que salían de la cocina, bajó las escaleras de madera, que crujieron bajo sus pies. La casa era tranquila y acogedora, y tenía un aspecto informal, algo destartalado. El salón, soleado, olía a cera de abejas y a lavanda, y el suelo era de baldosas cuadradas de color vino. Un gran reloj de péndulo emitía un solemne tictac.
Se dirigió de puntillas a la cocina y se asomó a la puerta. Allí estaban los dos ancianos, sentados en una mesa larga y bebiendo de unos cuencos azules. Parecían inquietos.
– Estoy preocupada por Rachel -estaba diciendo Geneviève-. La fiebre es muy alta y no le aguanta nada en el estómago. Y ese sarpullido… Tiene muy mala pinta, la verdad. -Exhaló un profundo suspiro-. ¡En menudo estado venían esas niñas, Jules! Una de ellas tenía piojos hasta en las pestañas.
La chiquilla entró en la cocina, con paso dubitativo.
– Me preguntaba… -empezó a decir.
La pareja la miró, y ambos sonrieron.
– Vaya -comentó el anciano-, esta mañana eres una persona totalmente distinta, señorita. Hasta tienes algo de color en las mejillas.
– Yo tenía algo en los bolsillos… -observó ella.
Geneviève se levantó y señaló hacia un anaquel.
– Sí, una llave y un poco de dinero. Están ahí.
La chica cogió los objetos y los apretó contra su pecho.
– Ésta es la llave del armario donde está Michel -dijo en voz baja-. Nuestro escondite secreto.
Las miradas de Jules y Geneviève se cruzaron.
– Sé que creen que mi hermano está muerto -continuó la niña, a trompicones-, pero aun así voy a volver. Debo saberlo. A lo mejor alguien le ha auxiliado igual que ustedes me han ayudado a mí. Quizá me esté esperando. ¡Necesito saberlo! Puedo utilizar el dinero que me dio el policía.
– Pero ¿cómo vas a llegar a París, petite? -preguntó Jules.
– Cogeré el tren. Seguro que París no queda muy lejos de aquí.
Otro intercambio de miradas.
– Sirka, vivimos al sur de Orleans. Has caminado un buen trecho con Rachel, y al hacerlo te has alejado aún más de París.
La chica se envaró. Estaba resuelta a volver a París a buscar a Michel y ver qué le había pasado. Le daba igual lo que pudiera esperarle.
– He de marcharme -aseguró con resolución-. Seguro que hay trenes de Orleans a París. Me marcharé hoy mismo. Geneviève se acercó a ella y la agarró de las manos.
– Sirka, aquí estás a salvo. Puedes quedarte una temporada con nosotros. Como esto es una granja, tenemos leche, carne y huevos, y no necesitamos cartillas de racionamiento. Puedes descansar y comer hasta que te restablezcas del todo.
– Gracias -contestó la chica-, pero ya me encuentro mejor. Tengo que volver a París. No hace falta que vengan conmigo, puedo arreglármelas yo sola. Lo único que necesito es que me indiquen cómo puedo llegar a la estación.
Antes de que la señora pudiera contestar, se escuchó un prolongado lamento que venía del piso superior. Era Rachel. Subieron corriendo a su habitación. La niña se retorcía de dolor, y había puesto perdidas las sábanas con un líquido oscuro y maloliente.
– Lo que me temía. Disentería -anunció Geneviève-. Necesita un médico cuanto antes.
Jules volvió a bajar las escaleras con paso cansino.
– Voy al pueblo, a ver si está el doctor Thévenin -manifestó mientras se volvía hacia su mujer y la chica.
Una hora después, la muchacha lo vio regresar resoplando encima de su bicicleta desde la ventana de la cocina.
– Se ha ido -le dijo a su esposa-. La casa está vacía. Nadie ha podido informarme de su paradero, así que he seguido hacia Orleans. He encontrado a un doctor más bien joven y le he rogado que venga, pero es un tipo bastante arrogante y me ha contestado que antes ha de atender a otros enfermos más urgentes.
Geneviève se mordió el labio.
– Espero que venga. Y pronto.
El médico no llegó hasta bien entrada la tarde. La niña no se había atrevido a mencionar de nuevo París. Se daba cuenta de que Rachel se encontraba muy enferma. Jules y Geneviève estaban demasiado preocupados por su amiga como para prestarle atención a ella.
Cuando llegó el médico, anunciado por los ladridos del perro, Geneviève le pidió a la chiquilla que corriera a esconderse en la bodega. No conocían a este médico, se apresuró a explicarle, pues no era el suyo de toda la vida, y no podían arriesgarse.