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Bis denos menses decimo peragente Leone, idibus huc Tiberis unda Novembris adest.

No se puede huir la Providencia divina, pues con lo sobre dicho cesan los delicuentes con los tormentos, mas no cesarán sol, luna y estrellas de pronosticar la meritoria que cada uno habrá. Por cierto no fui yo el primero que dijo: Ve tibi, civitas meretrix! Por tanto, señor Capitán del felicísimo ejército imperial, si yo recibiese tanta merced que se dilatase demandar este retrato en público, me sería a mí disculpa y al retrato privilegio y gracia. La cual, desde ahora, la nobleza y caballería de vuestra merced se la otorgó, pues mereció este retrato de las cosas que en Roma pasaban presentarse a vuestra clara prudencia para darle sombra y alas a volar sin temor de los vituperadores que más atildado lo supieran componer. Mas no siendo obra sino retrato, cada día queda facultad para borrar y tornar a perfilarlo, según lo que cada uno mejor verá; y no pudiendo resistir sus reproches y pinceles acutísimos de los que remirarán no estar bien pintado o compuesto, será su defensión altísima y fortísima inexpugnable el planeta Marte que al presente corre, el cual planeta contribuirá favor al retrato en nombre del autor. Y si alguno quisiere combatir con mi poco saber, el suyo mucho y mi ausencia me defenderá. Esto digo, noble señor, porque los reprochadores conozcan mi cuna, a los cuales afectuosísimamente deseo informar de las cosas retraídas, y a vuestra merced servir y darle solacio, la cual nuestro señor próspero, sano y alegre conserve muchos y felicísimos tiempos. Ruego a quien tomare este retrato que lo enmiende antes que vaya en público, porque yo lo escribí para enmendarlo por poder dar solacio y placer a lectores y audientes, los cuales no miren mi poco saber sino mi sana intención y entreponer el tiempo contra mi enfermedad. Soy vuestro y a vuestro servicio; por tanto, todos me perdonaréis.

Carta de excomunión contra una cruel doncella de sanidad

De mí, el vicario Cupido, de línea celestial, por el dios de amor elegido y escogido en todo lo temporal, y muy gran administrador, a todas las tres edades de cualesquier calidades donde su ley sucedió: salud y gracia. Sepáis que, ante mí, apareció un amador, que se llama «de remedio despedido», el cual se me querelló de una muy graciosa dama. Dice que, con su beldad y con gracias muy extrañas, le robó la libertad de dentro de sus entrañas; dice que le desclavó la clavada cerradura con que su seso guardaba, y también que le tomó toda junta la cordura, cual fortuna le guiaba; que le mató el sosiego sin volverle ningún ruego ni saber, ni discreción, por la cual causa está ciego y le arden en muy vivo fuego las telas del corazón. Este dios de afición, cuyo lugar soy teniente, manda sin dilación que despache este acto presente. Capellanes y grandes curas de este palacio real de Amor y sus alturas haced esta denunciación porque no aclame cautela, desde ahora apercibiendo por tres conominaciones. Y porque le sean notorios los sacros derechos y vías, por término perentorio yo le asigno nueve días, porque es término cumplido, como antedicho es, ya pronunciado y sabido. Del templo luego la echéis, como miembro disipado de nuestra ley tan bendita. Todos cubiertos de luto, con los versos acostumbrados que se cantan al difunto; las campanas repicando, y el cura diga: «Muera su ánima en fuerte fragua como esta lumbre de cera veréis que muere en el agua». Véngale luego a deshora la tan gran maldición de Sodoma y Gomorra, y de Atam y Abirón véngale tal confusión, en su dicho cuerpo y, si no en su cuerpo, en conclusión, como a nadie le vino. Maldito lo que comiere: pan y vino y agua y sal; maldito quien se lo diere, nunca le fallezca mal, y la tierra que pisare, y la cama en que durmiere, y quien luego no lo dijere que la misma pena pene. Sus cabellos tan lucidos, ante quien el oro es fusco, tornen negros y encogidos que parezcan de guineo. Y sus cejas delicadas, con la resplandeciente frente, se tornen tan espantables como de un fiero serpiente. Y sus ojos matadores, con que robó mis entrañas, hínchense de aradores, que le pelen las pestañas. Y su nariz delicada, con que todo el gesto airea, se torne grande y quebrada como de muy fea negra. Y su boca tan donosa, con labrios de un coral, se le torne espumosa, como de gota coral. Y sus dientes tan menudos, y encías de un carmesí, se le tornen grandes y agudos, parezcan de jabalí. Su garganta y su manera, talle, color y blancura, se tornen de tan mal aire como toda su figura. Y sus pechos tan apuestos, testigos de cuanto digo, tornen secos y deshechos, con tetas hasta el ombligo. Y sus brazos delicados, codiciosos de abrazar, se le tornen consumidos, no hallen de qué tomar. Y lo demás y su natura, (por más honesto hablar), se torne de tal figura, que de ello no pueda gozar. Denle demás la cuerda, que ligue su corazón.

Dada mes y año el día de vuestra querella.

Epístola de la Lozana a todas las que determinaban venir a ver campo de flor en Roma

Amigas y en amor hermanas: Deseando lo mismo, pensé avisaros cómo, habiéndome detenido por vuestro amor esperándoos, sucedió en Roma que entraron y nos castigaron y atormentaron y saquearon catorce mil teutónicos bárbaros, siete mil españoles sin armas, sin zapatos, con hambre y sed, italianos mil quinientos, napolitanos reamistas dos mil, todos éstos infantes; hombres de armas seiscientos, estandartes de jinetes treinta y cinco, y más los gastadores, que casi lo fueron todos, que si del todo no es destruida Roma, es por el devoto femenino sexo, y por las limosnas y el refugio que a los peregrinos se hacía ahora. A todo esto se ha puesto entredicho, porque entraron lunes a días seis de mayo de mil quinientos veintisiete, que fue el oscuro día y la tenebrosa noche para quien se halló dentro, de cualquier nación o condición que fuese, por el poco respeto que a ninguno tuvieron, máxime a los perlados, sacerdotes, religiosos, religiosas, que tanta diferencia hacían de los sobredichos, como haría yo de vosotras, mis hermanas. Profanaron sin duda cuanto pudiera profanar el gran Sofí si se hallara presente. Digo que no os maravilléis porque murió su capitán, por voluntad de Dios, de un tiro romano, de donde sucedió nuestro daño entrando sin pastor, donde la voluntad del Señor y la suya se conformó en tal modo que no os cale venir, porque no hay para qué ni a qué. Porque si venís por ver abades, todos están desatando sus compañones; si por mercaderes, ya son pobres; si por grandes señores, están ocupados buscando la paz que se perdió y no se halla; si por romanos, están reedificando y plantando sus viñas; si por cortesanos, están tan cortos que no alcanzan al pan. Si por triunfar, no vengáis, que el triunfo fue con las pasadas; si por caridad, acá la hallaréis pintada, tanta que sobra en la pared. Por ende, sosegad, que sin duda por muchos años podéis hilar velas largas y luengas. Sed ciertas que si la Lozana pudiese festejar lo pasado, o decir sin miedo lo presente, que no se ausentaría de vosotras ni de Roma, máxime que es patria común que, voltando las letras, dice Roma, amor.

Digresión que cuenta el autor en Venecia

Cordialísimos lectores: pienso que muchas y muchas tragedias se dirán de la entrada y salida de los soldados en Roma, donde estuvieron diez meses a discreción y aun sin ella, que, como dicen, amicus Socrates, amicus Plato, magis amicus veritas. Digo sin ella porque eran inobedientes a sus nobilísimos capitanes, y crueles a sus naciones y a sus compatriotas. ¡Oh gran juicio de Dios!, venir un tanto ejército sub nube y sin temor de las maldiciones generales sacerdotales, porque Dios les hacía lumbre la noche y sombra el día para castigar los habitadores romanos, y por probar sus siervos, los cuales somos mucho contentísimos de su castigo, corrigiendo nuestro malo y vicioso vivir, que si el Señor no nos amara no nos castigara por nuestro bien. Mas, ¡guay por quien viene el escándalo! Por tanto me aviso que he visto morir muchas buenas personas y he visto atormentar muchos siervos de Dios como a su Santa Majestad le plugo. Salimos de Roma a diez días de febrero por no esperar las crueldades vindicativas de naturales, avisándome que, de los que con el felicísimo ejército salimos, hombres pacíficos, no se halla, salvo yo, en Venecia esperando la paz, que me acompañe a visitar nuestro santísimo protector, defensor fortísimo de una tanta nación, gloriosísimo abogado de mis antecesores, Santiago y a ellos, el cual siempre me ha ayudado, que no hallé otro español en esta ínclita ciudad. Y esta necesidad me compelió a dar este retrato a un estampador por remediar mi no tener ni poder, el cual retrato me valió más que otros cartapacios que yo tenía por mis legítimas obras, y éste, que no era legítimo por ser cosas ridiculosas, me valió a tiempo, que de otra manera no lo publicara hasta después de mis días, y hasta que otra que más supiera lo enmendara. Espero en el Señor eterno que será verdaderamente retrato para mis próximos, a los cuales me encomiendo, y en sus devotas oraciones, que quedo rogando a Dios por buen fin y paz y sanidad a todo el pueblo cristiano, amén.