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El conservador del Museo Conmemorativo de Drancy era un tal Menetzky, un hombre de mediana edad y aspecto cansado. Nos esperaba en el exterior del pequeño museo, que sólo se abría si se concertaba una cita por teléfono. Recorrimos lentamente aquella habitación pequeña y sencilla, viendo fotos, artículos y mapas. Había algunas estrellas amarillas expuestas tras un panel de cristal. Era la primera vez que veía una auténtica. Me impresionó, y también me puso enferma.

El campo apenas había cambiado en los últimos sesenta años. La gigantesca construcción de cemento en forma de U, construida a finales de los años treinta como un innovador proyecto residencial y requisado por el gobierno de Vichy en 1941 para deportar judíos, albergaba ahora a cuatrocientas familias alojadas en diminutos apartamentos, como había venido ocurriendo desde 1947. Drancy tenía los alquileres más baratos del extrarradio.

Le pregunté al lúgubre señor Meneztky si los residentes de la Cité de la Muette (el nombre de aquel sitio, por extraño que parezca, significaba «Ciudad de la Muda») tenían idea de dónde vivían. Él negó con la cabeza. La mayoría eran jóvenes y, según él, ni lo sabían ni les importaba. También le pregunté si el monumento recibía muchos visitantes y él contestó que los colegios mandaban a sus alumnos, y que a veces venían turistas. Hojeamos el libro de visitas. «A Paulette, mi madre. Te quiero, y jamás te olvidaré. Vendré aquí todos los años para rendirte homenaje. En 1944 saliste de aquí para ir a Auschwitz, de donde nunca regresaste. Tu hija, Danielle». Sentí que los ojos me escocían por las lágrimas.

Después nos enseñó el vagón para el transporte de ganado que estaba situado en medio de un prado, fuera del museo. Se encontraba cerrado, pero el conservador tenía la llave. Traté de imaginar el vagón atestado de gente, aplastándose unos a otros, niños pequeños, abuelos, padres de mediana edad, adolescentes, todos camino de la muerte. Guillaume estaba pálido. Luego, me confesó que nunca se había atrevido a entrar en el vagón. Le pregunté si se encontraba bien. Asintió, pero se notaba que estaba destrozado.

Mientras nos alejábamos del edificio, con una pila de folletos y libros debajo del brazo que el conservador me había dado, cavilé acerca de todo lo que sabía de Drancy, un lugar inhumano del que, durante los años del terror, no dejaron de salir trenes cargados de judíos con destino a Polonia.

No podía desterrar de la mente las desgarradoras descripciones sobre los cuatro mil niños del Vel' d'Hiv' que habían llegado aquí sin sus padres a finales del verano del 42, sucios, enfermos y famélicos. ¿Estaba Sarah entre ellos? ¿Había partido hacia Auschwitz, aterrorizada y sola en un vagón de ganado lleno de desconocidos?

Bamber me aguardaba enfrente de nuestra oficina. Después de colocar su equipo fotográfico en el asiento de atrás, dobló su cuerpo larguirucho para acomodarse en el del copiloto. Entonces me miró, y me di cuenta de que algo le preocupaba. Me apretó el antebrazo en un gesto de cariño.

– ¿Te encuentras bien, Julia?

Supuse que las gafas de sol no ayudaban: llevaba escrito en la cara que había pasado una noche espantosa. Había estado discutiendo con Bertrand hasta la madrugada, y, cuanto más hablábamos, más inflexible se volvía. No, no quería tener ese bebé. Para él, aún no llegaba a la categoría de bebé, y ni siquiera era un ser humano. Tan sólo una pequeña simiente, menos que nada. No quería a aquel hijo, era demasiado para él. Para mi asombro, se le quebró la voz. De pronto, su cara parecía devastada por el tiempo, vieja. ¿Dónde estaba mi displicente, vanidoso e irreverente marido? Me quedé mirándole, estupefacta. Si decidía tenerlo contra su voluntad, me dijo con voz ronca, sería el fin. «¿El fin de qué?», le pregunté atónita. «El fin de lo nuestro», contestó con aquella horrible voz rota que yo no reconocía. El fin de nuestro matrimonio. Nos quedamos callados, mirándonos mutuamente sobre la mesa de la cocina. Le pregunté por qué le aterraba tanto que el bebé naciera. Dejó de mirarme, suspiró y se frotó los ojos. Me dijo que se estaba haciendo viejo. Se acercaba a los cincuenta. Eso en sí ya era terrible. Envejecer. Soportar la presión del trabajo para mantener a raya a los chacales jóvenes, competir con ellos día tras día. Y, sobre todo, ver cómo se desvanecía su atractivo. Era incapaz de aceptar el rostro que veía en el espejo cada mañana.

Nunca había tenido una conversación semejante con Bertrand, ni había llegado a imaginar que envejecer supusiera un problema tan grave para él. «No quiero tener setenta años cuando mi hijo cumpla veinte», murmuraba una y otra vez. «No puedo, y no pienso hacerlo. Debes meterte esto en la cabeza, Julia. Si tienes ese hijo, vas a matarme. ¿Me oyes? Vas a matarme».

Respiré hondo. No sabía qué decirle a Bamber, ni por dónde empezar. ¿Cómo podía entenderlo alguien que era tan joven y tan distinto? Sin embargo, agradecía su simpatía y su interés, así que enderecé los hombros.

– Bueno, no voy a ocultártelo, Bamber -le dije sin mirarle, aferrando el volante con todas mis fuerzas-. He pasado una noche de aúpa.

– ¿Tu marido? -preguntó, tanteándome.

– En efecto, mi marido -respondí.

Asintió. Después se volvió hacia mí.

– Julia, si quieres hablar de ello, cuenta conmigo -dijo con el mismo tono contundente y solemne con el que Churchill había asegurado: «Nunca nos rendiremos».

No pude contener una sonrisa.

– Gracias, Bamber. Eres un buen tío.

Sonrió.

– ¿Qué tal en Drancy?

Solté un gemido.

– Oh, Dios, ha sido horrible. Es el sitio más deprimente que te puedas imaginar. ¿Te puedes creer que hay gente viviendo allí? Fui con un amigo cuya familia fue deportada desde allí. No vas a disfrutar tomando fotos de Drancy, créeme. Es diez veces peor que la calle Nélaton.

Salí de París por la A-6. Por suerte, no había mucho tráfico a esa hora del día. Íbamos callados. Me di cuenta de que tenía que hablar con alguien sobre el bebé, y pronto. No podía seguir guardándomelo. ¿Charla? Era demasiado temprano para llamarla. En Nueva York apenas eran las seis de la mañana, aunque su jornada como implacable abogada de éxito estaba a punto de empezar. Tenía dos niños pequeños que eran el vivo retrato de su ex marido, Ben. Ahora tenía un nuevo esposo, Barry, que era un tipo encantador y trabajaba con ordenadores, pero yo aún no lo conocía demasiado.

Me moría por escuchar la voz de Charla, la forma tan cálida y afable en que decía «¡Hola!» por el teléfono cuando sabía que era yo. Charla y Bertrand nunca habían congeniado. Digamos que se toleraban, y había sido así desde el principio. Yo sabía lo que Bertrand pensaba de Charla: La típica americana, guapa, brillante, arrogante y feminista. Y ella de éclass="underline" El típico franchute, atractivo, chauvinista y engreído. Echaba de menos a Charla. Me encantaban su vitalidad, su risa, su sinceridad. Cuando me vine de Boston a París, hace ya muchos años, ella aún no había cumplido los veinte. Al principio no la añoré demasiado; al fin y al cabo, sólo era mi hermana pequeña. Ahora era cuando la echaba de menos. Muchísimo.

– Mmm… -sonó la voz suave de Bamber-. ¿Ésa no era nuestra salida?

Lo era.

– ¡Mierda! -dije.

– No importa -me tranquilizó Bamber mientras se peleaba con el mapa-. La siguiente también nos va bien.

– Lo siento -murmuré-. Estoy un poco cansada.

Me sonrió con gesto comprensivo y mantuvo la boca cerrada. Eso era algo que me gustaba de Bamber.

Beaune-la-Rolande estaba cerca, una ciudad sombría perdida entre los trigales. Aparcamos en el centro, junto a la iglesia y el ayuntamiento. Dimos una vuelta y Bamber sacó algunas fotos. Había poca gente; era un lugar triste y solitario.

Había leído que el campo estaba situado en la zona nordeste, y que en los años sesenta habían construido en él una escuela técnica. El campo estaba a unos tres kilómetros de la estación, justo en el otro extremo de la ciudad lo que significaba que las familias deportadas tuvieron que atravesar andando el corazón de Beaune-la-Rolande. Pensé que tenían que quedar personas que lo recordaran, y se lo dije a Bamber; vecinos que se habían asomado a la ventana o al umbral de la puerta para ver desfilar esas hileras interminables de gente.