Bertrand se volvió hacia mí. Tenía ese destello en los ojos que me ponía en alerta, el que anunciaba que iba a decir algo muy gracioso, o muy cruel, o ambas cosas a la vez. Era obvio que también Antoine sabía lo que significaba, a juzgar por la docilidad y atención con que se dedicó a estudiar las borlas de sus mocasines de charol.
– Oh, sí, claro, ya sabemos lo que miss Jarmond piensa sobre nuestras escuelas, nuestros hospitales, nuestras huelgas interminables, nuestras larguísimas vacaciones, nuestra fontanería, nuestro servicio postal, nuestra televisión, nuestros políticos, nuestras aceras llenas de cagadas de perro -dijo Bertrand, luciendo su perfecta dentadura-. Lo hemos oído tantas, tantas veces, ¿verdad? Me gusta estar en América, todo está limpio en América, ¡todo el mundo recoge la mierda de su perro en América *!
– ¡Papá, basta! ¡Eres un grosero! -dijo Zoë, agarrándome de la mano.
Fuera, la chica vio a un vecino en pijama que se asomaba a la ventana. Era un hombre muy simpático, profesor de música. Tocaba el violín, y a ella le gustaba escucharle. A menudo tocaba para ella y su hermano desde el otro lado del patio. Interpretaba viejas canciones francesas como Sur le pont d'Avignon y À la claire fontaine, y también piezas del país de sus padres, que hacían a éstos bailar alegremente. Las zapatillas de su madre se deslizaban por el entarimado mientras su padre la hacía girar una y otra vez hasta que todos acababan mareados.
– ¿Qué están haciendo? ¿Adónde se las llevan? -gritó el vecino.
Su voz resonó en el patio, amortiguando el llanto del bebé. El hombre de la gabardina no respondió.
– No pueden hacer eso -insistió el vecino-. ¡Son gente honrada! ¡No pueden hacer eso!
Al sonido de su voz empezaron a abrirse postigos, y hubo rostros que observaron por detrás de las cortinas.
Pero la chica se dio cuenta de que nadie se movía, nadie decía nada. Se limitaban a mirar.
La madre se paró en seco, con la espalda encorvada por los sollozos. Los hombres le dieron un empujón para que siguiera andando.
Los vecinos observaban en silencio. Hasta el profesor de música permaneció en un mutismo absoluto.
De pronto, la madre se giró y chilló a pleno pulmón. Gritó el nombre de su marido, tres veces.
Los hombres la sujetaron por los hombros y la sacudieron con fuerza. Se le cayeron las bolsas y los bultos. La chica intentó detenerles, pero la apartaron de un empujón.
Apareció un hombre en la entrada, un hombre flaco, con la ropa arrugada, sin afeitar, los ojos rojos y cansados. Atravesó el patio caminando con la espalda erguida.
Cuando alcanzó a los dos hombres les dijo quién era. Tenía un fuerte acento, como el de la mujer.
– Llévenme con mi familia -dijo.
La chica entrelazó sus dedos con los de su padre.
Estoy a salvo, pensó. Estaba a salvo con su madre y con su padre. Aquello no iba a durar mucho. Se trataba de la policía francesa, no de los alemanes. Nadie iba a hacerles daño.
Pronto estarían de vuelta en casa, y mamá prepararía el desayuno. Y su hermano pequeño podría salir de su escondite. Y papá caminaría calle abajo, hacia el almacén donde trabajaba de capataz y, junto con sus compañeros, fabricaba entrones, bolsos y billeteras, y todo sería igual. La cosa volvería a ser segura, muy pronto.
En el exterior ya se había hecho de día. La angosta calle estaba desierta. La chica volvió la mirada a su edificio, a los rostros silenciosos de las ventanas, a la concierge, que abrazaba a la pequeña Suzanne.
El profesor de música levantó la mano despacio, en un gesto de despedida.
Ella le devolvió el saludo, sonriente. Todo iba a ir bien. Iba a volver. Todos iban a volver.
Pero el profesor parecía afligido.
Por su rostro corrían lágrimas; lágrimas silenciosas de impotencia y vergüenza que ella no alcanzaba a comprender.
Grosero? A tu madre le encanta -dijo Bertrand riendo entre dientes y guiñándole un ojo a Antoine-. ¿Verdad, mi amor? ¿Verdad, chérie?
Empezó a dar vueltas por la sala de estar chasqueando los dedos al ritmo de la canción de West Side Story.
Me sentí idiota, estúpida, delante de Antoine. ¿Por qué disfrutaba Bertrand dejándome como la americana despectiva y llena de prejuicios que siempre critica a los franceses? ¿Y por qué yo me quedaba parada y le dejaba seguir con ello? En su momento resultaba divertido. Al principio de nuestro matrimonio era un chiste clásico, una de esas bromas con las que nuestros amigos, tanto americanos como franceses, se desternillaban de risa. Al principio.
Sonreí, como de costumbre. Pero aquel día mi sonrisa debió de parecer un tanto forzada.
– ¿Has ido a ver a Mamé últimamente? -pregunté.
Bertrand ya estaba ocupado tomando medidas a algo.
– ¿Qué?
– Mamé -repetí con paciencia-. Supongo que le gustaría verte. Para hablar del apartamento.
Sus ojos se encontraron con los míos.
– No tengo tiempo, amour. ¿Vas tú?
Una mirada suplicante.
– Bertrand, yo voy todas las semanas, ya lo sabes.
Bertrand suspiró.
– Es tu abuela -le dije.
– Y ella te quiere, l'Américaine -dijo con una sonrisa-. Igual que yo, bebé *.
Se me acercó para darme un suave beso en los labios.
La americana. «Así que tú eres la americana», dijo Mamé, muchos años atrás, en esa misma habitación, estudiándome de arriba abajo con sus ojos grises. L'Américaine. Qué americana me hizo sentir aquello, con mi pelo cortado a capas, mis zapatillas de deporte y mi sonrisa saludable. Y qué francesa en su quintaesencia era aquella mujer de setenta años, con su espalda recta, su nariz aristocrática, su moño impecable y su mirada sagaz. Y, sin embargo, Mamé me cayó bien desde el principio. Tenía una risa gutural que te hacía dar un respingo, y un mordaz sentido del humor.
Tiempo después tuve que reconocer que, ese mismo día, me cayó mejor que los padres de Bertrand, que aún me hacen sentir como «la americana» a pesar de llevar veinticinco años viviendo en París, quince casada con su hijo, y de haber traído al mundo a su nieta, Zoë.
Cuando bajábamos, encarada de nuevo con la desagradable imagen del espejo del ascensor, se me ocurrió de pronto que ya había aguantado bastante las puyas de Bertrand, a las que respondía siempre encogiéndome de hombros de buen humor.
Y ese mismo día, por alguna oscura razón, fue la primera vez en que pensé que ya estaba harta.
La chica permaneció pegada a sus padres. Bajaron toda la calle con el hombre del gabán beis apremiándolas. ¿Adónde vamos?, se preguntaba la niña. ¿Por qué tienen tanta prisa? Les dijeron que entraran en un taller. Ella reconocía el camino, no estaba lejos de donde vivía y del lugar donde trabajaba su padre.