Miré a mi suegro, que no apartaba la vista de mi hija, sin poder creer lo que oía.
– ¿Lo sabía? ¿Lo ha sabido todos estos años?
Zoë asintió.
– Mamé me dijo que era un secreto muy difícil de guardar, que nunca había dejado de pensar en la niña y que ahora se alegraba de que yo lo supiera. Dijo que deberíamos haber hablado de ello mucho antes, que deberíamos haber hecho lo que ha hecho mamá y no haber esperado tanto. Que deberíamos haber buscado a la familia de la niña y que era un error mantener oculta esa historia. Me contó todo eso justo antes del derrame.
Hubo un silencio largo y doloroso.
Zoë enderezó los hombros. Después miró a Colette, a Edouard, a sus tías, a su padre. Me miró a mí.
– Hay algo más que quiero deciros -añadió, pasando sin transición del francés al inglés, y exagerando su acento americano-. No me importa lo que penséis y me da igual si creéis que mamá se ha equivocado o ha cometido una estupidez. Estoy muy orgullosa de ella por haber encontrado a William y contarle todo. No tenéis idea de lo mucho que necesitaba hacerlo y de lo que significaba para ella. Ni de lo que significa para mí y, ya puestos, probablemente, para William. ¿Y sabéis qué os digo? Cuando crezca, quiero ser como ella, quiero ser una madre de la que sus hijos puedan enorgullecerse. Bonne-nuit *.
Zoë se despidió con una graciosa reverencia, salió del salón y cerró la puerta sin hacer ruido.
Nos quedamos en silencio durante un buen rato. El gesto de Colette era cada vez más rígido e inexpresivo: Laure se retocaba el maquillaje mirándose en un espejo de bolsillo, mientras que Cécile parecía petrificada.
Bertrand no despegó los labios. Estaba frente a la ventana, con las manos entrelazadas a la espalda. No me había mirado en ningún momento, así como tampoco había mirado a nadie más.
Edouard se levantó y me acarició la cabeza con un gesto paternal. Sus ojos azules brillaban cuando se acercó y me murmuró al oído, en francés:
– Has hecho lo correcto. Muy bien.
Pero esa misma noche, más tarde, sola en mi cama, incapaz de leer, de pensar o de hacer cualquier cosa que no fuera estar tumbada y mirar al techo, empecé a hacerme preguntas.
Pensé en William, dondequiera que estuviese, intentando encajar las nuevas piezas que habían aparecido en su vida.
Pensé en la familia Tézac, que por una vez había salido de su caparazón y había tenido que comunicarse para sacar a la luz un secreto oscuro y triste. Pensé en Bertrand, dándome la espalda.
«Tu as fait ce qu'il fallait. Tu as bien fait».
¿Llevaba razón Edouard? No estaba segura, pero aun así no dejaba de preguntármelo.
Zoë abrió la puerta, se coló en mi cama como un cachorrillo sigiloso y se acurrucó junto a mí. Después me cogió la mano, la besó suavemente y apoyó la cabeza en mi hombro.
Oí el rumor apagado del tráfico en el bulevar de Montparnasse. Se estaba haciendo tarde. Bertrand andaba con Amélie, sin duda. Me parecía tan lejano como un extraño, una persona a la que apenas conocía.
Dos familias a las que yo había unido por un día. Dos familias que jamás volverían a ser las mismas.
¿Había hecho lo correcto?
No sabía qué pensar. No sabía qué creer.
Zoë se quedó dormida a mi lado; su respiración lenta me hacía cosquillas en la mejilla. Pensé en el bebé que esperaba y sentí que me invadía algo parecido a la paz, una sensación relajante que me tranquilizó durante un rato.
Pero el dolor y la tristeza permanecieron.
Nueva York, 2005
Zoë! -grité-. ¡Por el amor de Dios, coge a tu hermana de la mano! ¡Se va a caer de esa cosa y se va a romper el cuello!
Mi hija, una joven de piernas espigadas, me frunció el ceño.
– Eres la madre más paranoica que conozco.
Agarró el brazo carnoso de la niña y la empujó para volver a sentarla bien en el triciclo. Las piernecitas de la cría pedaleaban frenéticas a lo largo del camino mientras Zoë la sujetaba por detrás. La niña gorjeaba de alegría y volvía el cuello hacia atrás para cerciorarse de que yo la estaba mirando, con la sincera vanidad que se tiene a los dos años.
Central Park y las promesas tempranas y tentadoras de la primavera. Estiré las piernas y volví la cara hacia el sol.
El hombre que estaba sentado a mi lado me acarició la mejilla.
Era Neil, mi novio. Un poco mayor que yo. Un abogado divorciado que vivía en el distrito de Fiat Iron con sus hijos adolescentes. Me lo había presentado mi hermana, y me gustaba. No estaba enamorada de él, pero disfrutaba de su compañía. Era un hombre inteligente y culto. No tenía ninguna intención de casarse conmigo, gracias a Dios, y de vez en cuando no le importaba estar con mis hijas.
Había tenido un par de novios desde que nos vinimos a vivir aquí. Nada demasiado formal ni comprometedor. Zoë los llamaba mis «aspirantes», y Charla, imitando a Escarlata O'Hara, mis «pretendientes». Antes de Neil, el último aspirante había sido un tal Peter. Tenía una galería de arte, una calva en forma de tonsura que le acomplejaba y un ático con corrientes de aire en el TriBe-Ca *. Todos ellos eran hombres de mediana edad, decentes, ligeramente aburridos y americanos de la cabeza a los pies. Educados, formales, detallistas. Tenían buenos trabajos, estudios de grado superior, eran cultos y, por lo general, divorciados. Venían a buscarme, me abrían la puerta del coche, me ofrecían el brazo y el paraguas. Me llevaban a almorzar fuera, al Mer **, al MoMA *, a la Ciudad de la Ópera, al NYCB **, a ver espectáculos en Broadway, a cenar fuera y, a veces, incluso a la cama. Yo lo soportaba. Practicaba el sexo porque me daba la impresión de que había que hacerlo, aunque se trataba de algo mecánico y soso. En ese sentido, algo se había esfumado: la pasión, la excitación, el ardor. Adiós a todo eso.
Tenía la sensación de que alguien (¿yo misma?) había pulsado el botón de avance rápido de mi vida, y de que parecía una marioneta de Charlot que lo hacía todo de forma acelerada y torpe, como si no me quedara más remedio, con una sonrisa pegada a la cara, actuando como si fuera feliz con mi nueva vida. A veces Charla me miraba de reojo, me daba un codazo y me decía: «Eh, ¿estás bien?». Yo le contestaba: «Oh, sí, claro». Mi hermana no parecía convencida, pero de momento me dejaba en paz. Mi madre también escrutaba mi gesto y fruncía los labios con preocupación. «¿Va todo bien, cariño?».
Yo trataba de espantar su inquietud con una sonrisa despreocupada.
Era una mañana fría y despejada en Nueva York, una de esas mañanas espléndidas de las que nunca se ven en París. El viento seco y fresco, el cielo de un intenso azul, los rascacielos recortándose por encima de los árboles, la pálida mole del edificio Dakota frente a nosotros, el olor a perritos calientes y galletitas saladas flotando arrastrado por la brisa.
Estiré la mano y acaricié la rodilla de Neil, con los ojos aún cerrados bajo el calor del sol, que iba en aumento. Nueva York y su intenso contraste de tiempo: veranos ardientes, inviernos de hielo y nieve. Me había enamorado de la luz que se derramaba sobre la ciudad, plateada y cortante. París, con su llovizno fría y gris, pertenecía ya a otro mundo.