No había vuelto a saber de Sarah desde 1955.
– Les escribió un par de cartas a mis padres. Al año siguiente, envió una tarjeta para anunciar su boda. Recuerdo que mi padre nos dijo que Sarah iba a casarse con un yanqui. -Gaspard sonrió-. Estábamos muy contentos por ella. Pero después ya no hubo más llamadas ni llegaron más cartas, nunca más. Mis padres intentaron localizarla. Hicieron todo lo posible por dar con ella: llamaron a Nueva York, le escribieron cartas, le mandaron telegramas. También trataron de encontrar a su marido, pero nada. Sarah había desaparecido. Fue terrible para ellos. Durante años esperaron una señal, una llamada, una carta. Pero no recibieron nada. Luego mi abuelo murió a principios de los sesenta, y mi abuela le siguió pocos años después. Creo que los dos tenían roto el corazón.
– ¿Sabe que sus abuelos podrían recibir el título de «Justos entre las Naciones»? -le dije.
– ¿Y eso qué es? -preguntó, perplejo.
– El Instituto Yad Vashem de Jerusalén condecora con esa medalla a aquellos gentiles que salvaron judíos durante la guerra. También se puede obtener a título póstumo.
Gaspard se aclaró la garganta, y apartó la mirada de mí.
– Encuéntrela. Por favor, encuéntrela, mademoiselle Jarmond. Dígale que la echo de menos. Y mi hermano Nicolas también. Dígale que le enviamos todo nuestro cariño.
Antes de marcharme, me entregó una carta.
– Mi abuela le escribió esto a mi padre, después de la guerra. Tal vez quiera echarle un vistazo. Puede devolvérsela a Nathalie cuando la haya leído.
Más tarde, en casa, sola, descifré aquella caligrafía antigua. Según lo leí, me eché a llorar. Me las arreglé para calmarme, me sequé las lágrimas y me soné la nariz.
Después llamé a Edouard y le leí la carta por teléfono. Me dio la impresión de que se echó a llorar, pero que hacía todo lo posible para convencerme de lo contrarío. Me dio las gracias con un nudo en la garganta y colgó.
8 de septiembre de 1946
Alain, querido hijo mío:
Cuando Sarah volvió la semana pasada después de pasar el verano contigo y con Henriette, tenía las mejillas rosadas… y sonreía. Jules y yo nos sorprendimos mucho, y también nos emocionamos. Sarah piensa escribirte personalmente para darte las gracias, pero yo quería decirte lo agradecida que te estoy por tu ayuda y tu hospitalidad. Como sabes, estos últimos cuatro años han sido espantosos. Cuatro años de cautiverio de miedo y de privaciones para todos nosotros y para nuestro país. Cuatro años que nos han pasado factura a Jules y a mí, pero sobre todo a Sarah. Creo que nunca superará lo que ocurrió el verano de 1942, cuando la llevamos a su casa del Marais. Sé que aquel día algo se rompió en su interior.
Nada de esto ha sido fácil, y tu apoyo ha resultado inestimable. Esconder a Sarah del enemigo y mantenerla a salvo desde aquel largo verano hasta el armisticio final ha sido terrible, pero ahora tiene una familia. Nosotros somos su familia, y tus hijos, Gaspard y Nicolas, son sus hermanos. Ella es una Dufaure y ahora lleva nuestro apellido.
Sé que ella nunca lo olvidará. Sus mejillas rosadas y su sonrisa esconden una gran dureza. No es como las demás chicas de catorce años. Es como una mujer, adulta y amargada. A veces parece mayor que yo. Nunca menciona a su familia ni mucho menos a su hermano, pero sé que siempre los lleva en el corazón. Va al cementerio un día a la semana, y a veces incluso más, para visitar la tumba de su hermano. Prefiere acudir sola, y se niega a que yo la acompañe. A veces la sigo, sólo para asegurarme de que no le pasa nada. Cuando llega, se sienta ante la pequeña lápida y se queda muy quieta. Puede pasar así horas, sujetando esa llave de latón que siempre lleva encima, la llave del armario donde murió su pobre hermanito. Cuando vuelve a casa tiene el gesto serio y frío. Le cuesta mucho hablar, comunicarse conmigo. Intento darle todo mi cariño, pues ella es la hija que nunca tuve.
Nunca habla de Beaune-la-Rolande. Si alguna vez pasamos cerca del pueblo, palidece, vuelve la cabeza y cierra los ojos. Me pregunto si algún día el mundo sabrá, si saldrá a la luz todo lo que ha ocurrido aquí, o si seguirá siendo un secreto para siempre, enterrado en un pasado oscuro y turbulento.
Durante el año pasado, después de acabar la guerra, Jules se acercó a menudo al Lutétia, acompañado a veces por Sarah, para informarse sobre la gente que regresaba de los campos de concentración. Lo hacía albergando grandes esperanzas, como todos. Pero ahora ya sabemos la verdad. Sus padres nunca volverán: los mataron en Auschwitz en aquel terrible verano de 1942.
En ocasiones me pregunto cuántos niños como ella han pasado por ese infierno y han sobrevivido, y ahora tienen que seguir adelante sin sus seres queridos. ¡Cuánto sufrimiento, cuánto dolor! Sarah ha tenido que renunciar a todo lo que era: su familia, su apellido, su religión. Jamás hablamos de ello, pero sé cuán profundo es el vacío que siente y qué pérdida tan cruel ha sufrido. A menudo habla de marcharse de Francia y empezar de nuevo en algún otro lugar, lejos de todo lo que ha conocido y experimentado. Aún es demasiado joven y frágil para dejar la granja, pero ese día llegará tarde o temprano: Jules y yo sabemos que deberemos dejarla marchar.
Sí, la guerra ha terminado, al fin se acabó, pero para tu padre y para mí nada volverá a ser lo mismo. La paz ha dejado un regusto amargo, y el futuro es incierto. Los acontecimientos sobrevenidos han transformado la faz del mundo, y también la de Francia. Nuestro país aún sigue recuperándose de sus años más oscuros. ¿Lo conseguirá algún día? Ésta es otra Francia que ya no reconozco. Ahora soy vieja, y sé que mis días están contados; pero Sarah, Gaspard y Nicolas aún son jóvenes, y tendrán que vivir en esta nueva Francia. Me da pena por ellos, y temo lo que se avecina.
Mi querido hijo, no pretendía que ésta fuera una carta tan triste, pero al final me ha salido así, y lo siento de veras. Tengo que atender el huerto y dar de comer a las gallinas, así que me despido. Deja que te dé las gracias otra vez por todo lo que habéis hecho por Sarah. Que Dios os bendiga a los dos, por vuestra generosidad y vuestra entrega, y que Dios bendiga a vuestros hijos.
Tu madre, que te quiere,
Geneviève
Otra llamada de teléfono. El móvil. Debería haberlo apagado. Era Joshua, lo cual me sorprendió, porque no solía llamar tan tarde.
– Te he visto en las noticias, tesoro -me dijo-. Estabas muy guapa. Un poco pálida, pero llena de glamour.
– ¿Las noticias? -le pregunté-. ¿Qué noticias?
– Pues he encendido la tele para ver las noticias de las ocho en la TF 1, y ahí que aparece mi Julia, justo debajo del Primer Ministro.
– Ah, ya, la ceremonia del Vel' d'Hiv'.
– Un buen discurso, ¿no crees?
– Muy bueno.
Una pausa. Escuché el clic de su mechero cuando se encendió un Marlboro Mild, el de la cajetilla plateada, de esos que sólo se encuentran en Estados Unidos. Me pregunté qué quería decirme. Normalmente era directo. Muy directo.
– ¿Qué pasa, Joshua? -le pregunté con cautela.
– Nada, la verdad. Sólo te llamaba para decirte que has hecho un buen trabajo. Tu artículo sobre el Vel' d'Hiv' está dando mucho que hablar. Sólo quería decírtelo. Las fotos de Bamber son geniales, también. Los dos lo habéis hecho de vicio.
– Ah -contesté-. Gracias.