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Para colmo, estaba el misterio que envolvía al apartamento de la calle Saintonge. La familia Tézac mudándose allí a toda prisa tras el arresto de los Starzynski. Mamé y Edouard sin querer hablar de ello. ¿Por qué? ¿Qué había ocurrido? ¿Qué querían ocultarme?

Mientras caminaba hacia la calle Marbeuf, me sentía aplastada por un peso enorme, una carga que no podía afrontar.

Más tarde, por la noche, me reuní con Guillaume en el Select. Nos sentamos cerca de la barra, lejos del ruido de la terraza. Guillaume llevaba un par de libros. Yo estaba encantada: eran justo los que me había resultado imposible conseguir, en especial uno sobre los campos de prisioneros de Loiret, así que se lo agradecí de corazón.

No tenía pensado contarle nada sobre lo que había descubierto aquella tarde, pero de pronto me encontré soltándolo todo. Guillaume escuchó con atención cada palabra que dije. Cuando acabé, me dijo que su abuela le había contado que tras la redada habían saqueado muchas viviendas judías. La policía había clausurado otras con precintos que acabaron rompiendo meses o años después, cuando fue evidente que nadie iba a volver a esos apartamentos. Según la abuela de Guillaume, la policía recibía la estrecha colaboración de los concierges, que eran capaces de encontrar rápidamente nuevos inquilinos recurriendo al boca a boca. Probablemente, eso era lo que había ocurrido con mi familia política.

– ¿Por qué es tan importante para ti, Julia? -me preguntó Guillaume, al fin.

– Quiero saber qué fue de esa niña.

Guillaume clavó en mí sus ojos oscuros y penetrantes.

– Entiendo, pero ten cuidado al interrogar a la familia de tu marido.

– Sé que ocultan algo. Y quiero saber qué es.

– Ten cuidado, Julia -repitió. Sonreía, pero sus ojos permanecían serios-. Estás jugando con la caja de Pandora. A veces, es mejor no abrirla; a veces, es mejor no saber.

Era lo mismo que, por la mañana, me había dicho Franck Lévy.

Durante diez minutos, Jules y Geneviève recorrieron la casa de arriba abajo como animales enjaulados, sin hablar y retorciéndose las manos, atormentados. Intentaron trasladar a Rachel y llevarla a la planta de abajo, pero estaba demasiado débil, así que al final la dejaron en la cama. Jules hacía todo lo posible por tranquilizar a Geneviève, sin mucho éxito: cada pocos minutos, la mujer se desplomaba sobre la silla o el sofá más cercanos y rompía a llorar.

La chica los seguía como un cachorrillo inquieto, pero ellos no contestaban a ninguna de sus preguntas. Advirtió que Jules se asomaba una y otra vez a la ventana para vigilar la entrada. La chiquilla sintió que el miedo le atenazaba el corazón.

Al caer la noche, Jules y Geneviève se sentaron frente a frente ante la chimenea. Parecían algo más calmados y serenos, pero ella se dio cuenta de que a Geneviève le temblaban las manos. Ambos estaban pálidos y no hacían más que mirar al reloj.

En un momento dado, Jules se volvió hacia la niña y, en tono apacible, le pidió que bajara a la bodega, donde había unos sacos de patatas enormes. Jules quería que se encaramara a uno de ellos y se escondiera lo mejor posible.

– ¿Entendido? Es muy importante. Debes hacerte invisible por si alguien baja al sótano.

La muchacha se quedó paralizada durante unos instantes y exclamó:

– ¡Vienen los alemanes!

Antes de que Jules y Geneviève pudieran pronunciar una palabra, el perro ladró, y los tres dieron un respingo. Jules hizo una seña a la chica, apuntando hacia la trampilla. Ella obedeció al instante, y bajó a la bodega. Olía a humedad y estaba tan oscura que no veía nada, pero consiguió encontrar los sacos de patatas, que estaban en la parte trasera, por el tacto áspero de la arpillera. Había varios, apilados unos encima de otros. Abrió un hueco entre ellos y se coló. Al hacerlo, un saco se abrió y las patatas rodaron con estrépito en una serie de golpes rápidos y sordos. Se apresuró a amontonarlas por encima y alrededor de su cuerpo.

Fue entonces cuando resonaron los pasos, fuertes y rítmicos. Ya los había oído antes en París, por la noche, después del toque de queda, y conocía perfectamente su significado. En aquella ocasión, se había asomado a la ventana y había visto a los soldados que caminaban con sus cascos redondos, bajo la tenue iluminación de la calle, desfilando con movimientos precisos.

Así que eran soldados que marchaban en dirección a la casa. A juzgar por los pasos, debían de ser una docena. Oyó la voz de un hombre, amortiguada, aunque lo bastante clara para distinguir que hablaba en alemán.

Los alemanes habían venido a por Rachel y a por ella. Notó que se le aflojaba la vejiga.

Justo sobre su cabeza sonaron unos pasos, y el murmullo de una conversación que no acababa de captar. Después, escuchó la voz de Jules:

– Sí, teniente, tenemos una niña indispuesta.

– ¿Una niña aria enferma, señor? -preguntó una voz gutural con marcado acento extranjero.

– Una niña que se encuentra grave, teniente.

– ¿Dónde está?

– Arriba. -La voz de Jules sonaba cansada.

Oyó retemblar el techo de la bodega bajo el peso de las botas, y luego, el débil chillido de su compañera de fuga en el piso de arriba. Los alemanes la sacaron de la cama; Rachel gemía, demasiado débil para intentar defenderse.

La niña se tapó los oídos con las manos. No quería ni podía escuchar más. De pronto, se sintió algo más protegida en el silencio que ella misma había creado.

Tumbada entre las patatas, vislumbró un rayo de luz que atravesaba la oscuridad. Alguien había abierto la trampilla y bajaba por las escaleras del sótano. Se destapó los oídos.

– Ahí abajo no hay nadie -oyó decir a Jules-. La pequeña estaba sola. La encontramos en la caseta del perro.

La chica escuchó a Geneviève sonarse la nariz. Luego, su voz, llorosa y cascada.

– ¡Por favor, no se lleven a la pequeña! ¡Está muy enferma!

La respuesta gutural fue irónica.

– Madame, la cría es una judía. Lo más probable es que haya escapado de uno de los campos cercanos. No tiene motivos para estar en su casa.

Observó el parpadeo anaranjado de una linterna que bajaba poco a poco por las escaleras de la bodega, acercándose cada vez más. Luego, aterrada, vio la enorme sombra negra de un soldado, recortada como un dibujo animado. Venía a por ella, iba a atraparla. Intentó encogerse todo lo que pudo y contuvo la respiración. Su corazón prácticamente había dejado de latir.

¡No, no iban a encontrarla! Era injusto, no había derecho a que la encontraran. Ya tenían a la pobre Rachel, ¿no les bastaba con eso? ¿Y dónde se la habían llevado? ¿La tenían fuera, en una camioneta, con los soldados? ¿Se habría desmayado? Se preguntó si la llevarían a un hospital o de regreso al campo. ¡Malditos monstruos sanguinarios! Odiaba a esos bastardos, deseaba que se murieran todos. Utilizó todas las palabrotas que conocía, todos los tacos que su madre le había prohibido pronunciar. ¡Cabrones hijos de puta! Gritó mentalmente todas las palabras malsonantes que se le pasaron por la cabeza, tan alto como se lo permitió su imaginación, apretando los párpados para no ver el rayo de luz que se aproximaba y que pasaba por encima de los sacos donde estaba escondida. No la encontrarían nunca. Hijos de puta, mamones.