– ¡Nella! ¡Trae un poco de agua!
La señora Rainsferd me cogió del brazo, me llevó de vuelta al porche, me sentó en un banco de madera con cojines y me ofreció agua. Bebí con los dientes castañeteando contra el borde de cristal, y después le devolví el vaso.
– Siento mucho haberte dado esa noticia, de veras.
– ¿Cómo murió? -pregunté, con la voz ronca.
– Fue un accidente de coche. Richard y ella ya vivían en Roxbury desde principios de los sesenta. El coche de Sarah patinó sobre una placa de hielo y se estrelló contra un árbol. Aquí en invierno las carreteras son muy peligrosas. Murió en el acto.
No fui capaz de hablar. Estaba completamente destrozada.
– Pobrecita, qué disgusto te he dado -me dijo, acariciándome la cara con un gesto muy maternal.
Respondí que no con un movimiento de cabeza y murmuré algo. Me sentía agotada, sin energía, como una cascara hueca. La idea de conducir de vuelta a Nueva York me daba ganas de gritar. Y después… ¿Qué iba a decirle a Edouard y a Gaspard? ¿Cómo iba a contarles que estaba muerta, así, sin más, y que ya no se podía hacer nada?
Estaba muerta. Muerta a los cuarenta años. Había desaparecido. Se había ido.
Sí, Sarah estaba muerta y ya nunca podría hablar con ella. No podría decirle que lo sentía, de parte de Edouard, ni contarle cuánto se había preocupado de ella la familia Tézac. Tampoco podría explicarle que Gaspard y Nicolas Dufaure la echaban de menos, que le mandaban su cariño. Era demasiado tarde. Había llegado treinta años tarde.
– Yo no llegué a conocerla en persona -me estaba diciendo la señora Rainsferd-. A Richard y a mí nos presentaron dos años después. Era un hombre triste. Y el chico…
Levanté la cabeza y le presté toda mi atención.
– ¿El chico?
– Sí, William. ¿Conoces a William?
– ¿El hijo de Sarah?
– Sí, el hijo de Sarah.
– Mi hermanastro -añadió Ornella.
Volví a recobrar la esperanza.
– No, no lo conozco. Hábleme de él.
– Pobre bambino, sólo tenía doce años cuando murió su madre. Aquello le partió el corazón. Yo lo crié como si fuera mío y conseguí que amara Italia. Por eso se casó con una chica italiana, de mi pueblo. La mujer sonreía con orgullo.
– ¿Vive en Roxbury? -pregunté.
– ¡Mamma mia, no! William vive en Italia. Se fue de Roxbury en 1980, cuando tenía veinte años, y se casó con Francesca en 1985. Tiene dos niñas encantadoras. Viene a ver a su padre de vez en cuando, y también a Nella y a mí, pero no lo hace muy a menudo. Odia este lugar. Le recuerda la muerte de su madre.
Me sentí mucho mejor de repente. Tenía menos calor, me llegaba más el aire. Me di cuenta de que respiraba mejor.
– Señora Rainsferd… -empecé.
– Por favor -me dijo-, llámame Mara.
– Mara -accedí-, necesito hablar con William. Necesito conocerlo. Es muy importante. ¿Podrías darme su dirección en Italia?
La conexión era horrible y apenas podía oír la voz de Joshua.
– ¿Que necesitas un anticipo? -exclamó-. ¿En mitad del verano?
– ¡Sí! -grité, avergonzada por el tono de incredulidad de su voz.
– ¿Cuánto?
Se lo dije.
– Oye, ¿qué ocurre, Julia? ¿Es que el fenómeno de tu marido se ha vuelto tacaño de repente?
Suspiré con impaciencia.
– ¿Puedes dármelo o no, Joshua? Es importante.
– Pues claro que sí -me respondió-. Es la primera vez en muchos años que me pides dinero. Espero que no estés metida en un lío.
– No estoy metida en ningún lío. Sólo necesito hacer un viaje. Eso es todo. Y he de hacerlo cuanto antes.
– Ah. -Pude sentir cómo aumentaba su curiosidad-. Y ¿adónde vas?
– Voy a llevar a mi hija a la Toscana. Te lo explicaré en otro momento.
Mi tono fue rotundo y concluyente, y debió de pensar que era inútil tratar de sonsacarme. Podía palpar su irritación, aunque fuera desde París. El anticipo estaría en mi cuenta a partir de última hora de la tarde, me anunció en tono seco. Le di las gracias y colgué.
Luego puse las manos bajo la barbilla y pensé. Si le decía a Bertrand lo que iba a hacer, me montaría un número. Lo haría todo complicado, difícil. No podía permitirlo. Podía contárselo a Edouard… No, era pronto. Demasiado pronto. Primero tenía que hablar con William Rainsferd. Ya tenía su dirección, así que iba a ser fácil localizarle. Hablar con él era otro asunto.
También estaba Zoë. ¿Cómo le iba a sentar que interrumpiera sus vacaciones en Long Island y ni siquiera la llevara a Nahant, a casa de sus abuelos? Eso me preocupó al principio, pero luego pensé que no le importaría. Zoë nunca había estado en Italia, y además podía compartir con ella el secreto. Podía contarle la verdad, que íbamos a conocer al hijo de Sarah Starzynski.
Pero luego estaban mis padres. ¿Cómo podía abordar la cuestión? Me estaban esperando en Nahant, cuando terminara mi estancia en Long Island. ¿Qué demonios iba a contarles?
– Ya -dijo Charla cuando se lo expliqué todo, más tarde-. Sí, claro, te vas a la Toscana con Zoë, encuentras a ese tipo y le dices que lo sientes sesenta años después.
– Bueno, ¿y por qué no? -le pregunté.
Charla suspiró. Estábamos sentadas en el amplio salón que utilizaba como despacho en el segundo piso de la casa. Su marido llegaba esa misma noche. La cena esperaba en la cocina, la habíamos preparado entre las dos. A Charla le encantaban los colores llamativos, como a Zoë. Aquel salón era un batiburrillo de colores: verde pistacho, rojo rubí y naranja chillón. La primera vez que lo vi empecé a sentir pinchazos en la cabeza, pero había acabado por acostumbrarme, y en el fondo, lo encontraba intensamente exótico. Yo siempre he tendido hacia los colores neutros y sosos, como el marrón, el beis, el blanco o el gris, incluso para vestir. Charla y Zoë preferían las sobredosis de tonos brillantes, pero conseguían que les sentaran bien. Yo las envidiaba y admiraba a las dos por su audacia.
– Deja de comportarte como la hermana mayor que da órdenes. Estás embarazada, no lo olvides. No creo que ese viaje sea una buena idea en este preciso momento.
No dije nada. Tenía razón. Se levantó y se fue a poner un viejo disco de Carly Simon, You're so vain, con Mick Jagger dando berridos en los coros.
Se dio la vuelta y me miró fijamente.
– ¿De verdad necesitas encontrar a ese hombre ahora mismo, en este mismo instante? Quiero decir, ¿no puedes esperar un poco?
De nuevo, lo que decía tenía su lógica.
Pero le devolví la mirada.
– Charla, no es tan sencillo. No, no puedo esperar. Y tampoco puedo explicarlo. Es demasiado importante. Es lo más importante de mi vida ahora mismo, aparte del bebé.
Volvió a suspirar.
– Esta canción de Carly Simon me recuerda a tu marido. «You're so vain, I betcha think this song is about you… * ».
Solté una carcajada sardónica.
– ¿Qué demonios vas a decirles a papá y a mamá? -me preguntó-. ¿Cómo vas a explicarles que no vas a Nahant, por no hablar del bebé?
– Algo se me ocurrirá.
– Pues entonces piensa en ello. Piénsatelo bien.
– Ya lo he hecho.
Se puso detrás de mí y me masajeó los hombros.
– ¿Eso significa que ya lo tienes todo organizado? ¿Tan pronto?
– Ajá.
– Eres muy rápida.
Me gustaba sentir el tacto de sus manos en los hombros; era cálido y adormecedor. Me dediqué a contemplar el abigarrado despacho de Charla. La mesa estaba cubierta de archivos y libros, y las livianas cortinas de color rubí ondeaban suavemente con la brisa. La casa estaba tranquila sin los niños de Charla.