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Resonó de nuevo una voz, la de Jules, mientras decía:

– Aquí abajo no hay nadie, teniente. Estaba sola y apenas se tenía de pie, teníamos que atenderla.

La voz del teniente le llegó como un zumbido de moscas:

– Sólo estamos comprobando. Vamos a echar un vistazo a su bodega, y luego tendrán que acompañarnos a la Kommandantur.

Mientras el haz de luz pasaba sobre su cabeza, la chica intentó no moverse ni respirar.

– ¿Acompañarles? -La voz de Jules sonaba perpleja-. Pero ¿por qué?

Entonces surgió la voz de Geneviève, sorprendentemente serena. Parecía que había dejado de llorar.

– Usted mismo ha podido comprobar que no la escondíamos teniente. Nos limitamos a cuidarla, eso es todo. Era incapaz de hablar, por lo que ni siquiera sabemos su nombre.

– Claro -siguió Jules-, incluso hemos avisado a un médico. No la estábamos ocultando.

Hubo una pausa. La muchacha oyó toser al teniente.

– En efecto, eso es lo que nos ha contado Guillemin, que ustedes no la encubrían. Eso nos ha dicho el buen Herr doktor.

La niña notó que alguien movía las patatas que había sobre su cabeza. Se quedó quieta como una estatua y contuvo el aliento. Le picaba la nariz y tenía ganas de estornudar.

Volvió a escuchar la voz de Geneviève, serena, utilizando un tono animado y casi duro que no le había oído hasta ese momento.

– ¿Les apetece una copa de vino, caballeros?

Las patatas dejaron de moverse a su alrededor.

Arriba, el teniente soltó una risotada.

– ¿Vino? Jawohl! *

– ¿Y un poco de paté? -preguntó Geneviève en el mismo tono.

Los pasos se retiraron escaleras arriba y la trampilla se cerró de un portazo. La chica casi se desmayó de alivio. Se rodeó con sus propios brazos, con la cara empapada de lágrimas. ¿Cuánto tiempo estuvieron arriba, chocando los vasos, arrastrando los pies y riendo a carcajadas? A ella se le hizo interminable. Le pareció que las voces del teniente eran cada vez más alegres, e incluso le llegó un tremendo eructo. A Jules y a Geneviève no se les oía. ¿Seguirían arriba? Se moría de ganas de saber qué estaba pasando, pero sabía que debía quedarse allí hasta que Jules o Geneviève bajaran a buscarla. Tenía los brazos y las piernas dormidos, pero no se atrevía a moverse.

Por fin la casa se quedó en silencio. El perro ladró una vez, y después se calló. La chica aguzó el oído y se preguntó si los alemanes se habrían llevado a Jules y Geneviève y la habrían dejado sola en la casa. Después oyó el sonido ahogado de unos sollozos. La trampilla rechinó al abrirse y la voz de Jules la llamó:

– ¡Sirka! ¡Sirka!

Cuando se incorporó, le dolían las piernas, tenía los ojos irritados por el polvo y las mejillas húmedas y sucias. Vio que Geneviève había roto a llorar y tenía la cara enterrada entre las manos, mientras Jules intentaba consolarla. La chica los miraba con impotencia. La señora levantó la vista. Su cara parecía haberse hundido y envejecido de golpe.

– Se han llevado a esa niña para matarla -susurró- No sé dónde ni cómo, pero estoy segura de que morirá. No han querido hacernos caso. Hemos intentado emborracharles, pero el vino no se les ha subido. A nosotros nos han dejado en paz, pero se han llevado a Rachel.

Las lágrimas resbalaban por las arrugadas mejillas de Geneviève. Sin dejar de menear la cabeza, afligida, agarró la mano de Jules y la apretó.

– Dios mío, ¿adónde va a llegar este país?

Geneviève le hizo una seña a la chica para que se acercara y cogió su mano entre sus dedos curtidos y ajados. Me han salvado, pensó la chica. Me han salvado la vida. A lo mejor alguien como ellos ha salvado a Michel, a papá y a mamá. Quizás aún haya esperanza.

– ¡Mi pequeña Sirka! -dijo Geneviève con un suspiro, retorciéndose los dedos-. Has sido muy valiente ahí abajo.

La chica sonrió. Fue una sonrisa hermosa y llena de coraje que conmovió el alma de los dos viejos.

– Por favor -les dijo-, no me llamen Sirka. Ese era mi nombre de bebé.

– Y entonces, ¿cómo tenemos que llamarte? -preguntó Jules.

La chica cuadró los hombros y levantó la barbilla. -Me llamo Sarah Starzynski.

Al salir del apartamento, donde estuve comprobando con Antoine la marcha de las obras, me detuve en la calle Bretagne. El taller mecánico aún seguía allí. También había una placa en la que se recordaba que las familias judías del distrito III habían estado allí la mañana del 16 de julio de 1942, antes de que los trasladaran al Vel' d'Hiv' para deportarlos a los campos de concentración. Aquí fue donde comenzó la odisea de Sarah, me dije. ¿Cómo acabó?

Mientras estaba allí, ajena al tráfico, pensé que casi podía ver a Sarah bajando la calle de Saintonge aquella calurosa mañana de julio con sus padres y los gendarmes. Sí, podía verlo todo. Cómo los metían a empujones en el taller, justo allí donde me encontraba en aquel momento. Podía ver la preciosa cara en forma de corazón de la niña, su perplejidad y su miedo. El pelo liso recogido con un lazo, los ojos rasgados color turquesa. Sarah Starzynski. ¿Seguiría viva? Calculé que ahora tendría setenta años. No, seguro que no. Sin duda había desaparecido de la faz de la tierra, con el resto de los niños del Vel' d'Hiv'. Jamás había regresado de Auschwitz. Sólo era un puñado de ceniza.

Salí de la calle Bretagne y volví al coche. Al más puro estilo americano, nunca había sido capaz de acostumbrarme a conducir un vehículo con marchas. Mi coche era un modelo automático japonés del que Bertrand se burlaba. Nunca lo utilizaba para conducir por París: la red de metro y de autobús era excelente, por lo que no sentía la necesidad de coger el coche para moverme por la ciudad. Bertrand se burlaba de eso también.

Bamber y yo íbamos a visitar Beaune-la-Rolande aquella tarde. Estaba a una hora en coche de París. Por la mañana había estado en Drancy con Guillaume. Se hallaba muy cerca de París, incrustado entre los grises y destartalados suburbios de Bobigny y Pantin. Durante la guerra, más de sesenta trenes salieron de Drancy, situado justo en el corazón del sistema ferroviario francés, con destino a Polonia. Cuando pasábamos al lado de una gran escultura de estilo moderno construida en conmemoración de aquello, me di cuenta de que ahora el campo de concentración estaba habitado. Había mujeres que paseaban con cochecitos de bebé y perros, niños que corrían y gritaban, cortinas que ondeaban al viento, plantas que crecían en los alféizares. Me quedé estupefacta. ¿Cómo podía vivir alguien entre esas paredes? Le pregunté a Guillaume si ya lo sabía, y él asintió. Al verle la cara, supe que estaba muy afectado. Toda su familia había sido deportada desde aquel campo. No debía resultar fácil para él visitarlo, pero había insistido en acompañarme.

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* Sí. A la orden. [N. del T.]