Abrí los ojos y vi a mis hijas retozando en el parque. De la noche a la mañana, o al menos a mí me lo parecía, Zoë se había convertido en una adolescente espectacular. Me había sobrepasado en altura y tenía unos miembros fuertes y ágiles. Se parecía a Charla y a Bertrand, de los que había heredado la clase, el atractivo, el encanto y la vitalidad; una poderosa combinación de los Jarmond y los Tézac que me tenía cautivada.
La pequeña era otra cosa, más tierna, redondita y frágil. Necesitaba mimos y besos, y también más cuidados y atención que Zoë a su edad. Tal vez era porque su padre no estaba cerca, ya que Zoë, el bebé y yo nos marchamos de Francia y nos instalamos en Nueva York poco después de su nacimiento. La verdad era que no lo sabía y tampoco pensaba mucho en ello.
Me había resultado raro volver a vivir en América después de tantos años en París. A veces me sentía como una extraña, y aún no me encontraba del todo como en casa. Me preguntaba cuánto tiempo tardaría en aclimatarme. Pero lo había hecho, pese a las dificultades: no había sido una decisión fácil de tomar.
El nacimiento de la niña había sido prematuro, lo cual fue causa de bastante pánico y sufrimiento. Nació justo después de Navidades, adelantándose dos meses. Me practicaron una cesárea difícil y larga en la sala de urgencias del hospital Saint-Vicent de Paul. Bertrand estuvo allí, más tenso y conmovido de lo que él mismo habría querido reconocer. Era una niña minúscula y, sin embargo, perfecta. Me pregunté si él se habría sentido decepcionado. Yo no. Esta niña significaba mucho para mí. Había luchado por ella, y no me había rendido: ella era mi triunfo.
Poco después del parto, y justo antes de la mudanza a la calle Saintonge, Bertrand reunió el coraje suficiente para decirme que amaba a Amélie, que quería vivir con ella a partir de ahora, que quería mudarse al apartamento del Trocadero con ella, que no podía seguir mintiéndonos ni a mí ni a Zoë y que tendríamos que divorciarnos, pero que se podía hacer de forma rápida y sencilla. Al oír su confesión, complicada y prolija, mientras paseaba por la habitación con las manos a la espalda y la mirada en el suelo, fue cuando por primera vez se me pasó por la cabeza la idea de irme a América. Escuché a Bertrand hasta el final. Parecía agotado y abatido, pero lo había conseguido: había sido sincero conmigo, al fin, y también consigo mismo. Y yo miré hacia atrás, vi al marido atractivo y sensual que había sido, y le di las gracias. Él pareció sorprendido, y me reconoció que esperaba una reacción más fuerte y acerba, que gritara, le insultara y le armara un número. El bebé había lloriqueado en mis brazos y había agitado en el aire sus diminutos puños.
– Pues no, nada de números -contesté-. Ni gritos ni insultos. ¿Te parece bien?
– Me parece bien -me respondió. Me dio un beso, y otro al bebé.
Él se sentía ajeno a mi vida, como si ya hubiera salido de ella.
Aquella noche, cada vez que me levantaba a darle las tomas al bebé, pensaba en regresar a Estados Unidos. ¿Boston? No, detestaba la idea de volver al pasado, a la ciudad donde había pasado mi infancia.
Y entonces lo supe.
Nueva York. Zoë, el bebé y yo podíamos trasladarnos a Nueva York. Charla estaba allí, y mis padres no vivían muy lejos. Nueva York, ¿por qué no? No la conocía demasiado, ya que nunca había pasado allí mucho tiempo, exceptuando las visitas anuales a casa de mi hermana. Nueva York: quizá la única ciudad capaz de rivalizar con París en ser diferente de todas las demás. Cuanto más lo pensaba, más me atraía la idea. No se lo había comentado a mis amigos. Sabía que a Hervé, Christophe, Guillaume, Susannah, Holly, Isabelle y Jan les molestaría que quisiera marcharme, pero también sabía que lo comprenderían y lo aceptarían.
Y entonces murió Mamé. No había vuelto a hablar desde noviembre, tras su derrame cerebral, aunque al menos había recuperado la consciencia. La habían trasladado a la unidad de cuidados intensivos del hospital Cochin. Yo daba por supuesto que iba a morir y me estaba preparando para afrontarlo, pero aun así supuso un trauma para mí.
Después del funeral, que tuvo lugar en Borgoña, en un cementerio pequeño y triste, Zoë me espetó:
– Mamá, ¿tenemos que irnos a vivir a la calle Saintonge?
– Creo que es lo que tu padre espera que hagamos.
– Pero ¿tú quieres irte a vivir allí? -me preguntó.
– No -le respondí con toda sinceridad-. Desde que sé lo que ocurrió allí, no quiero.
– Yo tampoco deseo vivir allí.
Entonces me dijo:
– ¿Y adónde podemos ir, mamá?
Y yo le contesté, como de broma, esperando escuchar un bufido de desaprobación:
– Bueno, ¿qué te parece Nueva York?
Con Zoë fue tan fácil como eso, pero a Bertrand no le hizo mucha gracia nuestra decisión. No le gustaba que su hija se fuera tan lejos, pero Zoë se mostró firme. Dijo que volvería cada dos meses, y que Bertrand podía ir para allá también, a verlas al bebé y a ella. Le expliqué a Bertrand que no se trataba de una mudanza definitiva. No era para siempre, solo un par de años de momento, para que Zoë apreciara su «faceta» americana, para ayudarme a seguir adelante y empezar de nuevo. Él ya se había instalado en casa de Amélie, y formaban pareja oficial. Los hijos de Amélie ya eran casi adultos. No vivían en casa, y además pasaban mucho tiempo con su padre. ¿Acaso era la perspectiva de una vida distinta, sin la responsabilidad cotidiana de unos hijos a los que educar, fueran de él o de ella, lo que había tentado a Bertrand? Puede que así fuera. El caso es que al final lo aceptó, y entonces yo me puse en marcha.
Tras una estancia inicial en su casa, Charla me había ayudado a encontrar un sitio donde vivir. Un sencillo apartamento blanco de dos dormitorios con vistas a la ciudad y portero, en el número 86 de West Street, entre Amsterdam y Columbus. Se lo realquilé a un amigo suyo que se había mudado a Los Angeles. El edificio estaba lleno de familias y de padres divorciados: era una ruidosa colmena plagada de bebés, niños, bicicletas, cochecitos de niño, monopatines. El piso era confortable y acogedor, pero allí también me faltaba algo. ¿Qué? No sabía decirlo.
Gracias a Joshua, me contrataron como corresponsal en Nueva York para una página web francesa que estaba en pleno auge. Trabajaba desde casa, y seguía recurriendo a Bamber como fotógrafo cuando necesitaba imágenes de París.
Zoë iba a un colegio nuevo, el Trinity College, a un par de manzanas de distancia.
– Mamá, nunca encajaré en éclass="underline" me llaman la francesita -se quejaba.
Y yo no podía reprimir una sonrisa.
Era fascinante observar a los neoyorquinos, con su forma tan decidida de caminar, su guasa, su hospitalidad. Mis vecinos me decían hola en el ascensor, nos trajeron pasteles y flores cuando nos mudamos para darnos la bienvenida, y bromeaban con el portero. Ya me había olvidado de todo eso y me había acostumbrado a la sequedad parisina y a que personas que vivían en la misma planta apenas intercambiaran cabeceos de saludo en la escalera.
Tal vez lo más irónico de todo era que, a pesar del torbellino de vida que llevaba ahora, echaba de menos París. Sí, echaba de menos ver la Torre Eiffel iluminándose cada hora, cada noche, como una resplandeciente y seductora dama enjoyada. Añoraba el sonido de las sirenas de los primeros viernes de cada mes, al mediodía, en su simulacro mensual. Extrañaba el mercado al aire libre de los sábados en el bulevar Edgar Quinet, donde el vendedor del puesto de verduras me llamaba «ma p'tite dame», aunque probablemente yo era la más alta de sus clientas. Igual que Zoë, yo también me sentía una francesita, a pesar de ser americana.