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Se frotó las manos, nervioso. Me fijé en que llevaba una alianza de plata, y en que sus dedos eran largos y finos.

– La estrella… -No dejaba de menear la cabeza-. Esa estrella en el pecho…

¿Era posible que aquel hombre no supiera la verdad sobre el pasado de su madre ni sobre su religión? ¿Es que Sarah no se lo había contado a los Rainsferd?

Al ver la ansiedad y el desconcierto en su cara me convencí. No, ella no les había contado nada. No les había revelado su infancia, sus orígenes, su religión. Había decidido romper por completo con su terrible pasado.

Deseé estar muy lejos de allí, lejos de aquella ciudad de aquel país y de aquel hombre que no entendía nada. ¿Cómo podía haber estado tan ciega? ¿Cómo no había previsto aquello? Ni se me había ocurrido la posibilidad de que Sarah lo hubiese mantenido todo en secreto. Había sufrido demasiado, y ésa era la razón por la que nunca había vuelto a escribir a los Dufaure ni le había contado a su hijo quién era en realidad. Había querido empezar de cero en América.

Y allí estaba yo, una desconocida, heraldo de malas noticias, revelando a aquel hombre la cruda verdad.

William Rainsferd empujó la foto hacia mí, apretando los labios.

– ¿A qué has venido? -preguntó en voz baja.

Yo tenía la garganta seca.

– ¿Has venido a decirme que mi madre se llamaba de otra forma? ¿Que estuvo envuelta en una tragedia? ¿Sólo para eso?

Noté que las piernas me temblaban bajo la mesa. Esto no era lo que yo había imaginado. Había previsto que sintiera dolor, amargura, pero no esta ira.

– Pensé que lo sabías -intenté explicarme-. He venido porque mi familia recuerda todo lo que ella sufrió en el 42. Ésa es la razón de que esté aquí.

Volvió a menear la cabeza, se pasó los dedos por el pelo y tabaleó con las gafas de sol sobre la mesa.

– No -me dijo-. No. No, no. Esto es una locura. Mi madre era francesa y se llamaba Dufaure. Nació en Orleans y perdió a sus padres durante la guerra. No tenía hermanos. No tenía familia. Nunca vivió en París, en ninguna calle Saintonge. Esta niña judía no puede ser ella. Te has equivocado de medio a medio.

– Por favor -le dije-, deja que te explique, deja que te cuente la historia entera.

Levantó las palmas de la mano hacia mí, como si quisiera empujarme.

– No quiero saberlo. Guárdate la «historia entera» para ti solita.

Sentí el conocido tirón en el vientre, como si algo me carcomiera las entrañas.

– Por favor -le dije con desmayo-. Por favor, escúchame.

William Rainsferd se puso en pie con un movimiento bastante ágil y rápido para un hombre de una constitución tan robusta. Me miró con una expresión sombría.

– Voy a ser muy claro contigo: no quiero volver a verte. No quiero volver a hablar de esto. Por favor, no vuelvas a llamarme.

Y se marchó.

Zoë y yo vimos cómo se alejaba. Todo esto para nada. Un viaje tan largo, todos los esfuerzos, y en balde, tan sólo para llegar a un callejón sin salida. No podía creer que la historia de Sarah acabase así, de golpe. No podía terminar sin más.

Nos quedamos en silencio durante un buen rato. Luego, tiritando a pesar del calor, pagué la cuenta. Zoë, conmocionada, no decía una sola palabra.

Me levanté. Estaba tan débil que me costaba moverme. Y ahora, ¿qué? ¿Nos volvíamos a París o a casa de Charla?

Eché a andar con dificultad; los pies me pesaban como yunques. Oí la voz de Zoë, que me llamaba, pero no quería darme la vuelta. Lo único que me apetecía era volver al hotel cuanto antes, a pensar y a preparar el regreso. Tenía que llamar a mi hermana y a Edouard, y también a Gaspard.

Zoë estaba gritando, nerviosa. ¿Qué quería? ¿Por qué lloriqueaba? Me di cuenta de que la gente me estaba mirando. Me volví hacia mi hija, impaciente, y le dije que apretara el paso.

Se me acercó corriendo y me agarró la mano. Estaba pálida.

– Mamá… -susurró, con un hilo de voz.

– ¿Qué? ¿Qué pasa? -le pregunté.

Señaló a mis piernas y empezó a gimotear como un cachorrillo.

Miré hacia abajo. Llevaba la falda blanca empapada de sangre. En la silla donde había estado sentada había dejado una huella carmesí en forma de media luna. Unos goterones rojos y espesos resbalaban por mis muslos.

– ¿Tienes una herida, mamá? -preguntó Zoë tragando saliva.

Me agarré el estómago.

– El bebé -dije, horrorizada.

Zoë se quedó mirándome.

– ¿El bebé? -gritó, apretándome el brazo-. Mamá, ¿qué bebé? ¿De qué estás hablando?

La imagen de su cara se desvaneció. Se me doblaron las rodillas y fui a dar con la barbilla en el suelo, caliente y seco.

Después todo fue silencio y oscuridad.

Abrí los ojos y vi la cara de Zoë a escasos centímetros de la mía. Me llegó el inconfundible olor a hospital. Estaba en una habitación pequeña de paredes verdes y tenía puesto un gotero. Una mujer con una blusa blanca garabateaba algo sobre una carpeta.

– Mamá… -susurró Zoë, apretándome la mano-. Mamá, no pasa nada. No te preocupes.

La mujer se puso a mi lado, sonrió y acarició a Zoë en la cabeza.

– Se recuperará, signora -dijo en un inglés sorprendentemente bueno-. Ha perdido mucha sangre, pero ya está mucho mejor.

Una voz quejumbrosa salió de mi garganta.

– ¿Y el bebé?

– El bebé está bien. Le hemos hecho una ecografía. El problema está en la placenta. Ahora necesita descansar. Por ahora, no se levante.

Salió de la habitación y cerró la puerta con cuidado.

– Me has dado un susto que te cagas -me dijo Zoë-. Sí, he dicho «que te cagas». No tienes derecho a reñirme.

La agarré y la acerqué a mí. La abracé tan fuerte como pude, a pesar del gotero.

– Mamá, ¿por qué no me contaste lo del bebé?

– Iba a hacerlo, cariño.

Me miró.

– ¿Papá y tú estáis teniendo problemas por culpa de ese bebé?

– Sí.

– Tú quieres tenerlo y papá no, ¿me equivoco?

– Algo así.

Me acarició la mano con dulzura.

– Papá viene de camino.

– Oh, Dios mío -dije.

Así que, como colofón de todo lo que había pasado, Bertrand iba a venir.

– Le he llamado yo -dijo Zoë-. Llegará en un par de horas.

Los ojos se me llenaron de lágrimas que resbalaron lentamente por mis mejillas.

– Mamá, no llores -suplicó Zoë, apresurándose a enjugarme las lágrimas con las manos-. No pasa nada, todo va a salir bien.

Sonreí y asentí para tranquilizarla, pero mi mundo se había quedado vacío, hueco. No dejaba de pensar en William Rainsferd y en sus palabras: «No quiero volver a verte. No quiero volver a hablar de esto. Por favor, no vuelvas a llamarme». Se había marchado encorvado, con los hombros encogidos, los labios estirados a causa de la tensión.

Veía caer sobre mí días, semanas y meses aciagos y grises. Jamás me había sentido tan desanimada, tan perdida. El núcleo de mi vida se había desintegrado. ¿Qué me quedaba? Un bebé que mi futuro ex marido no quería y que tendría que criar yo sola. Una hija que pronto se convertiría en una adolescente y que dejaría de ser la maravillosa chiquilla que era ahora. De repente me pregunté qué podía esperar de la vida.

Bertrand llegó calmado, eficiente, cariñoso. Me puse en sus manos. Le oí hablar con el médico, y me fijé en las cálidas miradas que le dirigía a Zoë para tranquilizarla. Se ocupó de todos los detalles. Iba a quedarme en el hospital hasta que las hemorragias cesaran por completo. Después volaría de vuelta a París y guardaría reposo hasta el quinto mes de embarazo. Bertrand no mencionó a Sarah ni una sola vez, y no hizo ni una sola pregunta. Yo me encerré en un silencio reconfortante, pues no me apetecía hablar de Sarah.

Empecé a sentirme como una viejecita a la que llevan de un lado para otro, como hacían con Mamé dentro de los límites familiares de su «hogar». Recibía las mismas sonrisas apacibles, la misma benevolencia añeja. Resultaba cómodo dejar que me controlaran la vida. Después de todo, no tenía mucho por lo que luchar, salvo mi hijo.