Alguien llamó. Tres golpes secos. Es Bertrand, pensé torvamente. Antoine o Cécile debían de haberle dicho que me llamara o que viniera a buscarme.
Me imaginé a Cécile esperándome abajo, en el coche, muerta de vergüenza, y el incómodo y cortante silencio que habría entre nosotros en cuanto me subiera al Audi.
Bien, esta vez se iban a enterar. No pensaba desempeñar el papel de la típica esposa francesa, tímida y dócil. Iba a decirle a Bertrand que a partir de ese momento me contara la verdad.
Abrí la puerta de un tirón, pero el hombre que aguardaba en el descansillo no era Bertrand. Lo reconocí de inmediato por su estatura y por aquellos hombros tan anchos. Tenía el pelo rubio ceniza aplastado y oscurecido por la lluvia.
Era William Rainsferd.
Reculé un paso, sorprendida.
– ¿Vengo en mal momento? -preguntó.
– No -logré articular.
¿Qué demonios estaba haciendo allí? ¿Qué quería?
Nos quedamos mirando el uno al otro. Algo había cambiado en su gesto desde la última vez que le había visto. Parecía demacrado, atormentado por algo. Ya no era el gastrónomo apacible y bronceado al que conocí en Lucca.
– Necesito hablar contigo -me dijo-. Es urgente. Lo siento, no he logrado averiguar tu número y he venido directamente aquí. Como anoche no estabas, se me ocurrió volver por la mañana.
– ¿Cómo has conseguido esta dirección? -le pregunté, confusa-. Aún no está en la guía, todavía no nos hemos mudado.
Sacó un sobre del bolsillo de su chaqueta.
– La dirección estaba aquí. Es la misma calle que mencionaste en Lucca: calle Saintonge.
– No lo entiendo -dije, meneando la cabeza.
Me tendió el sobre. Era antiguo y tenía las esquinas rotas. No había nada escrito en él.
– Ábrelo -me dijo.
Saqué una libreta fina y desgastada, con un dibujo descolorido, y una larga llave de latón que se me resbaló y cayó al suelo con un ruido metálico. Él se agachó a recogerla y la puso sobre la palma de su mano para que yo pudiera verla bien.
– ¿Qué es esto? -le pregunté con cautela.
– Cuando te fuiste de Lucca yo estaba en estado de shock. No podía sacarme aquella foto de la cabeza, y no hacía más que pensar en ella.
– Ya -le dije, con el corazón desbocado.
– Cogí un avión y fui a Roxbury, a ver a mi padre. Está muy enfermo, como creo que ya sabes. Se muere de cáncer y ya no puede hablar. Eché un vistazo a la habitación y encontré este sobre en su escritorio. Lo había estado guardando todos estos años. Nunca me lo había enseñado.
– ¿Por qué estás aquí? -le pregunté.
Había dolor en sus ojos, dolor y miedo.
– Porque necesito que me cuentes lo que ocurrió. Lo que le ocurrió a mi madre cuando era niña. Necesito saberlo todo. Tú eres la única persona que puede ayudarme.
Contemplé la llave sobre su mano. Luego miré al dibujo. Era un tosco boceto en el que aparecía un niño rubio con el pelo rizado. Parecía estar sentado en un pequeño armario, con un libro sobre las rodillas y un osito de peluche al lado. Al dorso, un garabato medio borrado: «Michel. Rue de Saintonge, 26». Pasé las hojas de la libreta. No había fechas. Sólo frases cortas, como de un poema, en francés, con una caligrafía difícil de descifrar. Algunas palabras me llamaron la atención: «le camp», «la clef», «ne jamais oublier», «mourir» *.
– ¿Has leído esto? -le pregunté.
– Lo he intentado, pero sé poco francés, Sólo entiendo algunos fragmentos.
Mi móvil sonó, y ambos dimos un respingo. Lo busqué a tientas por los bolsillos. Era Edouard.
– ¿Dónde estás, Julia? -me preguntó-. Mamé no está bien. Te necesita.
– Ya voy -le dije.
William Rainsferd me miró.
– ¿Tienes que irte?
– Sí. Es una emergencia familiar. La abuela de mi marido. Ha sufrido un derrame cerebral.
– Lo siento.
Por un momento vaciló. Luego me puso una mano en el hombro.
– ¿Cuándo puedo verte para hablar contigo?
Abrí la puerta, me volví hacia él y miré la mano sobre mi hombro. Era extraño y conmovedor verlo en la entrada de aquel apartamento, el mismo lugar que le había infligido a su madre tanto dolor, tanto sufrimiento, y pensar que aún no sabía lo que les había ocurrido aquí a sus familiares, a sus abuelos, a su tío.
– Te vas a venir conmigo -le dije-. Hay alguien a quien quiero que conozcas.
Mamé tenía la cara blanca y cansada, y parecía dormida. Le hablé, pero no estaba segura de que me oyera. Entonces, sentí que sus dedos me rodeaban la muñeca y la apretaban. Sí, sabía que yo estaba allí.
A mi espalda, la familia Tézac rodeaba la cama. Bertrand, su madre, Colette, Edouard, Laure y Cécile. Y detrás de ellos, titubeando en el vestíbulo, William Rainsferd. Bertrand lo había mirado un par de veces, desconcertado. Probablemente pensaba que era mi nuevo novio. En otro momento me habría hecho gracia. Edouard lo había estudiado con curiosidad, entrecerrando los ojos, y después me miró a mí con insistencia.
Más tarde, cuando salíamos de la residencia, cogí a mi suegro del brazo. El doctor Roche acababa de decirnos que la situación de Mamé se había estabilizado, aunque se encontraba muy débil, y no podía decirnos qué iba a pasar después. Nos había pedido que nos preparáramos, debíamos mentalizarnos de que probablemente sería el fin.
– Lo siento mucho, Edouard -le murmuré.
Edouard me acarició la mejilla.
– Mi madre te quiere, Julia. Te quiere mucho.
Bertrand apareció, con gesto sombrío. Me quedé mirándolo. Durante un breve instante me acordé de Amélie, y se me pasó por la cabeza la idea de decirle algo que le hiciera daño, que le escociera, pero al final lo dejé pasar. Después de todo, ya tendríamos tiempo de hablar de ello. Ahora daba igual. Lo único que importaba en este momento era Mamé, y también el hombre alto que me esperaba en el vestíbulo.
– Julia -me dijo Edouard volviéndose hacia mí-, ¿quién es ese hombre?
– El hijo de Sarah.
Sorprendido, Edouard se quedó observándolo durante un par de minutos.
– ¿Le has llamado?
– No. Hace poco encontró unos papeles que su padre había tenido escondidos todo este tiempo. Algo que escribió Sarah. Ha venido porque quiere saber la historia entera, y ha llegado hoy mismo.
– Me gustaría hablar con él -respondió Edouard.
Fui a buscar a William, le dije que mi suegro quería conocerle y me siguió. A su lado, Bertrand, Edouard, Colette y sus hijas parecían bajitos.
Edouard Tézac lo miró con gesto sereno y calmado, pero tenía los ojos empañados.
Le tendió la mano y William se la estrechó. Fue un momento silencioso e intenso. Nadie habló.
– Así que es usted el hijo de Sarah Starzynski -dijo Edouard al fin.
Observé a Colette, Cécile y Laure. Las tres miraban con gesto cortés y al mismo tiempo interrogante. No comprendían qué estaba pasando. Sólo Bertrand lo entendía, era el único que conocía la historia, aunque no había hablado conmigo sobre ello desde la noche en que encontró el cartapacio rojo con el nombre de Sarah. Tampoco lo había sacado a colación cuando conoció a los Dufaure en nuestra casa, un par de meses antes.
Edouard se aclaró la garganta, sin soltarle aún la mano. Se dirigió a él en un inglés bastante bueno, aunque con un fuerte acento francés.
– Soy Edouard Tézac. Es un momento muy duro para conocerle. Mi madre se está muriendo.
– Sí. Lo siento -le dijo William.
– Julia se lo explicará todo, pero su madre, Sarah…
A Edouard se le quebró la voz y tuvo que hacer una pausa. Su esposa y sus hijas le miraron sorprendidas.
– ¿Qué es todo esto? -murmuró Colette, preocupada-. ¿Quién es esa Sarah?
– Se trata de algo que ocurrió hace sesenta años -contestó Edouard, esforzándose para controlar su voz.