En el taller había operarios encorvados sobre los motores, con monos azules manchados de grasa. Los miraron en silencio. Nadie dijo nada. Después la chica reparó en un gran grupo de gente que aguardaba en el garaje, con bolsos y cestos en el suelo. Advirtió que la mayoría eran mujeres y niños. A algunos de ellos los conocía de vista, pero nadie se atrevía a saludar. Un momento después aparecieron dos policías y empezaron a decir nombres. El padre de la chica levantó la mano cuando oyó el suyo.
La chica miró a su alrededor. Vio a un chico que conocía de la escuela, Léon. Parecía cansado y asustado. Ella le sonrió, para decirle que todo iba a ir bien, que pronto todos podrían irse a casa. Esto no duraría mucho, pronto los mandarían de vuelta. Pero Léon la miró como si estuviera loca. Ella agachó la cabeza con las mejillas rojas. Quizás estaba equivocada, pensó, mientras el corazón le latía con fuerza. Tal vez las cosas no iban a ir como ella creía. Se sintió ingenua y estúpida, como una cría.
Su padre se inclinó para decirle algo. La barbilla sin afeitar le hizo cosquillas en la oreja. Pronunció el nombre de la chica y le preguntó dónde estaba su hermano. Ella le enseñó la llave. Su hermanito se encontraba a salvo en el armario secreto, le murmuró orgullosa de sí misma. Allí estaba seguro.
El padre abrió los ojos como platos y la agarró del brazo. Pero no pasa nada, dijo ella, allí estará bien. Es un armario muy profundo, y hay aire de sobra para respirar. Y tiene agua y una linterna. Estará bien, papá. No lo entiendes, respondió el padre. No lo entiendes. Y para consternación de la niña, a su padre se le llenaron los ojos de lágrimas.
Ella le tiró de la manga. No soportaba ver a su padre llorando.
– Papá -le dijo-, vamos a volver a casa, ¿verdad? En cuanto digan todos nuestros nombres volveremos a casa, ¿no?
– No -respondió él-. No vamos a volver. No nos van a dejar.
Sintió que algo frío y horrible la atravesaba. De nuevo recordó lo que había oído cuando espiaba los rostros de sus padres desde la puerta, su miedo, su angustia en mitad de la noche.
– ¿Qué quieres decir, papá? ¿Adónde vamos? ¿Por qué no vamos a volver a casa? ¡Dímelo! ¡Dímelo!
Casi gritó estas últimas palabras.
Su padre la miró. Volvió a decir su nombre, muy despacio. Aún tenía los ojos húmedos, y lágrimas en la punta de las pestañas. El padre le apoyó la mano en la nuca.
– Sé valiente, cariño. Sé todo lo valiente que puedas.
La chica no podía llorar. Su miedo era tan grande que parecía engullirlo todo, como si hubiera absorbido todas sus emociones, como una monstruosa y potente aspiradora.
– Pero le he prometido que volveríamos, papá. Se lo he prometido.
La chica vio que su padre había empezado a sollozar de nuevo y que ya no la escuchaba. Estaba envuelto en su propia tristeza, en su propio miedo.
Los mandaron a todos fuera. La calle estaba vacía, salvo por unos autobuses en fila junto a las aceras. Eran los autobuses que la chica, su madre y su hermano cogían para moverse por la ciudad, los normales, los de todos los días, verdes y blancos, con plataforma en la parte trasera.
Les ordenaron que subieran a los vehículos, y les empujaron a unos contra otros. La chica volvió a buscar los uniformes de color caqui y ese idioma cortante y gutural que había aprendido a temer, pero sólo eran policías. Gendarmes franceses.
A través del polvoriento cristal del autobús reconoció a uno de ellos, un joven pelirrojo que solía ayudarla a cruzar la calle cuando volvía a casa de la escuela. Golpeó el cristal para llamar su atención. Cuando los ojos del policía se cruzaron con los de ella, él apartó la mirada de inmediato. Parecía avergonzado, casi enfadado. Ella se preguntó por qué. Mientras los empujaban hacia los autobuses, un hombre protestó y recibió un empellón aún más fuerte. Un policía gritó que dispararía si alguien intentaba escapar.
La chica contempló con languidez cómo pasaban los edificios y los árboles. Sólo podía pensar en su hermano, que le esperaba en el armario de una casa vacía. Era incapaz de olvidarse de él. Cruzaron un puente y vio brillar el Sena. ¿Adónde iban? Papá no lo sabía. Nadie lo sabía. Todos tenían miedo.
El estruendo de un trueno asustó a todos. Empezó a llover tan fuerte que el autobús tuvo que parar. La chica oía el repiqueteo del agua en el techo del vehículo. El chubasco duró poco. Pronto el autobús reanudó su marcha, haciendo sisear sus ruedas sobre el empedrado, brillante por la lluvia. Salió el sol.
El autobús se detuvo y todos se apearon, cargados con bultos, maletas y niños que lloraban. La chica no conocía esa calle. Nunca había estado allí. Al otro extremo de la carretera se veía el metro elevado.
Los condujeron a un edificio grande y descolorido. En la fachada había algo escrito con letras enormes y negras, pero no lo entendió. Vio que la calle entera estaba llena de familias como la suya, que bajaban de otros autobuses mientras la policía les gritaba. Y seguía siendo la policía francesa.
Mientras agarraba con fuerza la mano de su padre, la empujaron bruscamente hacia un enorme estadio cubierto. En el centro había multitud de gente, y también en los duros asientos de hierro de las galerías. ¿Cuánta gente? No lo sabía. Cientos. Y seguían llegando. La chica miró hacia el inmenso tragaluz azul, diseñado en forma de cúpula. Un sol despiadado brillaba a través de él.
Su padre encontró un sitio para que se sentaran. La chica observaba el continuo goteo de gente que engrosaba la multitud. El ruido cada vez era mayor, un zumbido constante de miles de voces, llantos de niño, lamentos de mujer. El calor se hacía insoportable, más sofocante conforme el sol se elevaba en el cielo. Cada vez había menos sitio y estaban más apiñados. Ella miró a los hombres, las mujeres y los niños, sus rostros cansados, sus miradas asustadas.
– Papá -dijo-, ¿cuánto tiempo vamos a quedarnos aquí?
– No lo sé, tesoro.
– ¿Por qué estamos aquí?
La chica se llevó la mano a la estrella amarilla cosida en la parte delantera de su blusa.
– Es por esto, ¿verdad? -preguntó-. Todos llevan una.
Su padre esbozó una sonrisa triste, patética.
– Sí -contestó-. Es por eso.
La chica frunció el ceño.
– No es justo, papá -se quejó-. ¡No es justo!
El padre la abrazó y repitió su nombre con ternura. -Sí, preciosa mía, tienes razón. No es justo. La chica apoyó la mejilla sobre la estrella que llevaba su padre en la solapa de la chaqueta. Un mes atrás, aproximadamente, su madre había cosido las estrellas en la ropa de toda la familia, excepto en la de su hermano pequeño. Antes de eso les habían sellado la palabra «judío» o «judía» en las tarjetas de identificación. Y luego les dijeron todas las cosas que de repente ya no podían hacer, como jugar en el parque, montar en bicicleta, ir al cine, al teatro, a los restaurantes, a la piscina. Ya tampoco se les permitía tomar prestados libros de la biblioteca.