La estación de tren ya no prestaba servicio. La habían renovado y transformado en una guardería, lo cual no dejaba de ser una enorme ironía, me dije al ver a través de las ventanas los dibujos de colores y los animales de peluche. Un grupo de niños pequeños jugaba en un área vallada a la derecha del edificio.
Una mujer de cerca de treinta años con un crío en brazos salió a preguntarme si quería algo. Le contesté que era periodista y que buscaba información sobre el antiguo campo de internamiento que se levantaba en aquel lugar en los años cuarenta. La mujer no había oído hablar de él en su vida. Yo señalé el cartel sobre la puerta de la guardería.
«En memoria de los miles de niños, mujeres y hombres judíos que entre mayo de 1941 y agosto de 1943 pasaron por esta estación y el campo de internamiento de Beaune-la-Rolande antes de ser deportados al campo de exterminio de Auschwitz, donde fueron asesinados. Que no se olvide jamás».
La mujer se encogió de hombros, sonriéndome con aire de disculpa. No lo sabía. Era demasiado joven, al fin y al cabo. Aquello había ocurrido mucho antes de que ella naciera. Le pregunté si la gente iba a la estación a ver el cartel. Me contestó que ella sólo llevaba un año trabajando allí, pero que nunca había visto a nadie.
Bamber tomaba fotografías mientras yo rodeaba el achaparrado edificio blanco. El nombre de la ciudad figuraba grabado en letras negras a ambos lados de la estación. Me asomé por encima de la valla.
Los viejos raíles estaban sembrados de maleza, pero seguían en su sitio, con sus traviesas de madera y su acero oxidado. Sobre aquellos rieles abandonados habían rodado muchos trenes con destino a Auschwitz. Al mirar las traviesas se me encogió el corazón, y de pronto sentí que me costaba mucho respirar.
El 5 de agosto de 1942 el convoy número 15 había llevado a los padres de Sarah Starzynski directos a la muerte.
Sarah durmió mal aquella noche. Escuchaba los gritos de Rachel una y otra vez. Se preguntó dónde estaría ahora su compañera, y cómo se encontraría. ¿La estarían cuidando, ayudándola a reponerse? ¿Adónde se habían llevado a todas esas familias judías? ¿Qué habían hecho con sus padres y con los niños del campo de Beaune?
Tendida boca arriba en la cama, Sarah escuchaba el silencio de la vieja casa. Tenía tantas preguntas, y ninguna respuesta. Antes, su padre le resolvía todas sus dudas: por qué el cielo es azul, de qué están hechas las nubes, cómo vienen al mundo los bebés. Por qué hay mareas en el océano, cómo crecen las flores, por qué la gente se enamora. Siempre se tomaba su tiempo para contestarle, con paciencia y con calma, usando palabras sencillas y claras. Jamás le decía que no tenía tiempo, ya que le encantaba que no dejara de hacerle preguntas, y decía que era una niña muy inteligente.
Pero también recordó que últimamente su padre había dejado de contestar a sus preguntas acerca de la estrella amarilla, la prohibición de ir al cine o a la piscina municipal, el toque de queda, o incluso ese alemán que odiaba a los judíos y cuyo solo nombre la hacía estremecerse. No, su padre no respondía, y se limitaba a quedarse pensativo y callado. Cuando, justo antes de que vinieran a arrestarlos en aquel jueves negro, ella volvió a preguntarle por segunda o tercera vez en qué consistía exactamente ser judío para que los demás los odiaran tanto (Sarah no podía creer que les tuvieran miedo porque eran «diferentes»), su padre desvió la mirada, como si no la hubiese oído, pero ella sabía que la había escuchado perfectamente.
No quería pensar en su padre. Le causaba demasiado dolor. Ni siquiera recordaba la última vez que le había visto. Sí, había sido en el campo, pero ¿cuándo exactamente? Lo había olvidado. En el caso de su madre sí recordaba la última vez que había visto su cara: fue cuando ella se dio la vuelta, mientras se alejaba con las otras mujeres que caminaban entre sollozos por el largo y polvoriento camino que conducía a la estación. Sarah tenía una imagen nítida grabada en la cabeza, como una fotografía. El semblante pálido de su madre, sus ojos asombrosamente azules. El fantasma de una sonrisa.
Pero con su padre no hubo una última vez. No tenía, una última imagen que evocar o a la que aferrarse. Trató de recordarle ahora, de visualizar su rostro delgado y moreno, su mirada profunda. Tenía los dientes muy blancos, en contraste con su tez oscura. Siempre había oído decir que ella se parecía a su madre, al igual que Michel. Tenían sus hermosos rasgos eslavos, sus pómulos altos y anchos y sus ojos rasgados. Su padre se quejaba de que ninguno de sus hijos se parecía a él. Ahora, Sarah intentó apartar de su mente la sonrisa de su padre. Era demasiado dolorosa, demasiado intensa.
Al día siguiente pensaba partir hacia París. Debía volver a casa y averiguar qué había sido de Michel. A lo mejor estaba a salvo, como ella. A lo mejor alguien generoso y de buen corazón había conseguido abrir la puerta de su escondite y sacarle de allí. ¿Pero quién?, se preguntaba. ¿Quién podía haberle ayudado? Sarah nunca se había fiado de madame Royer, la concierge. Tenía la mirada huidiza y la sonrisa falsa. No, seguro que ella no. Tal vez el simpático profesor de violín, el que en la mañana de aquel jueves negro había gritado: «¡No pueden hacer eso! ¡Son gente honrada! ¡No pueden hacer eso!». Sí, quizás había conseguido salvar a Michel, quizás Michel se hallaba a salvo en casa de ese señor mientras él interpretaba baladas polacas para él. Se imaginó las carcajadas de Michel y sus mofletes rosados mientras tocaba las palmas con sus manitas y bailaba sin dejar de dar vueltas y más vueltas. Quizá su hermano la estaba esperando, quizá le decía cada mañana al profesor de violín: «¿Cuándo va a venir Sirka? ¿Va a venir hoy? Me prometió que volvería a por mí, ¡me lo prometió!».
Cuando al amanecer se despertó con el canto de un gallo, se dio cuenta de que la almohada estaba mojada, empapada de lágrimas. Se vistió deprisa, poniéndose la ropa limpia que Geneviève le había dado. Eran prendas de chico, resistentes y pasadas de moda. Se preguntó a quién habrían pertenecido. ¿A ese tal Nicolas Dufaure que se había tomado la molestia de escribir su nombre en todos sus libros? Después, Sarah guardó la llave y el dinero en un bolsillo.
Abajo, la amplia y fresca cocina estaba vacía. Aún era pronto. El gato dormía enroscado en una silla. La chica desayunó un trozo de pan tierno y un poco de leche. De vez en cuando se palpaba el bolsillo para cerciorarse de que el fajo de dinero y la llave estaban a buen recaudo.
Era una mañana calurosa y gris. Pensó que por la noche habría tormenta, una de esas ruidosas tormentas que tanto miedo le daban a Michel. Se preguntó cómo iba a llegar a la estación. ¿A qué distancia estaba Orleans? No tenía ni idea. ¿Cómo se las arreglaría para encontrar el camino? He llegado hasta aquí, se dijo, así que ahora no puedo rendirme: encontraré una forma de llegar. Pero no podía marcharse sin despedirse de Jules y Geneviève, así que esperó mientras, sentada en los peldaños de la entrada, se dedicaba a tirar migas a las gallinas y a los pollitos.
Geneviève bajó media hora después. Su rostro aún mostraba vestigios de la crisis de la noche anterior. Minutos después, apareció Jules, que plantó un cariñoso beso en la cabeza rapada de Sarah. La chica observó cómo preparaban el desayuno con gestos lentos y cuidadosos. Les había tomado cariño. Más que cariño, admitió para sus adentros. ¿Cómo iba a decirles que se marcharía ese día? Estaba convencida de que iba a partirles el corazón, mas no le quedaba otra opción: debía volver a París.