TERESA NARBÁEZ.- Mirá bien y contá mejor, que no hay entre todas nosotras quien os haya dado menos de dos.
LOZANA.- Bien, mas no contáis vosotras lo que yo he puesto de mi casa. A vos, aceite de adormideras y olio de almendras amargas perfectísimo, y a ella, unto de culebra, y a cada una segundo vi que tenía menester, por mi honra, que quiero que las que yo afeito vayan por todo el mundo sin vergüenza y sean miradas. ¡Por el siglo de vuestro padre, señora Dorotea!, ¿qué os parece qué cara llevan todas? Y a vos, ¿cómo se os ha pasado el fuego que traíais en la cara con el olio de calabaza que yo os puse? Id en buena hora, que no quiero para con vosotras estar en un ducado, que otro día lo ganaré que vendréis mejor apercibidas.
NARBÁEZ.- ¡Oh, qué cara es este diablo! ¡Ésta y nunca más! Si las jodías me pelan por medio carlín, ¿por qué ésta ha de comer de mi sudor? ¡Pues antes de un año Teresa Narbáez quiere saber más que no ella!
LOZANA.- ¿Quién son éstas que vienen a la romanesca? ¡Ya, ya, acá vienen!
LEONOR.- Abrí, puta vieja, que a saco os tenemos de dar. ¿Paréceos bien que ha un mes que no visitáis a vuestras amigas? En puntos estamos de daros de masculillo. ¡Ay, qué gorda está esta putana! Bien parece que come y bebe y triunfa, y tiene quien bien la cabalgue para el otro mundo.
LOZANA.- Tomá una higa, porque no me aojéis. ¿Qué viento fue este que por acá os echó? Mañana quería ir a Pozo Blanco a veros.
LEONOR.- Mirá, hermana, tenemos que ir a unas bodas de la hija de Paniagua con el Izquierdo, y no valemos nada sin ti. Tú has de poner aquí toda tu ciencia. Y más, que no puedo comportar a mi marido los sobacos. Dame cualque menjurje que le ponga, y vézanos a mí y a esta mi prima cómo nos rapemos los pendejos, que nuestros maridos lo quieren así, que no quieren que parezcamos a las romanas, que jamás se lo rapan, y págate a tu modo. Ves aquí cinco julios y después te enviaremos el resto.
LOZANA.- Las romanas tienen razón, que no hay en el mundo mujeres tan castas ni tan honestas. Andá, quitá allá vuestros julios, que no quiero de vosotras nada. Enviá a comprar lo que es necesario y dejá poner a mí el trabajo.
LEONOR.- Pues sea así, enviemos a vuestro mozo que lo compre.
LOZANA.- Bien será menester otro julio, que no se lo darán menos de seis.
LEONOR.- Tomá, veis ahí, vaya presto.
LOZANA.- ¿Cómo estáis por allá?, que acá muy ruinmente lo pasamos. Por mí lo digo, que no gano nada. Mejor fuera que me casara.
LEONOR.- ¡Ay, señora, no lo digáis, que sois reina así como estáis! ¿Sabéis qué decía mi señor padre, en requia sea su alma?: que la mujer que sabía tejer era esclava a su marido, y que el marido no la había de tener sujeta sino en la cama. Y con esto nos queremos ir, que es tarde, y el Señor os dé salud a vos y a Rampín, y os lo deje ver barrachel de campaña, amén.
LOZANA.- Así veáis de lo que más queréis, que si no fuera aquella desgracia que el otro día le vino, ya fuera él alcalde de la hermandad de Velitre. Y si soy viva el año que viene, yo lo haré porquerón de Bacano, que no le falta ánimo y manera para ser eso y más. Andad sanas y encomendame toda la ralea.
Mamotreto XLIX
Cómo vinieron a llamar a la Lozana que fuese a ver un gentilhombre nuevamente venido, que estaba malo, y dice ella entre sí, por las que se partieron
[LOZANA.-] Yo doy muchas gracias a Dios porque me formó en Córdoba más que en otra tierra, y me hizo mujer sabida y no bestia, y de nación española y no de otra. Miradlas cuáles van después de la Ceca y la Meca y la Val de Andorra. Por eso se dice: «sea marido aunque sea de palo, que por ruin que sea, ya es marido». Estas están ricas, y no tienen sus maridos, salvo el uno una pluma y el otro una aguja; y trabajan de día y de noche, porque se den sus mujeres buen tiempo, y ellos trampear, y de una aguja hacen tres y ellas al revés. Yo me recuerdo haber oído en Levante a los cristianos de la cintura, que contaban cómo los moros reprehendían a los cristianos en tres cosas: la primera, que sabían escribir y daban dineros a notarios y a quien escribiese sus secretos; y la otra, que daban a guardar sus dineros y hacían ricos a los cambiadores; la otra, que hacían fiesta la tercia parte del año, las cuales son para hacer al hombre siempre en pobreza y enriquecer a otra que se ríe de gozar lo ajeno. Y no me curo, porque, como dicen: «no hay cosa nueva debajo del sol». Querría poder lo que quiero, pero, como dijo Séneca: «gracias hago a esta señal que me dio mi fortuna, que me constriñe a no poder lo que no debo de querer», porque de otra manera yo haría que me mirasen con ojos de alinde.
RAMPÍN.- ¿Qué hacéis? Mirá, que os llama un mozo de un novicio bisoño.
LOZANA.- Vení arriba, mi alma. ¿Qué buscáis?
HERJETO.- Señora, a vuestra merced, porque su fama vuela.
LOZANA.- ¿De qué modo, por vida de quien bien queréis? Que vos nunca os hiciste sosegadamente, que el aire os lo da, y si no, os diese cien besos en esos ojos negros. Mi rey, decime, ¿y quién os dijo mal de mí?
HERJETO.- Señora, en España nos dijeron mil bienes de vuestra merced, y en la nao unas mujeres que tornan acá con unas niñas que quedan en Civitavieja; y ellas vezan a las niñas vuestro nombre porque, si se perdieren, que vengan a vos, porque no tienen otro mamparo, y vienen a ver el año santo, que, según dicen, han visto dos, y con éste serán tres, y creo que esperarán el otro por tornar contentas.
LOZANA.- Deben de ser mis amigas y por eso saben que mi casa es alhóndiga para servirlas, y habrán dicho su bondad.
HERJETO.- Señora Lozana, mi amo viene de camino y no está bueno. Él os ruega que le vais a ver, que es hombre que pagará cualquier servicio que vuestra merced le hiciere.
LOZANA.- Vamos, mi amor. A vos digo, Rampín, no os partáis, que habéis de dar aquellos trapos a la galán portuguesa.
RAMPÍN.- Sí haré, vení presto.
LOZANA.- Mi amor, ¿dónde posáis?
HERJETO.- Señora, hasta ahora yo y mi amo habemos posado en la posada del señor don Diego o Santiago a dormir solamente, y comer en la posada de Bartoleto, que siempre salimos suspirando de sus manos, pero tienen esto, que siempre sirven bien. Y allí es otro Estudio de Salamanca, y otra Sapiencia de París, y otras Gradas de Sevilla, y otra Loja de Valencia, y otro Drageto a Rialto en Venecia, y otra barbería de cada tierra, y otro Chorrillo de Nápoles, que más nuevas se cuentan allí que en ninguna parte de estas que he dicho, por muchas que se digan en Bancos. En fin, hemos tenido una vita dulcedo, y ahora mi amo está aquí en casa de una que creo que tiene bula firmada de la cancillería de Valladolid para decir mentiras y loarse y decir qué fue y qué fue y, voto a Dios, que se podía decir de quince años como Elena.
LOZANA.- ¿Y a qué es venido vuestro amo a esta tierra?
HERJETO.- Señora, por corona. Decime, señora, ¿quién es aquella galán portuguesa que vos dijiste?
LOZANA.- Fue una mujer que mandaba en la mar y en la tierra, y señoreó a Nápoles, tiempo del Gran Capitán, y tuvo dineros más que no quiso, y vesla allí asentada demandando limosna a los que pasan.
HERJETO.- Aquella es; temor me pone a mí, cuanto más a las que así viven. Y mirá, señora Lozana, como dicen en latín: Non praeposuerunt Deum ante conspectum suum, que quiere decir que no pusieron a Dios las tales delante a sus ojos. Y nótelo vuestra merced esto.
LOZANA.- Sí haré. Entremos presto, que tengo que hacer. ¿Aquí posáis, casa de esa puta vieja lengua de oca?
HERJETO.- Doña Inés, zagala como espada del Cornadillo.