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Pero la chica lo había visto, y sabía lo que había pasado. Una mujer joven, de la edad de su madre, y un niño pequeño. La mujer había saltado de la barandilla más alta con el niño agarrado.

Desde donde estaba sentada, la chica podía ver el cuerpo desmadejado de la mujer y el cráneo ensangrentado del niño, abierto como un tomate maduro.

La chica agachó la cabeza y lloró.

Cuando era niña y vivía en el 49 de Hyslop Road en Brookline nunca imaginé que un día me iría a vivir a Francia y me casaría con un francés. Suponía que iba a quedarme en Estados Unidos toda la vida. Cuando tenía once años estaba colada por Evan Frost, el chico que vivía en la casa de al lado. Tenía la cara llena de pecas, como los niños de los cuadros de Norman Rockwell, y tenía un aparato dental y un perro, Inky, al que le encantaba retozar sobre los primorosos parterres de mi padre.

Mi padre, Sean Jarmond, daba clases en el MIT *. Era el típico «profesor chiflado», con el pelo rizado y unas gafas de culo de vaso. Era muy popular, y a los estudiantes les caía bien. Mi madre, Heather Carter Jarmond, era una campeona de tenis retirada de Miami, esa clase de mujer deportista, bronceada y esbelta que nunca parece envejecer. Le gustaban el yoga y los alimentos naturales.

Los domingos, mi padre y el vecino, el señor Frost, hacían concursos de gritos por encima del seto por culpa de Inky, que destrozaba los tulipanes de mi padre, mientras mi madre preparaba magdalenas de miel y salvado en la cocina y suspiraba. Odiaba los conflictos. Sin prestar atención a la trifulca, Charla, mi hermana pequeña, veía La Isla de Gilligan o Meteoro en el cuarto de la tele mientras se atiborraba de regaliz rojo. En el piso de arriba, mi mejor amiga, Katy Lacy, y yo observábamos por detrás de la cortina cómo el encantador Evan Frost jugaba con el objeto de la ira de mi padre, un labrador negro azabache.

Fue una infancia feliz, entre algodones, sin grandes arrebatos ni escenas entre mis padres. Iba al colegio Runkle, calle abajo. Días de Acción de Gracias tranquilos, Navidades entrañables, veranos largos y perezosos en Nahant. Las semanas apacibles se convertían en meses no menos apacibles. La única vez que tuve miedo fue cuando mi maestra de quinto, la rubia señorita Sebold, leyó en voz alta El corazón delator, de Edgar Allan Poe. Gracias a ella tuve pesadillas durante años.

Fue durante mi adolescencia cuando empecé a sentir los primeros anhelos por Francia, una insidiosa fascinación que fue creciendo con el paso del tiempo. ¿Por qué Francia? ¿Por qué París? Siempre me había atraído la lengua francesa. La encontraba más suave y sensual que el alemán, el español o el italiano. Imitaba a la perfección a Pepe Le Pew, la mofeta francesa de los Looney Tunes. En mi interior sabía que aquella pasión por París, que no dejaba de crecer, no tenía nada que ver con los típicos clichés americanos del romance, la sofisticación y el atractivo sexual. Era algo más que todo eso.

Cuando descubrí París por primera vez, enseguida me llamaron la atención sus contrastes: los barrios vulgares y chabacanos me atraían mucho más que los majestuosos distritos de Haussmann. Me fascinaban sus paradojas, sus secretos, sus sorpresas. Me llevó veinticinco años aclimatarme, pero lo conseguí. Me acostumbré a soportar a los camareros impacientes y a los taxistas maleducados. Aprendí a conducir por la plaza de L'Étoile, impasible ante los airados insultos que me lanzaban los conductores de autobús y, lo que es más sorprendente, rubias elegantes y llamativas al volante de brillantes Minis negros. Aprendí a domar a concierges arrogantes, vendedoras altivas, operadoras telefónicas displicentes y médicos pedantes. Descubrí que los parisinos se consideraban superiores al resto del mundo, en especial a los demás ciudadanos franceses desde Niza hasta Nancy, y con un desprecio particular hacia los habitantes de los suburbios de la Ciudad de la Luz. Me enteré de que el resto de Francia llamaba a los parisinos «caraperros»: «Parisién Tête de Chien», y de que no les profesaban demasiado cariño. Nadie amaba más París que un auténtico parisino. Nadie estaba más orgulloso de su ciudad que un auténtico parisino. Nadie era tan arrogante, tan orgulloso, tan engreído y, sin embargo, tan irresistible. Me preguntaba a mí misma por qué adoraba París. Tal vez porque nunca se entregó a mí. Se me acercaba, tentador, pero me dejaba claro cuál era mi lugar: el de la americana. Siempre sería la americana, l'Américaine.

Supe que quería ser periodista cuando tenía la edad de Zoë. Empecé escribiendo para el periódico del instituto y no dejé de hacerlo desde entonces. Me vine a vivir a París cuando tenía poco más de veinte años, tras licenciarme en la Universidad de Boston en la especialidad de Lengua Inglesa. Mi primer trabajo fue de ayudante subalterna en una revista de moda americana, pero duré poco. Buscaba temas de más enjundia que la longitud de una falda o los colores de la última primavera.

Acepté el primer empleo que me surgió: reescribir notas de prensa para una cadena americana de televisión. No es que pagaran una maravilla, pero daba suficiente para ir tirando. Vivía en el distrito XVIII, compartiendo piso con dos franceses gays, Hervé y Christophe, que se convirtieron en amigos míos para toda la vida.

Aquella semana había quedado para cenar con ellos en la calle Berthe, donde vivía antes de conocer a Bertrand. Éste me acompañaba muy raras veces. A veces me preguntaba a mí misma por qué no se interesaba más por Hervé y Christophe. «Porque tu querido esposo, como la mayoría de los franceses que son burgueses o caballeros acomodados, prefieren las mujeres a los homosexuales, cocotte», casi pude oír la voz lánguida y las picaras risas de mi amiga Isabelle. Sí, ella tenía razón: definitivamente, a Bertrand le iban las mujeres. Le iban cantidad, como diría Charla.

Hervé y Christophe seguían viviendo en el mismo piso que compartieron conmigo, sólo que mi pequeño cuarto se había convertido en un vestidor. Christophe era una víctima de la moda, y estaba orgulloso de ello. Me gustaban las cenas que organizaban; siempre había una mezcla interesante de gente: un modelo o cantante famoso, un escritor polémico, un vecino guapo y gay, algún periodista estadounidense o canadiense, tal vez algún joven editor que empezaba a despuntar. Hervé era abogado de una firma internacional, y Christophe, profesor de yoga.

Eran amigos de verdad y muy queridos para mí. Tenía otras amistades aquí, expatriados americanos como Holly, Susannah y Jan, a quienes había conocido a través de la revista o el Colegio Americano, adonde iba a menudo a poner anuncios solicitando canguros. Incluso tenía un par de amigas francesas, como Isabelle, a quien había conocido por las clases de ballet de Zoë en la Salle Pleyel. Pero era a Hervé y a Christophe a quienes llamaba por la mañana cuando Bertrand me daba problemas. Fueron ellos los que acudieron al hospital cuando Zoë se rompió el tobillo al caerse del monopatín. Eran los únicos que jamás olvidaban mi cumpleaños, los que sabían qué películas ver y qué discos comprar. Sus cenas, deliciosas y alumbradas por velas, eran siempre un placer.

Llegué con una botella de champán muy frío. Christophe estaba todavía en la ducha, me explicó Hervé al saludarme en la puerta. Hervé tenía unos cuarenta y cinco años; llevaba bigote, era delgado y muy cordial. Fumaba como un carretero y le resultaba imposible dejarlo, así que todos habíamos renunciado a convencerle.

– Esa chaqueta es preciosa -comentó mientras apagaba el cigarrillo para abrir el champán.

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* Massachusetts Institute of Technology. [N. del T]