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En cuanto me vio en el aeropuerto, Charla supo por mi gesto que andaba cavilando algo, y que ese algo no guardaba relación alguna ni con el bebé al que había decidido tener ni con mis desavenencias matrimoniales. Mientras nos dirigíamos en coche al centro de la ciudad, su teléfono no dejó de sonar: su secretaria, su jefe, sus clientes, sus hijos, la canguro, Ben, su ex marido de Long Island, Barry, su actual marido, que estaba de viaje de negocios en Atlanta… Parecía que las llamadas no se acababan nunca, pero estaba tan contenta de verla que no me importaba. Sólo estar a su lado, rozándome con sus hombros, me hacía feliz.

Una vez a solas en su angosto brownstone * en el 81 de East Street, en su inmaculada cocina de muebles cromados, cuando mi hermana sirvió una copa de vino blanco para ella y un zumo de manzana para mí, en atención a mi embarazo, le conté toda la historia con pelos y señales. Charla no sabía gran cosa sobre Francia, y apenas hablaba francés; la única lengua que dominaba, aparte del inglés, era el castellano. La Francia ocupada le decía poco. Se quedó sentada en silencio, mientras yo le hablaba de la gran redada, los campos de internamiento, los trenes a Polonia. París en julio de 1942. El apartamento de la calle Saintonge. Sarah. Su hermano Michel.

Observé cómo su bello rostro empalidecía de horror. La copa de vino blanco se quedó intacta. No hacía más que apretarse la boca con los dedos y menear la cabeza. Seguí con la historia hasta el final, hasta la última tarjeta de Sarah, fechada en 1955 y remitida desde Nueva York.

Por fin, Charla dijo:

– Oh, Dios mío. -Dio un pequeño sorbo al vino-. Has venido por ella, ¿verdad?

Asentí.

– ¿Y por dónde demonios vas a empezar?

– Por ese nombre del que te hablé, ¿recuerdas? Richard J. Rainsferd. Es el nombre de su marido.

– ¿Rainsferd? -preguntó.

Se lo deletreé.

Charla se levantó como un resorte y cogió el teléfono inalámbrico.

– ¿Qué haces? -le pregunté.

Levantó la mano y me hizo un gesto para que me quedara callada.

– Hola. ¿Operadora? Estoy buscando a Richard J. Rainsferd. Estado de Nueva York. Así es: R-A-I-N-S-F-E-R-D. ¿Nada? Bien, ¿puede buscar en Nueva Jersey, por favor…? Nada… ¿Connecticut?… Estupendo. Sí, gracias. Un momento.

Escribió algo en un trozo de papel y luego me lo tendió con un gesto ampuloso.

– La tenemos -dijo en tono triunfal. Incrédula, leí el número y la dirección.

Sr. y sra. R. J. Rainsferd. N.° 2299 de Shepaug Drive. Roxbury. Connecticut.

– No pueden ser ellos -musité-. No es tan fácil.

– Roxbury -dijo Charla, pensativa-. ¿Eso no está en el condado de Litchfield? Tuve un novio de allí cuando tú ya te habías ido. Greg Tanner, un auténtico bombón. Su padre era médico. Roxbury es un sitio bastante bonito. Está a unos ciento cincuenta kilómetros de Manhattan.

Me senté en el taburete, anonadada. No podía creer que encontrar a Sarah Starzynski fuese tan fácil ni tan rápido. Acababa de aterrizar. Ni siquiera había hablado con mi hija, y ya casi tenía localizada a Sarah. Seguía viva. Parecía algo imposible, irreal.

– Oye -se me ocurrió-, ¿cómo sabemos que es ella?

Charla estaba sentada junto a la mesa, encendiendo el ordenador portátil. Cogió el bolso, buscó sus gafas, se las puso y las deslizó por el puente de su nariz.

– Ahora mismo lo averiguamos.

Me puse detrás de ella. Sus dedos corrían con destreza por el teclado.

– ¿Qué estás haciendo? -le pregunté, intrigada.

– Cálmate -me dijo mientras seguía tecleando. Miré por encima de su hombro y vi que ya había entrado en Internet.

En la pantalla decía: «Bienvenidos a Roxbury, Connecticut. Acontecimientos, vida social, gente, pisos».

– Perfecto. Justo lo que necesitamos -dijo Charla observando la pantalla. Me quitó suavemente el trozo de papel de la mano, cogió el teléfono otra vez y marcó el número que había escrito.

Esto estaba yendo demasiado rápido. Me estaba cortando la respiración.

– ¡Charla, espera! ¿Qué demonios vas a decir, por el amor de Dios?

Tapó el auricular con la mano. Sus ojos azules me miraron con indignación por encima de la montura de las gafas.

– ¿Confías en mí, o no? Recurrió a su voz de abogada, dominante, controlada, y yo sólo pude asentir. Me sentía impotente y muy nerviosa, por lo que me levanté y me puse a dar paseos por la cocina, toqueteando los electrodomésticos y las superficies cromadas.

Cuando volví la mirada hacia mi hermana, vi que estaba sonriendo.

– Creo que deberías beber un poco de vino, después de todo. No te preocupes por la identificación de llamada entrante. El 212 no aparecerá en pantalla. -De repente levantó un dedo y señaló al teléfono-. Sí, hola, buenas noches. ¿La señora Rainsferd?

No pude reprimir una sonrisa al escuchar la voz nasal que había puesto. Siempre se le había dado bien cambiar la voz.

– Oh, vaya… ¿Ha salido?

Así que «la señora Rainsferd» había salido. Eso quería decir que realmente existía una señora Rainsferd. Seguí escuchándola, incrédula.

– Sí, verá, soy Sharon Burstall, de la biblioteca Minor Memorial, en South Street. Me preguntaba si estarían interesados en venir a nuestro primer encuentro estival, que tendrá lugar el 2 de agosto… Oh, comprendo. Vaya, lo siento, señora. Hum. Sí. Disculpe las molestias, señora. Gracias. Adiós.

Colgó el teléfono y me dirigió una sonrisa de autosuficiencia.

– ¿Y bien? -le pregunté.

– La mujer con la que he hablado es la enfermera de Richard Rainsferd. Es un hombre anciano, y sufre una enfermedad que lo mantiene postrado en la cama. Necesita un tratamiento especial, así que va a visitarle todas las tardes.

– ¿Y la señora Rainsferd? -pregunté, impaciente.

– Debe de estar al llegar.

Miré a Charla, sin comprender nada.

– ¿Y qué hago? -le dije-. ¿Me presento allí?

Mi hermana se echó a reír.

– ¿Se te ocurre alguna otra idea?

Allí estaba. El número 2299 de Shepaug Drive. Paré el motor y me quedé dentro del coche, con las manos sudorosas apoyadas sobre las rodillas.

Desde donde estaba podía ver la casa, detrás de las dos columnas de piedra gris de la entrada. Era un edificio achaparrado, de estilo colonial, construido probablemente a finales de los años treinta. No tan impresionante como las mansiones de un millón de dólares que había visto de camino hasta aquí, pero era una casa elegante y armoniosa.

Mientras conducía por la carretera 67 me quedé impresionada por la belleza agreste y rural del condado de Litchfield: colinas ondulantes, ríos que brillaban como espejos y una vegetación verde y exuberante en pleno verano. Había olvidado el calor que puede llegar a hacer en Nueva Inglaterra. Sudando a chorros a pesar del aire acondicionado del coche. Me arrepentí de no haber traído una botella de agua mineral. Tenía la garganta seca.

Charla me había comentado que los habitantes de Roxbury eran gente acaudalada. Roxbury era uno de esos lugares pintorescos que nunca se pasan de moda y de los que uno nunca se aburre, me dijo. Al parecer, allí había artistas, escritores, estrellas de cine. Me pregunté en qué se ganaba la vida Richard Rainsferd. ¿Había tenido siempre esa casa, o se había mudado con Sarah desde Manhattan? Y los hijos, ¿cuántos hijos tendrían? A través del parabrisas observé la fachada de piedra de la casa y conté las ventanas. Calculé que debía de tener dos o tres dormitorios, a menos que la parte trasera fuera más grande de lo que creía. Si tenían hijos, serían de mi edad, así que también podían tener nietos. Estiré el cuello para ver si había algún coche aparcado delante de la casa, pero sólo alcancé a ver un garaje cerrado y separado de la casa.

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* Casa adosada de arenisca rojiza. [N. del T.]