– ¿Y dónde vive ese tipo? -me preguntó.
– Ese tipo tiene nombre. Se llama William Rainsferd y vive en Lucca.
– ¿Dónde está eso?
– Es una ciudad pequeña entre Florencia y Pisa.
– ¿A qué se dedica?
– He buscado su nombre en Internet, aunque su madrastra ya me lo había dicho. Es crítico gastronómico, y su mujer escultora. Tienen dos hijos.
– ¿Y cuántos años tiene William Rainsferd?
– Pareces un policía. Nació en 1959.
– Y tú vas a meterte en su vida como un elefante en una cacharrería.
Le aparté las manos, irritada.
– ¡Pues claro que no! Sólo quiero que conozca nuestra versión de la historia. Quiero asegurarme de que sepa que nadie ha olvidado lo que ocurrió.
Una sonrisa irónica.
– Posiblemente él tampoco lo ha olvidado. Su madre tuvo que cargar con ello durante toda su vida, así que a lo mejor él no quiere recordarlo.
Se oyó un portazo en el piso de abajo.
– ¿Hay alguien en casa? ¿Dónde están mi hermosa dama y su hermana de Paguís?
Unos pasos subían las escaleras.
Era Barry, mi cuñado. El rostro de Charla se iluminó. Se la veía muy enamorada, y yo me alegraba por ella. Después de un divorcio complicado y doloroso, volvía a ser feliz de verdad.
Cuando los vi besarse me acordé de Bertrand. ¿Qué sería de mi matrimonio? ¿Qué camino iba a tomar? ¿Funcionaría? Aparté la idea de la cabeza mientras bajaba las escaleras con Charla y con Barry.
Más tarde, en la cama, me volvieron a la mente las palabras de Charla sobre William Rainsferd. «A lo mejor no quiere recordarlo». Pasé la mayor parte de la noche dando vueltas entre las sábanas. A la mañana siguiente, me dije a mí misma que no tardaría en averiguar si William Rainsferd tenía algún problema en hablar sobre su madre y su pasado. Después de todo, iba a ir a verlo y a hablar con él. En un par de días, Zoë y yo saldríamos del JFK hacia París, y de ahí a Florencia.
Al darme su dirección, Mara me había dicho que William Rainsferd siempre pasaba las vacaciones de verano en Lucca. Y además había tenido el detalle de llamarle para avisarle.
William Rainsferd era consciente de que una tal Julia Jarmond iba a llamarle. Eso era todo lo que sabía.
El calor de la Toscana no tenía nada que ver con el de Nueva Inglaterra. Era excesivamente seco, sin un ápice de humedad. Al salir del aeropuerto Peterola de Florencia en compañía de Zoë, el calor era tan abrasador que pensé que me iba a arrugar como una pasa, deshidratada. Seguía atribuyéndoselo todo a mi embarazo, y me consolaba diciéndome a mí misma que no era normal en mí sentir ese cansancio. El desfase horario tampoco ayudaba mucho. Me daba la sensación de que el sol me apuñalaba, de que me atravesaba la piel y los ojos a pesar del sombrero de paja y las gafas oscuras.
Había alquilado un coche, un Fiat de aspecto modesto que nos esperaba en medio de un aparcamiento a pleno sol. El aire acondicionado no era ninguna maravilla. Mientras daba marcha atrás, me pregunté si de verdad quería conducir aquel trayecto de cuarenta minutos hasta Lucca. Me moría por una habitación fresca y oscura, y por dormir entre sábanas finas y suaves, pero mi hija tenía energías de sobra y me hizo seguir adelante. No dejaba de hablar y de señalarme el color del cielo, un azul intenso y sin nubes, los cipreses alineados a ambos lados de la carretera, los olivos plantados en pequeñas hileras, las casas viejas y desvencijas que se veían a lo lejos, encaramadas a lo alto de los montes.
– Eso de ahí es Montecatini -comentó, señalando con el dedo al mismo tiempo que leía una guía turística-, famoso por su balneario de lujo y sus vinos.
Mientras yo conducía, Zoë me leía en voz alta información sobre Lucca. Era una de las pocas ciudades toscanas que conservaba la muralla medieval, que circunvalaba el casco antiguo de la ciudad, de tráfico restringido para vehículos. Había mucho que ver, prosiguió Zoë: la catedral, la iglesia de San Michele, la torre de Guinigui, el museo Puccini, el palazzo Mansi… Yo sonreí, animada por su buen humor, y ella me devolvió la mirada.
– Supongo que no disponemos de mucho tiempo para hacer visitas turísticas -repuso con una mueca-. Tenemos trabajo que hacer, ¿no es así?
– En efecto -contesté. Zoë ya había encontrado la dirección de William Rainsferd en el callejero de Lucca. No estaba muy lejos de Via Fillungo, la arteria principal de la ciudad, una larga calle peatonal donde se encontraba Casa Giovanna, la pensión en la que había reservado habitaciones.
Cuando nos acercábamos a Lucca y al laberíntico anillo de carreteras que la rodeaba, me percaté de que debía concentrarme en las erráticas maniobras de los coches a mi alrededor, ya que paraban, giraban o cambiaban de carril sin avisar. Son peores aún que los parisinos, y empecé a sentirme cada vez más nerviosa e irritable. Además, tenía una molestia en el abdomen que no me gustaba, y que se parecía de forma sospechosa al dolor menstrual. ¿Sería algo, que había comido en el avión y no me había sentado bien, o se trataba de algo peor? Empezaba a sentirme aprensiva.
Charla tenía razón, era una locura haber viajado en estas condiciones. Aún no llevaba ni tres meses de gestación. Debería haber esperado; no pasaba nada porque William Rainsferd aguardara mi visita otros seis meses.
Pero entonces miré la cara de Zoë. Era hermosa, radiante de alegría y de emoción. Aún no sabía que Bertrand y yo íbamos a separarnos. La manteníamos al margen, ajena a nuestros planes. Éste iba a ser un verano que jamás olvidaría.
Y mientras conducía el Fiat a uno de los aparcamientos gratuitos que había cerca de las murallas, decidí que iba a conseguir que esta parte de las vacaciones fuera lo mejor posible para ella.
Le dije a Zoë que necesitaba poner los pies en alto durante un rato. Mientras ella charlaba en la recepción con la simpática Giovanna, una mujer más bien pechugona y de voz sensual, me di una ducha fría y me tumbé un rato en la cama. El dolor de la tripa se fue mitigando poco a poco. Nuestras habitaciones contiguas eran pequeñas y estaban en lo alto de un edificio, antiguo e imponente, pero eran muy cómodas. Seguía pensando en la voz que puso mi madre cuando la llamé desde casa de Charla para decirle que no iba a ir a Nahant, y que llevaba a Zoë de vuelta a Europa. Por sus pausas breves y la forma de carraspear, se notaba que estaba preocupada. Al final me preguntó si todo iba bien. Le contesté en tono animado que sí, que me había surgido la oportunidad de visitar Florencia con Zoë, y que después volvería a Estados Unidos a verla a ella y a mi padre. «¡Pero si acabas de llegar! ¿Y por qué te marchas cuando sólo llevas con Charla un par de días? -protestó-. ¿Y por qué interrumpes las vacaciones de Zoë? La verdad, no lo entiendo. Hace poco no parabas de decir cuánto echabas de menos Estados Unidos. Todo esto es demasiado precipitado…».
Me sentía culpable, pero ¿cómo iba a explicarles la historia entera a ella y a mi padre por teléfono? Algún día, pero no en ese momento, me prometí. Aún me sentía culpable, allí, tumbada sobre un edredón rosa con un ligero aroma a lavanda. Ni siquiera le había dicho a mi madre que estaba embarazada. Y tampoco se lo había confesado a Zoë. Me moría de ganas por contarles mi secreto, y a mi padre también, pero algo me lo impedía, una extraña superstición, un recelo profundamente arraigado que no había sentido hasta entonces. En los últimos meses, mi vida parecía haber experimentado cambios muy sutiles.
¿Tendría que ver con Sarah y con la calle Saintonge, o era que al fin había madurado, aunque fuese a destiempo? Era incapaz de decirlo. Lo único que sabía era que me sentía como si hubiera emergido de una espesa niebla que lo difuminaba todo y me había protegido hasta entonces. En ese momento, mis sentidos estaban aguzados, alerta; ya no había niebla ni nada que difuminara lo que me rodeaba. Sólo había hechos. Tenía que encontrar a ese hombre, y decirle que ni los Tézac ni los Dufaure se habían olvidado de su madre.