Выбрать главу

Zoë y yo descubrimos que se podía pasear por la gruesa muralla medieval que rodeaba la pequeña ciudad. Era alta y sólida, y en lo alto había un amplio camino bordeado por una densa hilera de castaños. Nos mezclamos con el incesante desfile de corredores, paseantes, ciclistas, patinadores, madres con sus hijos, ancianos que hablaban a voces, adolescentes en sus scooters, turistas.

El café estaba un poco más allá, a la sombra de unos árboles frondosos. Me acerqué con Zoë. Me sentía un poco mareada, casi aturdida. La terraza estaba vacía salvo por una pareja de mediana edad que tomaba un helado y unos turistas alemanes que estudiaban un mapa. Me bajé el sombrero sobre los ojos y me alisé la falda.

Luego, mientras le leía el menú a Zoë, él pronunció mi nombre.

– ¿Julia Jarmond?

Era un hombre alto y fornido de unos cuarenta y cinco años. Se sentó enfrente de las dos.

– Hola -le saludó Zoë.

Descubrí que no me salían las palabras, y me quedé mirándolo. Tenía el pelo rubio ceniza, con algunos mechones grises y entradas, y la mandíbula cuadrada. Y una hermosa nariz aguileña.

– Hola -le dijo a Zoë-. Prueba el tiramisú. Te va a encantar.

Se levantó las gafas de sol deslizándoselas por la frente hasta dejarlas en lo alto de la cabeza. Eran los ojos de su madre, rasgados y de color turquesa. Sonrió.

– Así que eres periodista, según tengo entendido. Afincada en París, ¿no? He buscado tu nombre en Internet.

Tosí, y me dediqué a juguetear con mi reloj de pulsera.

– Yo también he buscado el tuyo. Tu último libro es fabuloso, Banquetes toscanos.

William Rainsferd suspiró y se dio unas palmaditas en el estómago.

– Sí, ese libro ha contribuido de forma generosa a los cinco kilos de los que he sido incapaz de librarme.

Le sonreí. Iba a ser complicado cambiar de este tema de conversación tan simple y agradable al otro que tenía en mente. Zoë me lanzó una mirada para animarme a hacerlo.

– Has sido muy amable por venir a conocernos… Te lo agradezco mucho…

Mi voz sonaba hueca, perdida.

– No tiene importancia -me dijo con una sonrisa mientras avisaba al camarero chasqueando los dedos.

Pedimos un tiramisú y una Coca Cola para Zoë, y dos capuchinos.

– ¿Es la primera vez que venís a Lucca? -preguntó.

Asentí. El camarero acudió a nuestra mesa y William Rainsferd le habló en un italiano rápido y fluido. Ambos se rieron.

– Vengo mucho a este café -nos explicó-. Me encanta pasar el rato aquí, incluso en días tan calurosos como éste.

Zoë probó el tiramisú, haciendo tintinear la cucharilla en la copa de cristal. Se hizo un repentino silencio.

– ¿Qué puedo hacer por ti? -me preguntó-. Mara mencionó algo sobre mi madre.

Le di las gracias a Mara en mi interior. Al parecer, me había facilitado las cosas.

– No sabía que tu madre había muerto -le dije-. Lo siento mucho.

– Gracias -me dijo, encogiéndose de hombros, y se echó un terrón de azúcar en el café-. Ocurrió hace mucho tiempo. Yo era un niño. ¿La conocías? Me pareces un poco joven para haber tratado con ella.

Negué con la cabeza.

– No, no llegué a conocer a tu madre, pero resulta que voy a mudarme al mismo piso donde ella vivió durante la guerra. Está en la calle Saintonge, en París. Y conozco a gente muy cercana a ella. Por eso estoy aquí, y por eso he venido a verte.

Soltó la taza de café y se quedó mirándome en silencio. Sus ojos eran brillantes y serenos.

Por debajo de la mesa, Zoë me puso su mano pegajosa en la rodilla. Vi pasar a un par de ciclistas. El calor volvía a ser agobiante. Tomé aire.

– No sé muy bien por dónde empezar -dije, titubeando-. Sé que debe de ser duro para ti pensar otra vez en todo aquello, pero estaba convencida de que tenía que hacerlo. Los Tézac, la familia de mi marido, conocieron a tu madre en la calle Saintonge en 1942.

Pensé que el apellido Tézac le sonaría, pero no se inmutó, como tampoco lo hizo al oír el nombre de la calle Saintonge.

– Después de lo que ocurrió…, quiero decir, de los trágicos acontecimientos de julio del 42 y la muerte de tu tío, sólo quería hacerte saber que la familia Tézac no ha podido olvidar a tu madre. Mi suegro, en especial, piensa en ella todos los días desde entonces.

Hubo en silencio. Las pupilas de William Rainsferd parecieron contraerse.

– Lo siento -le dije de inmediato-. Sabía que esto iba a resultarte doloroso.

Cuando por fin habló, su voz sonó rara, casi apagada.

– ¿A qué «trágicos acontecimientos» te refieres?

– Bueno, a la redada del Vel' d'Hiv'… -tartamudeé-. A las familias judías que arrestaron en París en julio del 42…

– Continúa -me contestó.

– Y los campos de internamiento… Las familias que enviaron a Auschwitz desde Drancy…

William Rainsferd me mostró las palmas de las manos; abiertas y meneó la cabeza.

– Lo siento, pero no entiendo qué tiene todo esto que ver con mi madre.

Zoë y yo intercambiamos miradas de preocupación.

Pasó un largo minuto. Yo me sentía muy incómoda.

– ¿Has dicho la muerte de un tío mío? -preguntó por fin.

– Sí…, Michel. El hermano pequeño de tu madre. En la calle Saintonge.

Silencio.

– ¿Michel? -Parecía desconcertado-. Mi madre no tenía ningún hermano que se llamara Michel. Y jamás había oído hablar de la calle Saintonge. Me parece que no estamos hablando de la misma persona.

– Pero tu madre se llamaba Sarah, ¿no es así? -musité, confusa.

El asintió.

– En efecto, Sarah Dufaure.

– Sí, Sarah Dufaure, exacto -dije con entusiasmo-. También, Sarah Starzynski.

Esperaba que se le iluminara la mirada.

– ¿Perdón? -dijo con el ceño fruncido-. Sarah, ¿qué?

– Starzynski. El apellido de soltera de tu madre.

William Rainsferd me miró levantando la barbilla.

– El apellido de soltera de mi madre era Dufaure.

Una alarma sonó dentro de mi cabeza. Algo iba mal. Él no sabía nada.

Aún estaba a tiempo de dejarlo y salir corriendo antes de hacer añicos la paz que reinaba en la vida de aquel hombre.

Me las arreglé para sonreír, murmuré algo sobre un error, arrastré la silla hacia atrás unos treinta centímetros y le dije a Zoë en tono amable que se terminara su postre. No quería hacerle perder más el tiempo, lo sentía muchísimo. Me levanté de la silla, y él también.

– Creo que te has equivocado de Sarah -me dijo con una sonrisa-. No importa, disfrutad de vuestra estancia en Lucca. Ha sido un placer conoceros, de todos modos.

Antes de que pudiera decir una sola palabra, Zoë metió la mano en mi bolso y luego le tendió algo.

William Rainsferd se quedó mirando la fotografía de la niña con la estrella amarilla.

– ¿Es ésta tu madre? -le preguntó Zoë con una voz muy tímida.

Pareció como si todo se hubiera callado a nuestro alrededor. No llegaba ningún ruido del ajetreado sendero, y hasta los pájaros parecían haber dejado de cantar. Sólo quedaba el calor, y el silencio.

– Dios santo… -musitó.

Y después se dejó caer sobre la silla.

La fotografía descansaba sobre la mesa en medio de los dos. Los ojos de William Rainsferd saltaban de la foto a mí y viceversa, una y otra vez. Leyó varias veces lo que estaba escrito en el dorso de la foto, con una expresión de incredulidad y perplejidad.

– Es exactamente igual a mi madre de niña -admitió al fin-. Eso no puedo negarlo.

Zoë y yo nos mantuvimos en silencio.

– No lo comprendo. No puede ser. Esto no es posible.