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– Chirac pronunció un discurso. No entendí nada, por supuesto. Más tarde lo busqué en Internet y leí la traducción. Me pareció muy bueno. Exhortaba a la gente a recordar la responsabilidad de Francia en la redada del Vel' d'Hiv' y todo lo que vino después. Chirac pronunció las mismas palabras que mi madre había escrito al final de su carta: Zakhor, Al Tichkah. Recordar, nunca olvidar, en hebreo.

William se agachó. Sacó un sobre grande de papel de estraza de la mochila que tenía a los pies y me lo dio.

– Éstas son las fotos que tengo de mi madre. Quería enseñártelas. De pronto me di cuenta de que no sabía quién era ella, Julia. Quiero decir, conocía su aspecto, su cara y su sonrisa, pero nada de su vida íntima.

Me limpié el sirope de los dedos para coger las fotos. Sarah, el día de su boda, alta, esbelta, con su tímida sonrisa y el secreto guardado en sus ojos. Sarah, acunando a William de bebé. Sarah, agarrando a William de la mano mientras él daba sus primeros pasos. Sarah, a los treinta y tantos años, con un vestido de fiesta esmeralda. Y Sarah, justo antes de su muerte, en un primer plano en color. Me di cuenta de que tenía el pelo gris. Prematuramente gris, y aun así le favorecía, igual que le pasaba a su hijo ahora.

– La recuerdo como a una persona callada, alta y delgada -dijo William mientras yo contemplaba las fotos, cada vez más emocionada-. No se reía mucho, pero era una mujer apasionada y una madre cariñosa. Sin embargo, después de su muerte nadie mencionó la posibilidad del suicidio. Nunca, ni siquiera mi padre. Supongo que él nunca leyó el cuaderno. Nadie lo había leído. Tal vez lo encontró mucho después de su muerte. Todos pensamos que fue un accidente. Nadie sabía quién era mi madre, Julia, ni siquiera yo, y eso es algo que me cuesta mucho aceptar. No sé qué la llevó a matarse aquel día nevado, ni cómo tomó esa decisión. Por qué decidió no contárselo a mi padre. Por qué se guardó todo su sufrimiento y su dolor para ella sola.

– Son unas fotos preciosas -le dije al fin-. Gracias por traerlas.

Hice una pausa.

– Hay algo que debo preguntarte -empecé, apartando las fotos y haciendo acopio de valor para mirarle por fin a la cara.

– Adelante.

– ¿No me guardas rencor? -inquirí con una tímida sonrisa-. Me siento como si hubiese arruinado tu vida.

William sonrió.

– No te guardo el menor rencor, Julia. Sólo necesitaba pensar, entender, encajar todas las piezas. Me llevó un tiempo. Por eso no has sabido nada de mí durante estos dos años.

Me sentí aliviada.

– Pero siempre he sabido dónde estabas -añadió sonriendo-. He dedicado bastante tiempo a seguirte la pista.

Mamá, él sabe que vives aquí. Seguro que él también ha buscado tu nombre, y sabe a qué te dedicas y dónde vives.

– ¿En qué fecha te mudaste a Nueva York? -me preguntó.

– Un poco después de que naciera el bebé, en primavera de 2003.

– ¿Y por qué te marchaste de París? -me preguntó-. Vamos, si no te importa contármelo…

Sonreí de medio lado, triste.

– Mi matrimonio se había ido al traste y acababa de tener a esta cría. No fui capaz de irme a vivir al apartamento de la calle Saintonge después de saber lo que ocurrió allí. Y, además, me apetecía volver a Estados Unidos.

– ¿Y cómo lo hiciste?

– Nos quedamos una temporada en casa de mi hermana, que vive en el Upper East Side. Luego realquilé el piso de un amigo suyo, y mi ex jefe me encontró un buen trabajo. ¿Y tú?

– La misma historia. La vida en Lucca se me antojaba imposible. Y mi mujer y yo… -Su voz se fue apagando. Hizo un pequeño gesto con los dedos, como diciendo adiós-. Yo viví aquí de niño, antes de irnos a Roxbury. La idea llevaba tiempo rondándome por la cabeza, y al final me decidí. Primero estuve en casa de unos viejos amigos, en Brooklyn, y luego encontré un piso en el Village. Aquí me dedico a lo mismo: soy crítico gastronómico.

El teléfono de William sonó. Su novia, otra vez. Yo aparté la mirada, tratando de darle la intimidad que necesitaba. Por fin colgó.

– Es un poco posesiva -me confió con voz dócil-. Me parece que voy a apagar el móvil un rato.

William pulsó un botón del teléfono.

– ¿Cuánto tiempo lleváis juntos?

– Un par de meses. -Me miró-. ¿Y tú qué? ¿Sales con alguien?

– Pues sí.

Pensé en la sonrisa dulce y cortés de Neil, en sus gestos atentos, en el sexo rutinario. Estuve a punto de añadir que no era nada importante, que sólo quería compañía, porque no soportaba estar sola, porque todas las noches pensaba en William y en su madre, y llevaba así desde hacía dos años y medio, pero mantuve la boca cerrada y dije tan sólo:

– Es un buen hombre. Está divorciado, y es abogado.

William pidió más café. Mientras me servía el mío, volví a advertir la belleza de sus manos, de sus dedos largos y afilados.

– Unos seis meses después de la última vez que nos vimos -me dijo-, volví a la calle Saintonge. Tenía que verte, y hablar contigo. No sabía cómo localizarte, no tenía tu número y tampoco me acordaba del apellido de tu marido, así que ni siquiera podía buscarte en la guía telefónica. Creía que vivías allí. No tenía ni idea de que te habías ido.

Hizo una pausa y se pasó la mano por el pelo plateado.

– Lo leí todo sobre la redada del Vel' d'Hiv', estuve en Beaune-la-Rolande y en la calle donde se encontraba el estadio. Fui a ver a Gaspard y Nicolas Dufaure. Ellos me llevaron a ver la tumba de mi tío, en el cementerio de Orleans. ¡Qué caballeros tan amables! Pero fue una experiencia muy difícil. Me habría gustado que estuvieras allí conmigo. Nunca debí hacer todo aquello yo solo; debí aceptar cuando te ofreciste a acompañarme.

– Tal vez yo debería haber insistido -le dije.

– Y yo debería haberte escuchado. Es demasiado duro para soportarlo a solas. Después, cuando por fin fui a la calle Saintonge y aquellos desconocidos me abrieron la puerta, me sentí como si me hubieras plantado.

William agachó la mirada. Yo solté la taza de café sobre el plato, ofendida. Cómo podía pensar eso, me dije, después de todo lo que había hecho por él, después de todo este tiempo, el esfuerzo, el dolor, el vacío.

Debió de interpretar algo en mi cara, porque de inmediato me puso la mano en el brazo.

– Siento haber dicho eso -murmuró.

– Nunca te dejé plantado, William.

Mi voz sonó tensa.

– Lo sé, Julia. Lo siento.

La suya sonó grave y vibrante.

Me relajé y me las arreglé para componer una sonrisa. Nos tomamos el café en silencio. A veces nuestras rodillas se rozaban debajo de la mesa. Parecía algo natural estar con él, como si lleváramos años haciendo esto, como si no fuera la tercera vez que nos veíamos.

– ¿Tu ex marido ve bien que vivas aquí con las niñas? -me preguntó.

Me encogí de hombros. Miré a la niña, que se había quedado dormida en la sillita.

– No fue fácil, pero él lleva mucho tiempo enamorado de otra mujer, y eso ayudó. No ve mucho a las niñas. Viene aquí de cuando en cuando, y Zoë pasa las vacaciones en Francia.

– Con mi ex mujer pasa lo mismo. Ahora tiene otro hijo, un chico. Voy a Lucca siempre que tengo ocasión para ver a mis hijas. O vienen ellas aquí, aunque eso ocurre con menos frecuencia. Están bastante creciditas ya.

– ¿Cuántos años tienen?

– Stefania tiene veintiuno, y Giustina, diecinueve.

Solté un silbido.

– Debiste de tenerlas muy joven.

– Demasiado joven, quizá.

– No sé -repuse-, a veces me siento rara con esta niña. Me habría gustado tenerla antes. Hay un abismo entre su edad y la de Zoë.

– Es una niña preciosa -me dijo, y le dio un buen bocado a su tarta de queso.

– Sí, lo es. Es la niña de los ojos de su mamá.

Los dos nos echamos a reír.

– ¿No echas de menos tener un niño? -me preguntó.