No dije nada, y me quedé sentada a su lado, agarrándole la mano. Me di cuenta de la ironía de la situación. Un marido deprimido. Un matrimonio en crisis. Un bebé en camino.
– ¿Por qué no salimos a comer algo, abajo, al Select, o a la Rotonde? -le pregunté con dulzura-. Podemos hablar allí.
Se levantó con cierto esfuerzo.
– Mejor otro día. Estoy molido.
Caí en la cuenta de que en los últimos meses había estado fatigado con frecuencia. Demasiado cansado para ir al cine, para salir a correr alrededor del Jardín de Luxemburgo, para llevar a Zoë a Versalles un domingo por la tarde. Demasiado cansado para hacer el amor. Hacer el amor… ¿Cuándo había sido la última vez? Semanas atrás. Lo vi marcharse del salón caminando con pesadez. Había engordado, pero yo tampoco había reparado en eso. Bertrand cuidaba mucho su aspecto. «Has estado tan enfrascada en tu trabajo, tus amigos y tu hija que ni siquiera te has dado cuenta. No me haces caso, Julia». Me sentí avergonzada. Tenía que afrontar la verdad: Bertrand no había formado parte de mi vida en las últimas semanas, aun compartiendo la misma cama y viviendo bajo el mismo techo. No le había hablado de Sarah Starzynski ni de mi nueva relación con Edouard. Había alejado a Bertrand de todo lo que era importante para mí, lo había apartado de mi vida, y lo más irónico era que ahora llevaba en mi vientre a su hijo.
Oí cómo abría la nevera en la cocina, y luego el crujido de un papel de aluminio. Volvió al salón con un muslo de pollo en la mano y el papel de aluminio en la otra.
– Sólo una cosa más, Julia.
– ¿Sí?
– Cuando te he dicho que no puedo soportar la idea de tener este hijo, lo decía en serio. Tú ya te has decidido, y me parece bien. Ahora me toca decidirme a mí. Necesito tiempo para mí mismo. Zoë y tú os vais a mudar a la calle Saintonge después del verano, así que yo buscaré un sitio donde vivir, cerca de allí. Después veremos cómo evolucionan las cosas. Tal vez para entonces habré aceptado este embarazo. Si no, nos divorciaremos.
No fue ninguna sorpresa, llevaba tiempo esperándomelo. Me levanté, me coloqué el vestido y le dije con calma:
– Lo único que importa es Zoë. Pase lo que pase, tendremos que hablar con ella, los dos. Quiero que esté preparada. Tenemos que hacer las cosas bien.
Bertrand puso el muslo de pollo sobre el papel de aluminio.
– ¿Por qué eres tan dura, Julia? -me dijo. No había sarcasmo en su voz, sólo amargura-. Hablas igual que tu hermana.
No le contesté. Me fui a la habitación, entré en el baño y abrí el grifo. Entonces me di cuenta de algo: había tomado una decisión. Había preferido el bebé antes que a Bertrand. No me habían ablandado sus puntos de vista ni sus temores, no me había asustado su amenaza de mudarse un par de meses, o de forma indefinida. Bertrand no podía desaparecer. Era el padre de mi hija y de la criatura que llevaba dentro, así que nunca podría marcharse del todo de nuestras vidas.
Pero mientras me miraba en el espejo y el vapor que invadía el baño poco a poco borraba mi reflejo con su bruma, me di cuenta de que todo había cambiado de forma drástica. ¿Seguía queriendo a Bertrand? ¿Seguía necesitándolo? ¿Cómo podía ser que quisiera al bebé y no a mi marido?
Quise llorar, pero no me salieron las lágrimas.
Aún seguía en el baño cuando él entró. Llevaba en la mano el cartapacio rojo de «Sarah» que había dejado en el bolso.
– ¿Qué es esto? -inquirió, blandiendo la carpeta.
Asustada, hice un movimiento brusco que hizo que el agua rebosara por un lado de la bañera. Bertrand, sonrojado y confuso, se sentó en la taza. En cualquier otro momento me habría reído de aquella postura tan ridícula.
– Déjame explicarte -empecé.
Levantó la mano.
– No puedes evitarlo, ¿verdad? No puedes dejar en paz el pasado.
Recorrió los documentos con los ojos, hojeó las cartas de Jules Dufaure a André Tézac y examinó las fotos de Sarah.
– ¿Qué es todo esto? ¿Quién te lo ha dado?
– Tu padre -respondí con serenidad.
Se quedó mirándome.
– ¿Qué tiene que ver mi padre con esto?
Salí de la bañera, cogí una toalla y me puse de espaldas a él para secarme. Por alguna razón no quería que me viera desnuda.
– Es una larga historia, Bertrand.
– ¿Por qué has tenido que remover todo esto? ¡Esas cosas pasaron hace sesenta años! ¡Todo está muerto y enterrado!
Me di la vuelta para mirarle a la cara.
– No, no lo está. Hace sesenta años le ocurrió a tu familia algo que tú no sabes. Tampoco lo saben tus hermanas, ni siquiera Mamé.
Estaba tan atónito que se quedó boquiabierto.
– ¿Qué pasó? ¡Dímelo! -me exigió.
Le arrebaté la carpeta y la sujeté contra mi pecho.
– Dime tú qué buscabas en mi bolso.
Parecíamos dos críos peleándose en el recreo. Bertrand puso los ojos en blanco y dijo:
– He visto la carpeta y quería saber qué era. Eso es todo.
– Suelo llevar carpetas en el bolso. Hasta ahora nunca les habías prestado atención.
– Ésa no es la cuestión. Quiero saber de qué va todo esto. Dímelo ahora mismo.
Negué con la cabeza.
– Llama a tu padre, Bertrand. Dile que has encontrado la carpeta y pregúntale a él.
– No confías en mí, ¿es eso?
Tenía las mejillas caídas. De pronto sentí lástima por él. Parecía dolido, escéptico.
– Tu padre me pidió que no te lo contara -repuse en tono más suave.
Bertrand se levantó trabajosamente de la taza y se estiró para alcanzar el pomo de la puerta. Se le veía abatido, derrotado.
Retrocedió un paso y me acarició la mejilla. El tacto de sus dedos era cálido.
– ¿Qué nos ha pasado, Julia?
Después salió del cuarto de baño.
Las lágrimas inundaron mis ojos, y dejé que corrieran por mi cara. Él me oyó llorar, pero no volvió.
Durante el verano de 2002, sabiendo que Sarah Starzynski había viajado de París a Nueva York cincuenta años atrás, sentí el impulso de volver a cruzar el Atlántico igual que un trozo de hierro se siente atraído por un poderoso imán. No veía el momento de marcharme de la ciudad, ver a Zoë y buscar a Richard J. Rainsferd. Estaba impaciente por subir a aquel avión.
Me preguntaba si Bertrand habría llamado a su padre para averiguar qué había ocurrido en el apartamento de la calle Saintonge todos esos años atrás. Él no decía nada, y seguía mostrándose cordial, aunque distante. Me daba la sensación de que estaba impaciente por que me fuera. ¿Para qué, para reflexionar a solas o para ver a Amélie? No lo sabía, y me daba igual. Me dije a mí misma que no me importaba.
Un par de horas antes de salir para Nueva York, llamó mi suegro para despedirse. No mencionó que hubiera hablado con Bertrand, y yo tampoco le pregunté.
– ¿Por qué dejó Sarah de escribir a los Dufaure? -preguntó Edouard-. ¿Qué crees que ocurrió, Julia?
– No lo sé, Edouard, pero voy a hacer cuanto esté en mi mano para averiguarlo.
Esas mismas cuestiones me atormentaban día y noche. Horas después, cuando ya estaba a bordo del avión, seguía formulándome la misma pregunta.
¿Seguiría viva Sarah Starzynski?
Mi hermana tenía un cabello castaño y lustroso, hoyuelos, unos preciosos ojos azules. Era de constitución fuerte y atlética, como la de nuestra madre. Les soeurs Jarmond *, más altas que las mujeres de la familia Tézac con sus sonrisas blancas, relucientes, perplejas, y una punzada de envidia. ¿Por qué las americanas sois tan altas? ¿Es por algo que hay en la comida? ¿Os dan vitaminas, hormonas? Charla era incluso más alta que yo, y sus dos embarazos no habían redondeado en absoluto su silueta esbelta y afilada.