Pero sabía que había algo más.
– ¿Nada más? -añadí.
– Hay un detalle que me preocupa.
– Dispara -le dije.
– A mi juicio, falta algo. Tienes a los supervivientes, a los testigos, al viejo de Beaune, etc. Todo eso está muy bien. Pero te has olvidado de algo. Los polis. Los polis franceses.
– ¿Y bien? -le pregunté, empezando a perder la paciencia-. ¿Qué pasa con los polis franceses?
– Habría sido perfecto si hubieses hablado con un par de agentes de los que participaron en la redada, sólo para escuchar su versión de la historia. Aunque ahora sean viejos. ¿Qué les contaron a sus hijos? ¿Lo llegaron a saber sus familias?
Tenía razón, desde luego. No se me había pasado por la cabeza. Me calmé un poco y no dije nada. Joshua me había chafado.
– Oye, Julia, no pasa nada -me dijo con una carcajada-. Has hecho un gran trabajo. De todas formas, quizás esos policías no hubiesen querido hablar contigo. Apuesto a que no has encontrado gran cosa sobre ellos en tu investigación, ¿verdad?
– No -le respondí-. Ahora que lo pienso, no hay nada sobre la policía francesa en todo lo que leí, salvo que estaban cumpliendo con su trabajo.
– Ya, cumpliendo con su trabajo -repitió Joshua-, pero me habría gustado saber cómo pudieron vivir después con eso. Otra cosa: ¿qué hay de los tipos que condujeron los trenes de Drancy a Auschwitz? ¿Sabían lo que estaban transportando? ¿De verdad creían que era ganado? ¿Sabían adónde llevaban a aquella gente y qué les iba a pasar? ¿Y los conductores de los autobuses, qué sabían ellos?
Volvía a tener razón, por supuesto. Me quedé callada. Una buena periodista habría escarbado en aquellos temas tabú: la policía francesa, las líneas ferroviarias francesas, la red de autobuses francesa.
Pero me había obsesionado con los niños del Vel' d'Hiv'. Y con una niña en concreto.
– Julia, ¿estás bien? -me preguntó.
– De maravilla -mentí.
– Necesitas tiempo libre -afirmó-. Tiempo para que te subas a un avión y vayas a casa.
– Eso es exactamente lo que tenía en mente.
La última llamada de la noche fue de Nathalie Dufaure. Estaba eufórica. Me imaginé el gesto de emoción en su cara aniñada y el brillo de sus ojos castaños.
– ¡Julia! He buscado entre los papeles del abuelo y la he encontrado. ¡He encontrado la tarjeta de Sarah!
– ¿La tarjeta de Sarah? -repetí. Me había perdido.
– La tarjeta que envió para decir que iba a casarse, su última carta. En ella dice el nombre de su marido.
Agarré un bolígrafo y busqué un trozo de papel, pero fue en vano, así que decidí utilizar el dorso de la mano como libreta.
– ¿Y se llama…?
– Escribió para decir que iba a casarse con Richard J. Rainsferd. -Deletreó el apellido-. La tarjeta está fechada el 15 de marzo de 1955. No hay ninguna dirección. Nada más, sólo eso.
– Richard J. Rainsferd -repetí, escribiendo en mayúsculas sobre mi piel.
Le di las gracias a Nathalie, le prometí que la mantendría informada de cualquier novedad, y marqué el número de Charla en Manhattan. Lo cogió su secretaria, Tina, que me dijo que esperara un momento. Después oí la voz de Charla.
– ¿Tú otra vez, cariño?
Fui directa al grano.
– ¿Cómo se puede localizar a alguien en Estados Unidos?
– En la guía de teléfonos -respondió.
– ¿Así de fácil?
– Hay otros métodos -respondió enigmáticamente.
– ¿Y si se trata de alguien desaparecido desde 1955?
– ¿Tienes un número de la Seguridad Social, una matrícula o al menos una dirección?
– No. Nada.
Silbó entre dientes.
– Entonces, va a ser complicado. No sé si funcionará; no obstante, lo intentaré. Tengo un par de amigos que quizá puedan ayudarme. Dime el nombre.
En ese momento oí un portazo en la entrada, y el tintineo de unas llaves tiradas en la mesa. Mi marido estaba de vuelta de Bruselas. -Volveré a llamarte -susurré a mi hermana, y colgué.
Bertrand entró en el salón. Se le veía tenso, pálido, demacrado. Se me acercó y me rodeó con los brazos. Sentí su barbilla encima de la cabeza.
Pensé que debía decírselo cuanto antes.
– No lo he hecho.
Apenas se movió.
– Lo sé -respondió-. Me ha llamado la doctora.
Le aparté de mí.
– No he sido capaz, Bertrand.
Puso una sonrisa extraña, de desesperación. Se acercó a la bandeja que había detrás de la ventana, donde guardábamos los licores, y se sirvió una copa de coñac. Le vi beber deprisa, echando la cabeza hacia atrás. Era un gesto feo que me irritaba.
– Y ahora, ¿qué? -preguntó, soltando el vaso-. ¿Qué hacemos ahora?
Intenté esbozar una sonrisa, pero me di cuenta de que me salió falsa y desangelada. Bertrand se sentó en el sofá, se aflojó la corbata y se desabrochó los dos primeros botones de la camisa. A continuación dijo:
– No soporto la idea de tener este hijo, Julia. He intentado decírtelo, y no me has hecho caso.
Percibí algo en su voz que me hizo mirarlo con más detenimiento. Parecía vulnerable, acabado. Durante una fracción de segundo me pareció ver la cara fatigada de Edouard Tézac, la misma expresión que tenía en el coche cuando me habló de Sarah.
– No puedo impedir que tengas este bebé, pero quiero que sepas que no puedo aceptarlo. Tener ese hijo va a destruirme.
Yo habría querido mostrar compasión, ya que Bertrand parecía perdido e indefenso, pero me invadió un inesperado arrebato de rencor.
– ¿Destruirte? -repetí.
Bertrand se levantó y se sirvió otra copa. Aparté la mirada para no ver cómo se la bebía de un trago.
– ¿Has oído hablar de la crisis de la mediana edad, mon amour? A vosotros, los americanos, os encanta esa expresión. Has estado tan enfrascada en tu trabajo, tus amigos y tu hija que ni siquiera te has dado cuenta de que yo la estoy atravesando. Lo cierto es que no te importa, ¿verdad?
Me quedé mirándolo, sorprendida.
Se tumbó en el sofá, despacio, con cuidado, mirando al techo. Sus gestos eran lentos, comedidos. De pronto, me encontré contemplando a un marido viejo. El joven Bertrand había desaparecido. Siempre había sido triunfalmente juvenil, vibrante, enérgico. La clase de persona incapaz de estar mano sobre mano, activo, optimista, rápido, vivaz. El hombre al que estaba observando era como el fantasma de su personalidad anterior. ¿En qué momento había ocurrido? ¿Cómo no me había dado cuenta?
Bertrand y su risa contagiosa, sus chistes, su descaro. ¿De verdad que es tu marido?, me preguntaba la gente, fascinada por su magnetismo. Bertrand monopolizaba la conversación en todas las cenas sin que a nadie le importara, porque era fascinante. La forma en que Bertrand te miraba parpadeando con esos irresistibles ojos azules y esa truhanesca sonrisa casi diabólica.
Pero aquella noche no quedaba en él nada de tensión ni firmeza. Era como si se hubiera rendido, y allí estaba sentado, flácido y mustio. Tenía los ojos tristes y los párpados caídos.
– Tú no te has dado cuenta de lo que me estaba pasando, ¿verdad?
Su voz sonaba plana, monótona. Me senté a su lado y le acaricié la mano. ¿Cómo podía confesarle que no me había dado cuenta y explicarle lo culpable que me sentía?
– ¿Por qué no me lo has dicho antes, Bertrand?
Torció hacia abajo las comisuras de los labios.
– Lo he intentado, pero no me ha servido de nada.
– ¿Por qué?
Su gesto se endureció y dejó escapar una risa breve y seca.
– Porque no quieres escucharme, Julia.
En ese momento me di cuenta de que tenía razón. Aquella horrible noche, cuando su voz se volvió tan ronca y me confesó que su mayor miedo era envejecer. Cuando me di cuenta de que era frágil, mucho más frágil de lo que había imaginado jamás. Y yo miré para otro lado molesta y disgustada por sus palabras. Y él se dio cuenta pero no se atrevió a decirme lo mal que le había hecho sentir.