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Ese hijo al que Bertrand tampoco mencionó ni una sola vez.

Cuando aterrizamos en París, semanas después, me sentía como si hubiese pasado un año entero. Aún estaba cansada y triste, y me acordaba de William Rainsferd todos los días. Más de una vez agarré el teléfono, o papel y bolígrafo, con intención de hablar con él, de escribirle para darle explicaciones o pedirle disculpas, pero no me atreví.

Dejé correr los días. El verano pasó y empezó el otoño. Yo estaba en la cama. Leía, escribía mis artículos en el portátil, y me comunicaba por teléfono con Joshua, Bamber, Alessandra, mi familia y mis amigos. En suma, trabajaba desde la alcoba. Al principio parecía muy complicado, pero al final me las había arreglado. Mis amigas Isabelle, Holly y Susannah se turnaban para venir a hacerme la comida. Una vez a la semana, mis cuñadas iban con Zoë a Inno o a Franprix para comprar provisiones. La regordeta y sensual Cécile me cocinaba esponjosos crêpes que rezumaban mantequilla, y la atlética y angulosa Laure me preparaba exóticas ensaladas bajas en calorías que incluso resultaban sabrosas. Mi suegra venía con menos frecuencia, pero me mandaba a su asistenta doméstica, la dinámica y perfumada madame Leclère, que pasaba la aspiradora con tanta energía que casi me provocaba contracciones. Mis padres vinieron a pasar una semana a su hotelito favorito de la calle Delambre, eufóricos ante la perspectiva de ser abuelos otra vez.

Edouard venía todos los viernes con un ramo de rosas. Se sentaba en el sillón al lado de mi cama y me pedía una y otra vez que le describiera la conversación que había tenido con William en Lucca. Después meneaba la cabeza, suspiraba y decía que él debería haber previsto la reacción de William. ¿Cómo no se nos había ocurrido la posibilidad de que William no supiera nada, de que Sarah no le hubiese contado ni media palabra?

– ¿Y si le llamamos? -me preguntaba con una mirada de esperanza-. Puedo telefonear para explicárselo. -Pero al momento me miraba y musitaba-: No, claro que no puedo hacerlo. Qué ocurrencias tengo. Es una idea ridícula.

Le pregunté a mi ginecóloga si podía organizar una pequeña reunión si me quedaba tumbada en el sofá del salón. Aceptó, y me hizo prometerle que no cogería peso y que permanecería en posición horizontal, à la Récamier. Una tarde, a finales del verano, Gaspard y Nicolas vinieron a conocer a Edouard. También acudió Nathalie Dufaure. Y, además, había invitado a Guillaume. Fue un momento conmovedor, mágico. Tres señores mayores que tenían en común a una niña inolvidable. Vi cómo contemplaban las fotos de Sarah, sus cartas. Gaspard y Nicolas nos preguntaban por William, y Nathalie escuchaba mientras echaba una mano a Zoë con la comida y las bebidas.

Nicolas, una versión ligeramente más joven de Gaspard, con la misma cara redonda y el mismo pelo blanco y ralo, habló de su relación particular con Sarah. Nos contó que no hacía más que gastarle bromas, ya que el silencio de la chica le apenaba mucho. Cada vez que reaccionaba, aunque fuera encogiéndose de hombros, insultándole o dándole una patada, se le antojaba un triunfo, ya que por un instante Sarah salía del caparazón en el que estaba aislada. Nos contó también la primera vez que Sarah se bañó en el mar, en Trouville, a principios de los cincuenta. Se quedó mirando el mar con absoluto asombro, y después abrió los brazos, soltó una exclamación de alborozo y corrió hacia el agua, con sus piernas ágiles y flacas, y se zambulló entre las olas azules entre gritos de júbilo. Y ellos la habían seguido, gritando igual de alto y enamorados de aquella nueva Sarah que hasta entonces nunca habían visto.

– Estaba guapísima -rememoró Nicolas-. Era una chica de dieciocho años, guapísima y pletórica de vida y energía. Aquel día presentí por primera vez que en lo más profundo de ella había un vestigio de felicidad, que aún había esperanza para ella.

Dos años después, pensé, Sarah salió de la vida de los Dufaure para siempre, llevándose consigo su secreto a América. Y veinte años después había muerto. Me pregunté cómo habrían sido esos veinte años en América. Su matrimonio, el nacimiento de su hijo. ¿Había sido feliz en Roxbury? Sólo William tenía la respuesta a esas preguntas. Era el único que podía contestarlas. Mis ojos se cruzaron con los de Edouard, y supe que estaba pensando lo mismo que yo.

Oí la llave de Bertrand en la cerradura. Mi marido apareció, bronceado, apuesto, exudando Habit Rouge, sonriendo y estrechando manos con soltura, y no pude evitar acordarme de aquella canción de Carly Simon que Charla decía que le recordaba a Bertrand: «Yon walked into the party like you were walking on to a yatch» *.

Bertrand había decidido posponer la mudanza al piso de Saintonge por las complicaciones de mi embarazo. En esta extraña nueva vida a la que todavía no me había acostumbrado, él estaba físicamente presente de forma amistosa y útil, pero faltaba su presencia espiritual. Viajaba más de lo habitual, llegaba tarde a casa y se marchaba temprano. Seguíamos compartiendo la cama, pero ya no era el tálamo nupcial. En medio había surgido el muro de Berlín.

Zoë parecía llevarlo bastante bien. Hablaba a menudo del bebé, de lo mucho que significaba para ella y de lo emocionada que se sentía. Había ido de compras con mi madre durante su estancia en París, y ambas se habían puesto como locas en Bonpoint, una tienda de ropa de bebé exclusiva y precios escandalosamente caros que había en la calle de l'Université.

La mayor parte de la gente reaccionaba como Zoë, mis padres, mi hermana, mi familia política y Mamé. Todos mostraban su entusiasmo por el inminente nacimiento, e incluso Joshua, con su aversión hacia los bebés y las bajas por enfermedad, parecía interesarse.

– No sabía que se podían tener hijos después de los cuarenta y cinco -me comentó con bastante mala uva.

Nadie mencionó la crisis por la que atravesaba mi matrimonio. Era como si nadie se diera cuenta. Tal vez, en el fondo, creían que cuando naciera la criatura Bertrand entraría en razón, o incluso la recibiría con los brazos abiertos.

Me di cuenta de que tanto Bertrand como yo nos habíamos encerrado en un caparazón de incomunicación y aislamiento. Los dos estábamos esperando a que naciera el bebé. Después, cuando tuviéramos que mudarnos y tomar decisiones, ya veríamos.

Una mañana noté que el bebé empezaba a moverse dentro de mí y me daba esas primeras pataditas que suelen confundirse con gases. Quería que el bebé naciera de una vez para poder cogerlo en brazos. Odiaba esta situación de silencioso letargo, esta larga espera, y me sentía atrapada. Quería viajar cuanto antes al invierno, a principios del año siguiente, al momento del parto.

Odiaba el polvo y los últimos coletazos del calor del verano, esos últimos estertores del estío que discurrían lentos como el goteo de la melaza. Tampoco me gustaba la palabra francesa para referirse al comienzo de septiembre, la vuelta al colegio y al trabajo, la «rentreé», que se repetía constantemente en la radio, la televisión y los periódicos. Estaba harta de que la gente me preguntara cómo iba a llamarse el bebé. La amniocentesis había revelado su sexo, pero yo no había querido que me lo dijeran. El bebé aún no tenía nombre, lo cual no significaba que yo no estuviera preparada.

Iba tachando los días en el calendario. Septiembre se convirtió en octubre, mientras mi barriga adquiría una bonita curva. Ya podía levantarme, volver a la oficina, recoger a Zoë del colegio, ir al cine con Isabelle o comer con Guillaume en el Select.

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* «Entraste en la fiesta como quien camina por la cubierta de un yate». [N. del T.]