Contuve el impulso de darle un abrazo. Edouard tomó aire y su cara recuperó algo de color. Sonrió a William con timidez. Nunca le había visto antes aquella sonrisa.
– Nunca olvidaré a su madre. Jamás.
Su cara se contrajo en un rictus y la sonrisa se desvaneció. El dolor y la tristeza que sentía volvieron a entrecortarle la respiración, igual que le había pasado el día en que me lo contó todo en el coche.
El silencio se hizo espeso, insoportable, mientras las mujeres seguían mirándonos sin comprender nada.
– Me siento muy aliviado al poder decirle esto hoy, tantos años después.
William Rainsferd asintió.
– Gracias, señor -dijo en tono grave. Advertí que él también estaba pálido-. No sé mucho, pero he venido para conocer la verdad. Tengo entendido que mi madre sufrió mucho, y necesito saber por qué.
– Hicimos todo lo que pudimos por ella -dijo Edouard-. Eso puedo asegurárselo. Julia se lo explicará todo, y le contará la historia de su madre, y lo que mi padre hizo por ella. Adiós.
Se retiró. De repente parecía un hombre consumido y débil. Bertrand le siguió con la mirada, curioso, pero distante. Debía de ser la primera vez que veía a su padre tan conmovido. Sentí curiosidad por saber en qué medida le afectaba y que significaba todo eso para él.
Edouard se alejó, escoltado por su esposa y sus hijas, que le iban bombardeando con preguntas. Detrás, su hijo los seguía con las manos metidas en los bolsillos, sin decir nada. Me pregunté si Edouard iba a contarle a Colette y a sus hijas la verdad. Es muy probable, colegí. Y entonces imaginé la conmoción que les iba a causar.
William Rainsferd y yo nos sentamos solos en el vestíbulo de la residencia. Fuera, en la calle Courcelles, seguía lloviendo.
– ¿Te apetece un café? -me preguntó.
Tenía una sonrisa muy bonita.
Caminamos bajo la llovizna hasta el café más cercano. Nos sentamos, pedimos dos expresos y durante unos instantes nos quedamos callados.
Entonces me preguntó:
– ¿Tienes mucha relación con esa señora?
– Sí -respondí-. Muy cercana.
– Veo que esperas un hijo.
Me di unas palmaditas en la tripa.
– Me toca en febrero.
Por fin, me pidió con voz pausada: -Cuéntame la historia de mi madre.
– No va a ser fácil -le advertí.
– Lo sé. Pero necesito oírla. Por favor, Julia.
Empecé a contársela despacio, casi en susurros, levantando los ojos para mirarle a la cara de cuando en cuando. Conforme hablaba, mis pensamientos derivaban hacia Edouard. Probablemente estaría sentado en su elegante salón color salmón de la calle de l'Université, narrándoles la misma historia a su esposa, a sus hijas y a su hijo. La redada. El Vel' d'Hiv'. El campo. La huida. El regreso de la chica. El niño muerto en el armario. Dos familias unidas por la muerte y un secreto. Dos familias unidas por el dolor. En parte quería que este hombre supiera la verdad, pero por otro lado deseaba protegerlo, salvaguardarlo de la cruda realidad, de la terrible imagen del sufrimiento de aquella niña. De su dolor, de su pérdida, que eran también los de él. Cuanto más hablaba y más pormenores le daba, cuantas más preguntas le respondía, más me daba cuenta de que mis palabras le estaban atravesando como espadas.
Cuando acabé, lo miré a la cara. El color había huido del rostro y de los labios. Sacó la libreta del sobre y me lo dio, sin decir nada. La llave de latón estaba en medio de la mesa, entre los dos.
Cogí el cuaderno y volví a mirar a William. Él me animó a leer con un gesto y el brillo de sus ojos.
Abrí el libro y leí mentalmente la primera frase. Después leí en voz alta, traduciendo del francés a nuestra lengua materna. Era un proceso lento; aquella escritura, una sucesión de garabatos finos y torcidos, era difícil de descifrar.
¿Dónde estás, mi pequeño Michel? Mi precioso Michel.
¿Dónde estás ahora?
¿Te acuerdas de mí?
Michel,
Soy Sarah, tu hermana.
La que nunca volvió. La que te dejó dentro del armario. La que creyó que estarías a salvo.
Michel.
Han pasado los años y aún guardo la llave.
La llave de nuestro escondite secreto.
Ya ves, la he conservado, acariciándola día tras día, recordándote.
La guardo conmigo desde el 16 de julio de 1942.
Aquí nadie sabe nada de la llave ni de ti.
Ni del armario.
Ni de nuestros padres.
Ni del campo.
Ni del verano de 1942.
Ni de quién soy en realidad.
Michel.
No ha pasado un solo día en que no haya pensado en ti.
O haya recordado el 26 de la calle Saintonge.
Llevo la carga de tu muerte como si llevara un hijo.
La llevaré hasta mi último día.
A veces me quiero morir.
No puedo soportar el peso de tu trance.
Del fin de mamá, del de papá.
Visiones de vagones para ganado conduciéndolos a su muerte.
Oigo el tren en mi cabeza, lo llevo oyendo una y otra vez durante los últimos treinta años.
No puedo soportar el peso de mi pasado.
Pero tampoco puedo deshacerme de la llave del armario.
Es la única cosa concreta que me queda de ti, aparte de tu tumba.
Michel.
¿Cómo puedo fingir ser otra persona?
¿Cómo puedo hacerles creer que soy otra mujer?
No, no puedo olvidar.
El estadio.
El campo.
El tren.
Jules y Geneviève.
Alain y Henriette.
Nicolas y Gaspard.
Mi pequeño no me hace olvidar. Le quiero, es mi hijo.
Mi marido no sabe quién soy.
No conoce mi historia.
Venir aquí ha sido un terrible error.
Pensé que podía cambiar. Pensé que podía dejarlo todo atrás.
Pero no puedo.
Los llevaron a Auschwitz. Los asesinaron.
Mi hermano. Él murió en el armario.
No me queda nada.
Pensé que me quedaba algo, pero me equivocaba.
No basta con un hijo y un marido.
Ellos no saben nada.
No saben quién soy.
Y nunca lo sabrán.
Michel.
En mis sueños apareces y me alcanzas.
Me coges de la mano y me llevas.
Esta vida es una carga para mí.
Miro la llave y te anhelo a ti, y al pasado.
Los días cómodos y sencillos antes de la guerra.
Sé que mis heridas jamás cicatrizarán.
Espero que mi hijo me perdone.