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Estaba impaciente por verlo. Él se encontraba allí, en esa misma ciudad, y tal vez en aquel preciso instante estuviese dando un paseo por la bulliciosa Via Fillungo. Según estaba tumbada en mi habitación, mientras por la ventana se colaban las voces y las risas procedentes de aquella angosta callejuela, acompañadas por el estrépito ocasional de una Vespa o el sonido agudo del timbre de una bicicleta, me sentía más cerca de Sarah que nunca, porque iba a conocer a su hijo, su carne, su sangre. Era lo más cerca que jamás podría llegar a estar de la niña de la estrella amarilla.

Estira el brazo, coge ese teléfono y llámale. Es así de fácil, me insté una y otra vez, mas era incapaz de hacerlo. Me quedé mirando con impotencia aquel obsoleto teléfono negro, y suspiré enfadada y desesperada conmigo misma. Seguí tumbada, sintiéndome estúpida y algo avergonzada. Me di cuenta de que estaba tan obsesionada con el hijo de Sarah que ni siquiera me había fijado en el encanto y la belleza de Lucca. La había recorrido como una sonámbula detrás de Zoë, que se manejaba con tanta soltura por aquellas calles antiguas, intrincadas y sinuosas como si llevara toda la vida viviendo allí. No, no había visto nada de Lucca. Todo me daba igual, salvo William Rainsferd. Y era incapaz de llamarle.

Zoë entró en la habitación y se sentó al borde de la cama.

– ¿Te encuentras bien? -me preguntó.

– He descansado algo -le contesté.

Sus ojos color avellana examinaron mi cara con atención.

– Creo que deberías reposar un poquito más, mamá.

Fruncí el ceño.

– Tú descansa, mamá. Giovanna me dará algo de comer. No tienes que preocuparte por mí, todo está controlado.

No pude evitar una sonrisa ante la seriedad de su tono. Al llegar a la puerta, se dio la vuelta.

– Mamá…

– Dime, cielo.

– ¿Papá sabe que estamos aquí?

No le había consultado a Bertrand la idea de traerme a Zoë a Lucca. Sin duda, se pondría hecho un basilisco cuando se enterara.

– No, no lo sabe, cariño.

Zoë jugueteó con la manilla de la puerta.

– ¿Os habéis enfadado?

Con aquellos ojos tan claros y solemnes era inútil mentir.

– Sí, cariño. Papá no está de acuerdo en que yo trate de averiguar más cosas sobre Sarah. Si se entera, no le va a hacer ninguna gracia.

– Pues el abuelo lo sabe.

Me incorporé, sorprendida.

– ¿Has hablado con tu abuelo de todo esto?

Asintió.

– Sí. Ya sabes que se interesa mucho por Sarah. Le llamé desde Long Island y le informé de que tú y yo íbamos a venir aquí para conocer a su hijo. Yo sabía que tú ibas a llamarle tarde o temprano, pero estaba tan emocionada que necesitaba contárselo.

– ¿Y qué te dijo? -pregunté, impresionada por la franqueza de mi hija.

– Me dijo que hacíamos bien en venir aquí. Y que pensaba decírselo a papá si se le ocurría montarte una escena. También me dijo que eres una persona maravillosa.

– ¿Que Edouard dijo eso?

– Sí.

Sacudí la cabeza, desconcertada a la vez que conmovida.

– El abuelo añadió algo más. Me dijo que tenías que tomarte las cosas con calma, y que me asegurara de que no te cansabas en exceso.

Así que Edouard sabía que estaba embarazada. Había hablado con Bertrand. Probablemente, padre e hijo habían tenido una larga conversación, lo cual significaba que Bertrand ya debía de saber todo lo acontecido en el apartamento de la calle Saintonge en el verano de 1942.

La voz de Zoë desvió mis pensamientos de Edouard.

– ¿Mamá, por qué no llamas a William y quedas con él?

Me senté en la cama.

– Tienes razón, cielo.

Cogí el papel en el que Mara me había escrito la dirección de William y marqué el número en aquel teléfono tan anticuado. El corazón me dio un vuelco. Aquello era surrealista, pensé. Allí estaba yo, llamando al hijo de Sarah.

Escuché un par de tonos irregulares y después el zumbido de un contestador. Era una voz de mujer en italiano, muy deprisa. Colgué de inmediato, sintiéndome idiota.

– Eso es una tontería -me regañó Zoë-. Nunca hay que colgarle al contestador. Me lo has dicho miles de veces.

Volví a marcar, sonriendo ante lo maduro de su reproche. Esta vez esperé el pitido, y cuando hablé me salió de un tirón, como si llevara días ensayándolo.

– Buenas tardes. Soy Julia Jarmond. Llamo de parte de la señora Mara Rainsferd. Mi hija y yo estamos en Lucca. Nos alojamos en Casa Giovanna, en Via Fillungo. Nos quedaremos un par de días. Espero tener noticias suyas. Gracias. Adiós.

Colgué el auricular en el soporte negro, aliviada y al mismo tiempo decepcionada.

– Bien -me dijo Zoë- Ahora descansa otro poco. Luego te veo.

Me plantó un beso en la frente y salió de la habitación.

Cenamos en un pequeño y coqueto restaurante ubicado detrás del hotel, cerca del anfiteatro, un círculo amplio de casas antiguas donde siglos atrás se celebraban juegos medievales. Recuperada después del descanso, disfruté del colorido desfile de turistas, nativos, vendedores ambulantes, niños, palomas. Descubrí que a los italianos les encantan los niños. Los camareros y tenderos llamaban «Principessa» a Zoë, y la piropeaban, le sonreían, le daban tironcitos de las orejas, le pellizcaban la nariz y le acariciaban el pelo. Al principio me ponía nerviosa, pero ella disfrutaba con eso, y ensayaba sus rudimentos de italiano con tesón: «Sono francese e americana, mi chiamo Zoë». El calor había remitido, y ahora soplaban ráfagas de brisa fresca. Aun así, sabía que en nuestras habitaciones, que estaban en el último piso, la temperatura debía de ser sofocante. Los italianos, como los franceses, no le profesaban mucho cariño al aire acondicionado, pero esta noche no me habría importado sentir la ventisca helada de uno de esos aparatos.

Cuando volvimos a Casa Giovanna, atontadas por el desfase horario, nos encontramos con una nota pinchada en la puerta. «Per favore telefonare William Rainsferd».

Me quedé paralizada, y Zoë dio un grito de alegría.

– ¿Ahora? -dije.

– Bueno, sólo son las nueve menos cuarto -me animó Zoë.

– Vale -respondí mientras abría la puerta con dedos temblorosos.

Me pegué el auricular negro a la oreja y marqué el número por tercera vez en el día. «El contestador», le dije a Zoë vocalizando, pero sin hablar. «Habla», me respondió ella del mismo modo. Después del pitido murmuré mi nombre y luego vacilé. Estaba a punto de colgar cuando una voz masculina me dijo:

– ¿Hola?

Acento americano. Era él.

– Hola -respondí-. Soy Julia Jarmond.

– Hola -dijo él-. Estoy en mitad de la cena.

– Oh, lo siento…

– No se preocupe. ¿Quiere que quedemos mañana antes de almorzar?

– Claro -le contesté.

– Hay un café muy agradable en la muralla, pasado el palazzo Mansi. ¿Nos vemos allí a eso de las doce?

– Perfecto -le dije-. Mmm… ¿cómo nos reconoceremos?

Soltó una carcajada.

– No se preocupe. Lucca es un lugar muy pequeño. La encontraré.

Una pausa.

– Adiós -dijo, y colgó.

El dolor de tripa reapareció a la mañana siguiente. No era muy fuerte, pero sí molesto y persistente. Decidí no hacerle caso. Si me seguía doliendo después de comer, le pediría a Giovanna que avisara a un médico. De camino al café me preguntaba cómo iba a abordar el tema con William. Había ido posponiendo el asunto y ahora me daba cuenta de que no debería haberlo hecho. Iba a remover recuerdos tristes y dolorosos. Tal vez no quisiera hablar de su madre en absoluto, y ya había pasado página sobre todo aquello. Había rehecho su vida aquí, lejos de Roxbury y de Saintonge, una vida pacífica e idílica. Y aquí estaba yo para despertar de nuevo su pasado. Y a sus muertos.