En ese momento la oficina tenía puerta; Mary, la esposa de Grofield, la abrió y dijo:
– Al teléfono, Alan.
Grofield miró al teléfono de su escritorio. Era un supletorio ilegal que él mismo había instalado con una conexión desde el teléfono de la taquilla para evitar los recargos mensuales.
– Está bien -contestó.
– En casa -dijo ella.
– ¡Oh!
El teléfono de la casa también era una extensión ilegal del de la taquilla y, por tanto, aunque Mary hubiera recibido la llamada en la casa, él habría podido descolgar el auricular y hablar desde donde estaba. Pero la frase de su mujer sugería que quien llamaba merecía una conversación privada. Él se puso en pie y dirigió a su visitante una amplia sonrisa mientras le decía:
– ¿Me disculpa, no es cierto?
– Querríamos volver a ver sus libros -le respondió de mal humor.
– Yo no volvería a abrirlos nunca -dijo Grofield y salió de la oficina. Mary caminaba a su lado, y cuando pasaron por el pasillo él miró al escenario donde dos actores en trajes de baño golpeaban con martillos un decorado. Se detuvo asombrado y preguntó:
– ¿Por qué lo están tirando?
– Lo están arreglando -contestó Mary.
– ¡Oh!
Salieron y Grofield se detuvo un momento en la plataforma de madera en la que desembocaba la escalera, y miró a las colinas arboladas de Mead Grove, Indiana. La única señal humana en esa dirección era la zona de estacionamiento. Es decir, el estacionamiento que antes era de grava y ahora de barro.
– Necesitamos más grava -dijo Grofield.
– Necesitamos más de todo -contestó Mary-. Es Parker el que llama.
– Oh, oh -murmuró Grofield-. Quizá él tenga más grava.
– Sería una bendición -respondió Mary. Había interpretado, consecutivamente y en comedias distintas, tres papeles de protagonista campesina y no se había librado de los hábitos lingüísticos.
Grofield bajó la escalera y se dirigió hacia la casa. Las palabras «teatro mead grove» se prolongaban en gigantescas letras blancas en el lateral del edificio, que daba a la carretera. En ese instante no pasaba nadie que pudiera leerlas.
En algún momento, a finales de la década de los cuarenta, algún genio cuyo nombre no registraba la historia había decidido convertir esta vieja barraca en un teatro de verano, escondido aquí en un remoto rincón de Indiana. Había levantado un escenario en un extremo y había dispuesto asientos para el público sobre una serie de plataformas: las cuatro primeras filas de butacas sobre la base original del granero, las otras cuatro sobre una plataforma dos escalones más arriba, las cuatro siguientes otros dos escalones más arriba, y así sucesivamente hasta completar veinticuatro filas de diez butacas cada una, con un pasillo en medio. Doscientos cuarenta asientos que casi nunca se habían visto ocupados todos a la vez.
El problema estaba en que no era precisamente el mejor lugar de América para un teatro de verano. Mead Grove no era una gran ciudad; en realidad, no hay grandes ciudades en Indiana, salvo la dudosa excepción de Indianápolis, y Mead Grove estaba muy por debajo de Indianápolis. No había colegios en Mead Grove, ni cerca de ella, no había ninguna atracción turística en las proximidades, ninguna razón en absoluto para que un extraño viniera a esta región y descubriese la existencia de un teatro de verano local.
Esto significaba que el público potencial se restringía a los ciudadanos de Mead Grove y a la media docena de pueblos de la vecindad, más la gente de las granjas. Pero nadie se sentía impresionado por la presencia de un teatro en vivo en un mundo en el que ya existía la televisión, y no creían que en él pudieran ver nada que quisieran ver. Si no fuera por los maestros de escuela y las esposas de los médicos, no habría ningún espectador.
El tipo que tuvo la idea original de transformar el granero en teatro había durado apenas una temporada o dos antes de quebrar y dejar la región, y sus deudas en ella. En los veinte años que siguieron, el teatro-granero había tenido una carrera accidentada y no muy feliz; había vuelto a ser granero por un tiempo, había sido cine por un tiempo más breve aún, había sido un almacén lleno de repuestos de bicicletas, y varias veces había sido un muy poco productivo teatro de verano.
Cinco años antes, cuando Alan Grofield había llegado al lugar, no había sido nada. Se había sentido ligeramente tentado en aquel momento, tras el robo a un casino que había llevado a cabo con Parker, y había comprado el lugar, en efectivo, incluyendo el granero, doce acres y dos pequeñas casas al otro lado de la carretera. Su teatro estaba ya en su quinta temporada, empezaba a gozar de una pequeña reputación en el mundo teatral y nunca había aportado ni un centavo.
Todo esto estaba muy bien. Los teatros de verano siempre pierden dinero, especialmente cuando es un actor quien lo abre y actúa como productor, pero Grofield nunca había esperado vivir del Teatro Mead Grove. Por el contrario, el teatro vivía de él y desde el principio sabía que sería así.
Ya que actuar no era su modo de ganarse la vida: era su vida misma. Su negocio estaba en otra parte, con gente como Parker. Y hacía tiempo que no trabajaba por los beneficios que pudiera obtener, desde el robo al supermercado del año anterior, en San Luis, de modo que se apresuró en cruzar la carretera solitaria, esperando que la llamada significara algún trabajo fácil que produjera un máximo de ganancias con un mínimo de esfuerzo. Fred Allworth podía encargarse de su papel mientras él estaba ausente, y Jack… Con la cabeza llena de cambios de actores y de personajes, Grofield entró en casa, que, como de costumbre, estaba llena de actores. Se dirigió a lo que en otro tiempo había sido el comedor y ahora era su dormitorio y el de Mary, y se sentó en la cama para hablar.
– ¿Hola?
– Soy yo. -La voz de Parker, como siempre, tenía la variedad tonal de un lápiz negro.
– Perdona si tardé mucho -dijo Grofield-. Estaba en el teatro con un inspector de Hacienda.
– Mary me lo dijo.
– Un inspector de Hacienda -repitió Grofield-. Espero que me llames con buenas noticias.
– ¿Recuerdas la vez que estuvimos juntos en Tyler?
– Lo recuerdo -contestó Grofield con voz torva. Lo recordaba; había sido un asunto con un coche blindado y todo había salido mal. Dinero perdido, tiempo perdido; había quedado en bancarrota por un buen tiempo. De hecho, como resultado directo de ese trabajo en la ciudad del medio oeste de Tyler, tuvo que ir a esconderse entre unos locos en el norte de Canadá-. Sí, me acuerdo -reiteró Grofield.
– Dejamos algo esperándonos allí -dijo Parker.
Durante un instante Grofield no supo de qué hablaba Parker. Luego pensó: ¡El dinero! Parker lo había escondido en algún sitio. Pero, por Dios, eso sucedió hace dos años.
– ¿Crees que estará allí todavía? -preguntó.
– Debería estar -respondió Parker-. Y si no está, buscaremos al que lo tenga.
– Es una idea muy interesante -dijo Grofield.
– Un amigo mío -continuó Parker- va a estar allí, en la Ohio House, el miércoles. Podrías hablar con él del asunto.
– Ohio House. ¿En Tyler?
– Se llama Ed Latham.
Era el nombre que Parker había usado antes. Grofield no pudo resistir la tentación de decirle:
– Me parece que lo conozco.
Pero el humor era una pérdida de tiempo con Parker.
– Te convendría hablar con él del asunto -dijo.
– Es probable que lo haga -contestó Grofield-. Es muy probable.
III
En la calle River, justo frente al edificio del Gobierno, se había erigido un monumento de piedra con una placa de cobre en memoria de John Tyler, décimo presidente de los Estados Unidos, quien en 1840 pronunció un discurso, durante su campaña electoral, en honor al cual se sustituyó el nombre de la ciudad, que pasó de ser Collinsport a llamarse Tyler. La placa no explica que Tyler aspiraba al cargo de vicepresidente en una lista encabezada por William Henry Harrison, ni que Tyler nunca hizo campaña presidencial alguna, sino que simplemente heredó el empleo cuando Harrison murió un mes después de haber tomado posesión del cargo; pero la omisión había sido recordada casi de una manera fiel por un gamberro historiador que había escrito en la piedra, debajo de la placa, con pintura anaranjada: «Recuerden Tippecanoe».