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Él nunca sabrá.

Nadie lo sabrá.

Zakhor. Al Tichkah.

Recordar. Nunca olvidar.

El café era un sitio animado y bullicioso, pero a nuestro alrededor se había formado una burbuja de silencio absoluto.

Solté el cuaderno, abatida por lo que ahora sabía.

– Se suicidó -afirmó William sin levantar la voz-. No fue un accidente. Estrelló el coche contra el árbol.

No dije nada. Era incapaz de articular palabra y no sabía qué decir.

Tenía ganas de cogerle la mano, pero algo me lo impedía. Respiré hondo, y aun así las palabras no me salieron.

La llave seguía entre los dos, encima de la mesa. Un testigo silencioso del pasado, de la muerte de Michel. Sentí que William se cerraba en banda, igual que había hecho en Lucca, cuando levantó las palmas de las manos como si quisiera empujarme. Una vez más, resistí el poderoso impulso de tocarle, de abrazarle. ¿Por qué sentía que podía compartir tantas cosas con aquel hombre? Por alguna razón, no me sentía en la compañía de un desconocido; y lo más raro era que no me sentía aún menos extraña para él. ¿Qué nos unía? ¿Mi investigación, mi búsqueda de la verdad, mi compasión por su madre? Él lo desconocía todo sobre mí, ignoraba que mi matrimonio se iba a pique y que había estado a punto de abortar en Lucca. No sabía nada de mi trabajo ni mi vida. Y yo, ¿qué información tenía de él, de su esposa, de sus hijas, de su carrera? Su presente era un misterio para mí, pero en cambio veía su pasado y el de su madre como un oscuro sendero rodeado de antorchas llameantes. Quería demostrarle a aquel hombre que me importaba, que la desgracia de su madre había cambiado mi vida.

– Gracias -dijo al fin-. Gracias por contarme todo esto.

Su voz me sonó artificial, controlada. Me di cuenta de que habría deseado que se viniera abajo, que llorara, que al menos manifestara algún tipo de emoción. ¿Por qué? Sin duda, porque yo misma necesitaba desahogarme y derramar lágrimas que borraran el dolor, el sufrimiento, el vacío. Me hacía falta compartir mis sentimientos con él en una comunión íntima y privada.

Iba a marcharse. Se levantó de la mesa y cogió la llave y el cuaderno. No soportaba la idea de que se fuera tan pronto. Si se iba ahora, estaba convencida de que no volvería a saber nada de él nunca más. Ya no querría verme ni hablar conmigo, y perdería el último lazo de unión que me quedaba con Sarah. Lo perdería a él. Y por alguna remota y oscura razón, William Rainsferd era la única persona con la que me apetecía estar en aquel momento.

Debió de notarme algo en la cara, porque antes de alejarse de la mesa vaciló un instante.

– Quiero ir a esos lugares -me dijo-. Beaune-la-Rolande y la calle Nélaton.

– Puedo ir contigo si quieres.

Sus ojos se posaron sobre mí. De nuevo percibí el contraste entre los sentimientos que le inspiraba, una complicada mezcla de rencor y gratitud.

– No, prefiero ir solo. Eso sí, te agradecería que me facilitaras la dirección de los Dufaure. A ellos también me gustaría visitarlos.

– Claro -contesté. Busqué en mi agenda y le apunté las direcciones en un trozo de papel.

De repente volvió a dejarse caer sobre la silla.

– ¿Sabes? Me apetece tomar una copa -me dijo.

– Estupendo. Por supuesto -repuse a la vez que hacía una señal al camarero, y le pedí vino.

Mientras bebíamos en silencio, me di cuenta de lo cómoda que me sentía con él. Dos compatriotas americanos disfrutando de una copa tranquilos. Por alguna razón no nos hacía falta hablar, y, sin embargo, aquel silencio no resultaba embarazoso. Pero yo sabía que en cuanto terminara el vino se marcharía.

Y el momento llegó.

– Gracias, Julia. Gracias por todo.

No me dijo: Estaremos en contacto, dame tu correo electrónico, hablaremos por teléfono de vez en cuando. No, no dijo nada de eso. Pero yo sabía lo que significaba su silencio, alto y claro: No me llames. No te pongas en contacto conmigo, por favor. Necesito recomponer mi vida. Necesito tiempo, silencio y paz. Necesito descubrir quién soy.

Lo vi alejarse bajo la lluvia, hasta que su silueta se desvaneció entre la gente de la calle.

Acomodé las manos sobre la curva de mi tripa y me dejé arrastrar por la marea de la soledad.

Cuando llegué a casa aquella noche, me encontré con que me esperaba la familia Tézac al completo. Estaban sentados en el salón con Bertrand y Zoë, y capté de inmediato la frialdad del ambiente.

Parecían estar divididos en dos grupos: Edouard, Zoë y Cécile, que estaban «de mi parte», y aprobaban lo que había hecho, y Colette y Laure, que lo censuraban.

Curiosamente, Bertrand no decía nada. Tenía un gesto triste, con las comisuras de los labios caídas, y ni siquiera me miraba.

– ¿Cómo puedes haber hecho algo así? -estalló Colette-. Rastrear a esa familia y ponerte en contacto con ese hombre, que al final no sabía nada del pasado de su madre.

– Pobre hombre -añadió mi cuñada, estremecida-. De pronto ha tenido que averiguar quién es en realidad, que su madre era judía, que liquidaron a su familia entera en Polonia y que su tío murió de inanición. Julia debería haberle dejado tranquilo.

Edouard se levantó de repente y empezó a hacer aspavientos.

– ¡Dios mío! -rugió-. ¿Adónde ha llegado esta familia? -Zoë vino a refugiarse bajo mi brazo-. Julia ha hecho algo muy valiente, algo generoso -continuó, temblando de ira-. Quería asegurarse de que la familia de aquella niña supiera que ella nos importaba. Quería que supiera que mi padre se aseguró de que a Sarah Starzynski la cuidaba una familia adoptiva y recibía amor suficiente.

– Oh, papá, por favor -le interrumpió Laure-. Lo que ha hecho Julia es patético. Remover el pasado nunca es una buena idea, sobre todo con lo que ocurrió durante la guerra. A la gente no le gusta que se lo recuerden. Nadie quiere pensar en ello.

Al decir esto no me miraba, pero yo percibía su hostilidad y leía lo que estaba pensando. La mía era la actitud típica de un americano. No respetaba el pasado, no tenía ni idea de lo que era un secreto de familia y me faltaban modales y sensibilidad. Una americana vulgar e inculta, en suma. L'Americaine avec ses gros sabots *.

– ¡No estoy de acuerdo! -saltó Cécile con su voz chillona-. Me alegro de que me hayas contado lo que pasó, père. Esa historia del pobre crío muriéndose en el apartamento y la chica que regresa es terrible. Creo que Julia ha hecho lo correcto al ponerse en contacto con esa familia. Después de todo, no hay nada de lo que tengamos que avergonzarnos.

– Tal vez -admitió Colette, apretando los labios-, pero si Julia no hubiese montado tanto alboroto, Edouard jamás lo habría mencionado, ¿me equivoco?

Edouard encaró a su mujer. Su rostro estaba gélido igual que su voz.

– Colette, mi padre me hizo prometerle que jamás revelaría lo que ocurrió. Yo he respetado su deseo a duras penas durante los últimos sesenta años, pero ahora me alegro de que lo sepáis. Al fin puedo compartir esto con vosotros, aunque parece que a algunos os molesta.

– Gracias a Dios, Mamé no sabe nada -repuso Colette con un suspiro, mientras se atusaba el pelo.

– Mamé sí que lo sabe -nos sorprendió Zoë.

Mi hija enrojeció como un tomate, pero dio la cara con valentía.

– Ella me contó lo que había pasado. Yo ignoraba lo del niño; supongo que porque mi madre no quería que escuchara esa parte, pero Mamé me explicó todos los detalles -Zoë prosiguió-. Ella lo supo desde el mismo día en que ocurrió, porque la concierge le informó del regreso de Sarah. También me explicó que el abuelo sufría pesadillas con un niño muerto en su habitación. Que era horrible saberlo y no poder hablar de ello ni con su marido ni con su hijo, ni más tarde con el resto de su familia. Que aquello cambió para siempre a mi bisabuelo, y que le había afectado de tal manera que era incapaz de hablar de ello, ni siquiera con su mujer.

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* «La americana con sus enormes zuecos». [N. del T.]